-----34

Luz en mi Camino

18 diciembre, 2023 / Carmelitas
Luz en mi camino. 4º Domingo de Adviento (B)

2Sam 7,1-5.8b-12.14a.16

Sl 88(89),2-5.27.29

Rm 16,25-27

Lc 1,26-38

    Hoy celebramos el cuarto y último domingo de Adviento. El evangelio de la Anunciación, ya proclamado el día de la Inmaculada, nos sitúa ante el insondable misterio del Dios único y todopoderoso que “se inclina desde su altura santa para mirar la tierra” (Cf. Sl 102,20), descender hasta una aldea desconocida de Galilea y acercarse a una joven virgen, que ronda los 13 años, para pedirle permiso de poder morar en ella y, a través de ella, en medio de la humanidad. Sí, la liturgia de la Palabra nos sitúa hoy ante el misterio del Dios omnipotente que, haciéndose “carne y sangre” de la carne y la sangre de la humilde virgen nazarena, desea morar en un templo no hecho por manos humanas ni por deseo de la carne ni de la sangre, sino por obra del Espíritu Santo. Nos emplaza así ante un encuentro en el que brilla la humildad y la entrega amorosa, ante una escena y un mensaje que nos reclaman el mismo asombro, temor santo, simplicidad, sabiduría y amor inmenso que los inundan.

    La primera lectura ya nos habla sobre este futuro templo-casa hechura de las manos divinas. Después de haberse instalado confortablemente en “su casa”, David pensó en Dios y el profeta Natán asintió favorablemente a sus cavilaciones: «Ve y haz cuanto piensas, pues el Señor está contigo» (2Sam 7,3). Pero aquella misma noche, el Señor se dirigió al profeta para manifestarle que ni él ni David le entendían verdaderamente. Y le ordenó a Natán que, además de plantear a David, su siervo, la siguiente pregunta: «¿Me construirás tú una casa para que yo habite?» (2Sam 7,5), le recordara de nuevo quién era humanamente, quién le había establecido sobre Israel y qué lugar le correspondía por merced divina en la historia de la alianza. De este modo, Dios volvía a hacer presente a David que sólo Él es el único Señor de la historia humana y, en concreto, de aquella de su pueblo elegido; Señor de una historia en la que muestra su obrar omnipotente haciendo subir del muladar al indigente y abatiendo a los poderosos de los tronos, sosteniendo a las dinastías por generaciones y generaciones o haciéndolas desaparecer en un instante para siempre (Cf. 1Sam 2,8.10; 2Sam 7,16; Sl 89,4.29).

    David pensaba edificar para YHWH-Dios un templo material en el que hacerle presente en medio del pueblo invocando su Nombre santo, pero Dios, Señor del tiempo y de la historia, pensaba hacer surgir una “casa” formada por personas humanas (Cf. 2Sam 7,11), esto es, pensaba en una dinastía y un reinado pacífico y eterno, cuyo establecimiento iba a realizar a pesar de las guerras, del exilio y de la desaparición de la misma dinastía davídica del ámbito efectivo del poder político y militar en Israel. Dios, que había dirigido y modelado el pasado, anunciaba en ese momento el futuro que estaba preparando y lo sellaba con esta promesa: «Yo levantaré después de ti a uno de tu linaje,… y afirmaré su reino… Yo seré padre para él y él será hijo para mí. Tu casa y tu reino permanecerán siempre delante de tu rostro y tu trono será estable eternamente» (2Sam 7,12b.14a.16).

    Siglos después, en la Anunciación, la profecía de Natán estaba a punto de verse cumplida. Dios, a través del arcángel Gabriel, habló con María. Aunque fue un encuentro cargado de fuerte y subversivo contenido político y religioso, al estar la tierra prometida ocupada por el imperio romano y verse obligada la realeza davídica a vivir en la clandestinidad, se trató de un anuncio que estaba llamado a renovar y a hacer reales, de un modo extraordinario e inesperado, las mortecinas esperanzas de llegar a contemplar hechas realidad las antiguas promesas de vivir en la libertad, la justicia, la paz y la verdad provenientes del Dios que, para siempre, guiaba a su pueblo y moraba en medio de él.

    En la Anunciación, el Cielo desvela que está dispuesto a abrirse de par en par, a revelarse tal y como es, y a bajar a la tierra para producir la salvación y hacer que germine la justicia (Cf. Is 45,8; 63,19). Pero, no obstante su proyección cósmica, todo acaece en la intimidad del encuentro que Dios, por medio de su arcángel, tiene con María. Ella que, en su inocencia desbordada de sabiduría, de gracia y de pureza, permanece oculta a la mirada humana, aparece completamente transparente y diáfana a los ojos de Dios. Y, al igual que a David, también a ella le plantea el Señor una pregunta que queda latente al anunciarle su vocación: “¿Aceptas ser la madre del Mesías e Hijo del Altísimo?”. Dios ha preestablecido, por tanto, que la antigua promesa hecha a David se realice en María, ya que es en su carne y en su sangre, en su vientre inmaculado, donde el Mesías prometido está llamado a “ocultarse” misteriosamente. María será, en definitiva, la puerta por la que Dios entrará a la humanidad, será la casa de Dios en la historia y en el mundo, y será el vínculo que, en el cumplimiento de las promesas divinas en Jesús, une y da sentido al pasado y al futuro.

    No faltan quienes se preguntan en qué momento del día fue la Anunciación y si dicho encuentro fue apacible y suave como una brisa matutina o vespertina que acaricia la piel, o si, por el contrario, fue semejante al sonido temible de mil truenos que expresaban las palabras potentes y eternas que Dios, en su ángel, pronunciaba. Confieso que no lo sé, aunque prefiero pensar que, como ya desveló el Señor por medio de Elías (Cf. 1Re 19,12), todo ocurrió en ese callado pero eficaz silencio espiritual que sólo Dios, por ser Dios, es capaz de preñar de su Presencia y de su Palabra eterna, a la que María estaba especialmente abierta para acogerla plenamente en su fe. Ahora bien, fuera como fuese, lo cierto es que María estaba preparada, de ahí que, lo verdaderamente importante, como se recordaba el primer domingo de Adviento, es “estar en vela” esperando al Señor de la casa, porque nadie sabe ni cómo, ni cuándo volverá: si al anochecer o a medianoche, o al canto del gallo o al rayar el alba (Cf. Mc 13,33-37).

    El Espíritu Santo obró en María cuando ella dio su asentimiento y entregó sin reserva alguna su corazón y su carne para ser una casa para el Santo de Dios: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Y aunque el ángel entonces le dejó, la Palabra permaneció en ella y la Encarnación se hizo realidad. La promesa davídica comenzó a cumplirse y la gracia entró en la humanidad con rostro y figura humana. Y ante el asombro del cielo y de la tierra, el Dios que creó al ser humano a su “imagen y semejanza”, se hizo “imagen y semejanza del hombre” tomando la carne de aquella sencilla virgen de Nazaret tan agraciada y amada por el Señor.

    El templo que se alzaba sobre el monte Sión era signo de la presencia de YHWH en medio de su pueblo. Allí las nubes de incienso y de la combustión que producían los innumerables sacrificios de animales, simbolizaban la sombra de Dios que aleteaba sobre la Ciudad Santa y protegía a su pueblo. Pero en la Anunciación, es María la que aparece como la nueva Jerusalén donde la presencia de Dios, en su Hijo encarnado, mora plenamente. A ella ya no le envuelve el “humo de los sacrificios”, sino que «le cubre, con su sombra, el poder del Altísimo» (Lc 1,35), es decir, la protección amorosa, total y directa, del Señor.

    El muro de las Lamentaciones es considerado actualmente uno de los lugares más santos de Jerusalén. Según se dice, su nombre no se debe tan sólo a las lágrimas y lamentos que miles de personas han derramado junto a él a lo largo de los siglos, añorando la venida de Dios y suplicando por ella, sino también a que, frecuentemente, el aire fresco de la mañana se condensa y cubre de rocío dicho muro. Se cuenta, además, que ese rocío no es otra cosa que las lágrimas de los ángeles que, todavía hoy, continúan llorando la destrucción del templo y de la morada de Dios entre sus hijos. Sea como fuere, los judíos (y tantas personas de bien) continúan orando hasta el día de hoy junto al muro, y al terminar su oración se inclinan y, sin darle la espalda, se van alejando poco a poco de él, llorando y derramando lágrimas cargadas del deseo esperanzado de que un día, quizá no muy lejano, cada corazón humano pueda ser transformado por el Dios misericordioso en su morada.

    Los cristianos creemos y sabemos que Dios ha restaurado e instaurado definitivamente su Templo. Creemos y sabemos que el Cuerpo del Señor, del Creador del cielo y de la tierra, se ha hecho próximo y encontradizo en los rostros y cuerpos de todos aquellos que hemos sido creados por Él. Creemos y sabemos que su Cuerpo y su Sangre se depositan mansamente, como las gotas de rocío, sobre nuestras manos, nuestros labios y en el interior de nuestro cuerpo, para transformarnos en templos vivos del Espíritu Santo.

    Hoy recordamos gozosos que todo esto sucedió porque, hace ya mucho tiempo — cuando Dios rasgó los cielos y se abajó a pedir un favor —, una joven virgen, María, le acogió en su corazón, en su mente y en su seno, para que pudiera habitar en la tierra e instaurase la justicia, la paz y la salvación en todos los pueblos y en todos los corazones para siempre. En ella, el cielo y la tierra se entrecruzaron definitivamente porque la Palabra se hizo carne, verdadero Dios y verdadero hombre. Por su obediencia y fe en dicha Palabra, las promesas se vieron cumplidas y Dios “puso su Morada entre nosotros” (Jn 1,14), de ahí que aquel pasado tenga una valor permanente que nos exhorta a pronunciar, con el corazón y la mente, y con la humildad y la fe virginal e intensa de María, su mismo sí, diciéndole a Dios con deseo profundo y sincero: «Hágase en mí, Señor, según tu palabra» (Lc 1,38).

 

Volver
ACCESO PRIVADO
Regístrate para acceder al área privada

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies