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Luz en mi Camino

29 enero, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. 5º domingo del tiempo ordinario (B)

Job 7,1-4.6-7

Sl 146(147),1-6

1Cor 9,16-19.22-23

Mc 1,29-39

    La liturgia de este domingo nos aproxima a la realidad, siempre misteriosa y ambigua, del sufrimiento humano, umbral de la desesperación o de la santidad cuando en ella nace la confianza y la esperanza en Dios. Ambas virtudes son sembradas por Jesús, cuyo poder taumatúrgico, vinculado inseparablemente a su misión de anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios a todas las gentes, pone en evidencia el evangelio hodierno.

    Después de haber curado al endemoniado en la sinagoga de Cafarnaúm por medio de su palabra poderosa, Jesús muestra su poder sanador en el ámbito familiar de la casa de Pedro (Mc 1,29-31), un poder que extiende seguidamente a toda la ciudad (Mc 1,32-34) y que, en un tercer y último momento, llega a abarcar a toda la región de Galilea (Mc 1,39).

    La suegra de Simón se encontraba postrada e impedida para desenvolver una vida normal por causa de la fiebre, que los rabinos definían como “el fuego que absorbe las energías de las personas”. Informado de esta situación, Jesús, sin mediar palabra ni oración alguna, le va a curar con un simple gesto: «se acercó y, cogiéndole de la mano, la levantó» (Mc 1,31). Jesús obra de modo directo, con la fuerza de su divinidad que, para los ojos de los presentes, permanece escondida tras el velo de su humanidad.

    Como la curación del endemoniado (Mc 1,21-26) y de la suegra de Pedro (Mc 1,29-31) tuvieron lugar durante el descanso sabático y la Ley mosaica no permitía curar en sábado porque lo consideraba un trabajo, muy pronto estas curaciones causarán graves problemas a Jesús y preanunciarán su futura muerte violenta (Cf. Mc 3,1-6). Sin embargo, la sanación del endemoniado y, sobre todo, la reacción de la suegra de Pedro que, tras ser curada, “se puso a servirles”, esto es, a trabajar, son un reconocimiento del señorío de Jesús sobre el sábado y de la libertad para amar (expresado en el “servicio”; Cf. Mc 10,45) que su curación comporta.

    Concluido el sábado, el primer día de la semana, nuestro domingo, se percibe un atisbo de la fama alcanzada rápidamente por Jesús (Cf. Mc 1,28). Toda la gente de Cafarnaúm llevan hasta Él a todos los enfermos y poseídos para que los cure (Mc 1,32). Los múltiples adjetivos de totalidad empleados (“todos – toda – muchos – todos”) quieren subrayar que el drama y el misterio del sufrimiento humano, de toda la humanidad, empieza a concentrarse en torno a Jesús; un sufrimiento que Él no ignora ni desprecia sino que, curándolos (Cf. Mc 1,34), lo carga sobre sí, hasta llegar a crucificarlo en la cruz y devolverlo sanado en su resurrección. Jesús es sensible al dolor humano y desea que el hombre pueda encontrar, también en el mismo sufrimiento, la cercanía y la voluntad del Padre, de ahí que su misión principal sea la predicación y la enseñanza que desvela el misterio del Reino de Dios, para conducir a las personas a la conversión y a la fe (Cf. Mc 1,14-15), y de ese modo a la comunión de vida con Él y con el Padre.

    La lectura evangélica también muestra que Jesús no actúa por cuenta propia, a su aire, sino en plena conformidad con la voluntad del Padre. Así lo manifiesta dedicándose a la oración antes de tomar un paso decisivo en su misión que, en esta ocasión, va a ser ampliada a toda la Galilea (Mc 1,35.39). Tras notar su ausencia, no sólo Pedro y los otros tres discípulos se ponen a buscarle, cumpliendo de este modo la orden de “seguirle” que les fue dada en el momento de su llamada (Mc 1,16-20), sino todos los habitantes de Cafarnaúm: «Todos te buscan», le dirá Pedro (Mc 1,37). Esta actitud deja entrever una fuerte tensión entre la voluntad de los hombres y aquella del Padre (Cf. Mc 8,33): los hombres quieren que Jesús regrese y continúe sanando a las personas, mientras que el Padre desea que siga extendiendo el Evangelio a otros lugares (Cf. Mc 1,14). Y Jesús cumplirá sin fisuras y hasta sus últimas consecuencias la voluntad del Padre (Cf. Mc 14,36), con quien, como desvela en su actitud orante, siempre está y permanece íntimamente unido.

    Todos, al igual que la gente de Cafarnaúm, buscamos a alguien que nos cure o, al menos, alivie nuestras dolencias, y no dudamos en acudir al amigo médico o a aquel que pueda ayudarnos, a nosotros o a un ser querido, a recibir los servicios del mejor y más afamado especialista, confiados en que podrá poner remedio a una enfermedad grave o de difícil diagnóstico. Jesús se manifiesta hoy como el médico de cuerpos (“curando enfermedades”) y almas (“expulsando demonios”), esto es, como el único Médico que sana y da sentido a la persona en su totalidad e integridad tanto en la vida presente como en el futuro eterno que le espera. Y no lo hace desde fuera, sino desde el interior del mismo ser humano al que conoce perfectamente y al que, como veíamos la semana pasada, alcanza con el Espíritu de su palabra, sin dejarse influenciar ni manipular por los deseos y proyectos egoístas de las personas, que desean absolutizar un “momento” del bienestar y de la existencia terrena, sin buscar con recto corazón la unión y la plenitud de vida eterna con Dios en el amor.

    En este sentido, “Job” es una palabra iluminadora de Dios para todos. El problema principal que plantea este libro no es simplemente aquel del sufrimiento del inocente, sino más bien aquel que Satán expone a Dios desde el principio: «¿Acaso teme Job a Dios de balde?; ¿No has levantado tú una valla en torno a él, a su casa y a todas sus posesiones?…» (Job 1,9-10). Esto significa que Job podría estar temiendo a Dios por interés, porque le iba todo bien, por lo que es muy válida la cuestión que se formula: ¿Se manifestará Job verdaderamente justo y fiel cuando le sean “tocados” sus bienes, sus seres queridos y su propia carne?

    El dolor desgarrador que sufre Job encuentra aún mayor fuerza y dramatismo en la oscuridad de la noche, del sinsentido con que lo vive: «Mi herencia son meses baldíos, me asignan noches de fatiga; al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se alarga la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba» (Job 7,3-4). Su dolorosa situación se convierte para él en una aterradora pesadilla, en la que se ve abocado irremediablemente hacia la agonía, la muerte, la tumba y el olvido eterno. Sin embargo, y a pesar de todo esto, Job se va a aferrar a Dios y a permanecer en contacto con Él a través de la más apasionada y ardiente disputa, mostrando así, en su firmeza y tenacidad (que es como hay que entender su afamada “paciencia”), que era un hombre justo, esto es, un hombre que no deseaba otra cosa que la amistad con Dios, incluso en medio de todo el sufrimiento que, paradójicamente, pretendía convencerle, junto con sus llamados “amigos”, de que Dios, su Dios, era en realidad su “más terrible y despiadado enemigo”. Job se afirmará en la certeza de su inocencia y en la seguridad de que, al final de su existencia, Dios mismo será su go’el, es decir, el “Defensor” de sus derechos más allá de su muerte (Job 19,23-27; Cf. Nm 35, 19), dejando barruntar con ello, aunque muy tenue y tímidamente, la esperanza de su futura resurrección.

    Jesús ha cumplido plena y perfectamente la palabra “Job” (cuyo significado más probable podría ser: “¿Dónde está (mi/el) padre?”) siendo obediente a la voluntad del Padre, en cuya bondad y omnipotencia depositó toda su confianza al entrar en las profundas y oscuras cavernas del sufrimiento humano a través de su pasión y muerte. Y será así, como ya dejaba entrever en sus curaciones y enseñanza, como aproximará definitivamente el amor omnipotente de Dios al hombre sufriente (Cf. Mc 1,15: “El Reino de Dios se ha aproximado”), para que éste, unido a Él en la fe, ya no viva su dolor en un silencio poblado de aullidos o maldiciendo y negando a Dios, sino en la misma unión y entrega amorosa vivida por Él.

    De hecho, es Jesús el que puede sostener y sanar al ser humano, enfermo en cuerpo y alma, porque física y espiritualmente ha sufrido en sí mismo como nosotros y por nosotros y, en tanto en cuanto es Señor de la Vida e Hijo de Dios, es capaz de transformar el mismo dolor en fuente de alegría, de esperanza, de liberación y de salvación por medio de su amor extremo. Sin duda que Jesús es el médico y el don “medicinal” que todos queremos para nosotros y para todos los enfermos, desgraciados e infelices del mundo, y que deseamos que Él se nos acerque, nos deje sentir su presencia, nos tome de la mano y nos levante de la muerte en cuerpo y alma, ya que si la carne puede ser confiada, por un breve tiempo, en las manos de los médicos y de las medicinas (Cf. Sir 38,1-14), el espíritu, que procede y depende exclusivamente de Dios (Cf. Qo 12,7), tan sólo a Él tiene que ser confiado y tan sólo por Él puede ser (junto con el cuerpo) sanado ahora y para siempre.

    Hoy Jesús nos exhorta a todos nosotros, y a todos los cristianos, a que seamos sus imitadores y a que, como el apóstol Pablo (Cf. 1Cor 9,16-19), anunciemos gratuitamente el Evangelio a todas las gentes que nos rodean, para que, acercándoles a Jesús y ayudándoles a encontrarle a través de nuestras palabras y obras de amor, puedan ver iluminada su vida, sanada su alma y henchida de sentido y de esperanza eterna toda su existencia.

 

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