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Luz en mi Camino

20 noviembre, 2022 / Carmelitas
Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo

2Sam 5,1-3

Sl 121(122),1-2.4-5

Lc 23,35-43

Col 1,12-20

«Éste es el Rey de los judíos». Esta inscripción, situada en la parte de arriba de la cruz, no sólo testifica burlonamente el motivo de la condena de Jesús, sino también, aunque no fuera su intención primera, la verdad de su persona. Jesús, a quien hemos seguido a lo largo de todo el año litúrgico que hoy concluimos, es el Mesías prometido. Aquel en quien Dios cumple todas las promesas veterotestamentarias esperadas por Israel.

Sin embargo, esta realeza se manifiesta paradójicamente en la cruz, pues, mientras dure la historia, Jesús es el Mesías-Rey crucificado, “el Elegido” anunciado por Isaías en sus cantos del Siervo de YHWH (42,1; 49,7). «Este es el Rey de los judíos» no sólo alude, por consiguiente, a un título sino también a toda una historia de amor entre Dios y la humanidad, en particular entre Dios e Israel; una historia convertida en un largo camino hacia la libertad, empedrada de infidelidades, pecados y sufrimientos, pero entrelazada en los hilos inquebrantables de la fe, de la esperanza y del amor.

Todas las promesas divinas relativas a la tierra, a la descendencia y a la vida dichosa y pacífica, se habían concentrado, de uno u otro modo, en la promesa de la venida del Mesías-Rey, un rey victorioso, potente y justo, que nadie podía imaginarse fuese aquel que pendía ignominiosamente crucificado, débil y vulnerable, a punto de morir. Y es que este Rey prometido que a todos sorprende, supone la irrupción en la historia de una novedad absoluta y, con ello, la necesidad de reinterpretar a su luz toda la historia y todas las promesas. Él, el “Elegido”, es el mismo Hijo de Dios hecho hombre: «Este es mi Hijo, mi Elegido», dirá el Padre en la Transfiguración (Lc 9,35); la Tierra Prometida ya no es aquella de Canaán, sino la Patria Celeste; la descendencia prometida ya no es aquella nacida de la carne y de la sangre del pueblo de Israel, sino aquella nacida de la fe en Jesús y que es hecha heredera de las promesas y de la filiación divina, como Él mismo afirma: «mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21); es así como nace un nuevo Pueblo santo, sacerdotal y eterno, el nuevo Israel, la Iglesia, en donde ya no hay ni judíos ni gentiles, porque todos somos uno en Cristo-Jesús, en quien hemos recibido el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo; Jesús es, además, el Rey que gobierna con justicia y misericordia a su pueblo, conduciéndole hacia las fuentes de agua viva (Cf. Sal 23) para que tenga vida abundante, la Vida eterna de comunión con Dios.

La primera lectura, que narra la consagración pública de David como rey de todas las tribus de Israel, nos ayuda a comprender que Jesús es el descendiente de David que Dios había prometido a través del profeta Natán (Cf. 2Re 7,12-13) y que estaba llamado a reinar sobre la casa de Jacob eternamente (Cf. Lc 1,32), como su Salvador y Señor (Cf. Lc 2,11).

Ahora bien, Jesús no sólo se manifiesta como Rey de todo Israel, sino que, con su muerte, atrae a toda la humanidad hacia sí, pues, por Él, Dios «quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,20). La comunión con Dios-Padre realizada por Jesús abarca, por tanto, el universo entero, incluyendo también a los espíritus celestes, en tanto en cuanto Él es el principio y el fin de todas las cosas.

Jesús es, pues, el Rey del universo, del cielo y de la tierra. Y su muerte desvela que aquello que da consistencia, sentido y permanencia a lo creado es su amor inmenso, realidad que está más allá de lo científicamente experimentable y más allá del “vacío infinitesimal” que queda entre las partículas invisibles que conforman las cosas creadas, aunque a todo lo penetra. Esto significa que el Rey crucificado es el que, desde el principio, vence, con y en su amor, la lucha primordial que se da continuamente entre las tinieblas y la luz, entre el caos y el cosmos, entre el mal y el bien, entre el no-ser y el ser.

La realeza de Jesús, de Dios mismo en este mundo, no se hace visible, por tanto, en un evento apoteósico, sino en la más extrema humillación, en un acto de supremo perdón y misericordia en el que revela y da por abierto, definitivamente, el Año de Gracia del Señor (Cf. Lc 4,19). Por eso las palabras de Jesús, poco antes de morir, anuncian, constatan y prometen el Paraíso — un término y símbolo de origen persa que significa “jardín o lugar de delicias” —. Jesús, que usa este vocablo en paralelo con la palabra “reino” pronunciada por el buen-ladrón, da a entender que su Reino — la unión con Él — es el Paraíso prometido: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). De este modo, el inicio de la creación encuentra su culminación en Jesús, que se manifiesta como “el principio y el fin de todo lo creado”: con Cristo, el hombre retorna al “paraíso del Edén” del que fue expulsado por su pecado y rebelión contra Dios, para encontrar la plenitud de vida, de paz y de felicidad que, en cuanto “imagen y semejanza de Dios”, siempre había anhelado.

La dignidad real de Jesús, a la que el evangelio alude en tres ocasiones diversas — los soldados (23,37), la inscripción (23,38) y la imprecación del malhechor (23,42) —, que impacta a todas las personas, amigos o enemigos, y que alcanza a todos los estamentos sociales (pueblo, jefes, soldados, miserables), está marcada por una serie de rasgos que deben ser tenidos siempre en cuenta.

En primer lugar, Jesús obra con amor y para liberar a los esclavizados por el pecado, cumpliendo de este modo su misión de “liberar a los cautivos y dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4,18). Por eso, frente al pueblo y a sus dirigentes, a los soldados y también al malhechor blasfemo, que buscan señales y esperan que Jesús realice un gesto espectacular de salvación física y manifieste así su mesianidad — «¡Sálvate!» (Lc 23,35.37.39) —, Jesús ofrece una salvación definitiva y total de la persona, revelando que las curaciones hechas a lo largo de su ministerio («a otros ha salvado») apuntan a una salvación eterna, la misma que en ese instante asegura y promete al moribundo malhechor que, con fe, le ha implorado: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino» (Lc 23,42). La realeza de Cristo es espiritual, moral y existencial, y su salvación, que alcanza el corazón destruido del hombre, no se limita a esta vida terrena sino que introduce al ser humano en la plenitud de la vida de Dios, en el Paraíso.

También se evidencia que Jesús “ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Cf. Lc 15,6.9.24.32; 19,10). A lo largo de su vida pública se ha hecho prójimo de los más miserables de la tierra: ha comido con publicanos y pecadores, ha acogido a las prostitutas, ha curado enfermos, leprosos, endemoniados,…, y ahora, en el momento de su muerte, se encuentra crucificado entre dos salteadores, quizás revolucionarios y criminales zelotas. Y en la cruz, el corazón de Jesús no se aleja del hombre pecador sino que está dispuesto a acoger y a salvar a quienquiera clame por su ayuda con fe.

Sin embargo, la realeza de Jesús nos pone también sobre aviso de que nuestro destino no está predeterminado, sino que depende del uso de nuestra propia libertad. Jesús, el Mesías e Hijo de Dios crucificado injustamente por el pecado de los hombres, siendo el Inocente por antonomasia, la Bondad suma, es la Buena Noticia proclamada y activa, pero esta Buena Noticia, que a todos es ofrecida, impacta en las conciencias de los que le miran y le escuchan, y provoca en ellas una respuesta que podrá ser de adhesión o de rechazo, de súplica esperanzada («Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino») o de blasfemia desesperada («¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!»). En el momento de la muerte, cada hombre está alzado sobre su cruz, la que merece por sus pecados como dice el malhechor arrepentido (Cf. Lc 23,41), y junto a él se encuentra Dios mismo, presente en su Cristo crucificado, y ahí cada uno debe tomar la última decisión de atravesar el paso de la muerte en su compañía y con su promesa salvífica, o por el contrario encerrarse en la soledad, oscuridad, vaciedad y desesperación, señales que anuncian la antesala y el inicio dramático de una “muerte eterna”.

Hay, por tanto, una fuerte llamada a la conversión para todo aquel que contempla al Mesías crucificado y escucha el anuncio de su Evangelio, porque es posible obrar como el buen-ladrón y entrar, unidos a Jesús, en el Reino de Dios. Jesús es Rey de la Vida y nos convoca en su reino de vida, no en aquel de la muerte. Jesús nos promete el Paraíso el mismo día de nuestra muerte si morimos unidos a Él. El Paraíso se concebía como el lugar donde los justos que habían muerto tenían que esperar la resurrección al final de los tiempos, pero Jesús cambia esta perspectiva escatológica y anuncia la salvación inmediata, en el “hoy” de la gracia misericordiosa de Dios que Él encarna (Cf. Lc 4,21). Salvación personal, individual para quien se acoge a Él (sin negar, por ello, la futura resurrección de la carne). De esta manera, Jesús revela que Dios ama al hombre, que es un Dios de vivos y para los vivos (Cf. Lc 20,37) y que su muerte en la cruz no es la conclusión definitiva de su vida, sino el umbral y el paso que le introduce (y, unidos a Él, nos introduce) en el Paraíso, entendido ahora como “el seno mismo de Dios”. En Jesús crucificado y resucitado de entre los muertos se realiza, por tanto, la liberación plena del ser humano, el éxodo hacia la vida eterna.

Frente a los poderes y a los reinos humanos, ejercidos tantas veces con violencia y opresión, como acontecía con el imperio romano, Cristo es el Rey de reyes que anuncia un reino de misericordia, de justicia y de paz, y lo da cumplido en su Persona. Por eso, unidos a Él es posible superar todas las persecuciones y dificultades de la vida, incluso la misma muerte, pues con Él nuestra vida no termina sino que es transformada, introducida en la misma vida divina que es la fuente de la bienaventuranza que todos deseamos y el cumplimiento de todas las promesas recibidas.

 

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