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Luz en mi Camino

30 septiembre, 2022 / Carmelitas
Vigésimo Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario

Ha 1,2-3; 2,2-4

Sl 94(95),1-2.6-9

Lc 17,5-10

2Tim 1,6-8.13-14

Todos los textos bíblicos de este domingo subrayan el tema de la fe, virtud fundamental de la vida cristiana sin la que es imposible que se den la esperanza y el amor cristiano.

En la segunda lectura, el apóstol Pablo recuerda a Timoteo la gracia del sacramento del ministerio sacerdotal que ha recibido y el testimonio que debe dar de la fe y de la caridad que profesa en Cristo-Jesús, conservando también, en medio del sufrimiento, el depósito de la Tradición que le ha sido confiado. Timoteo no debe dejar que se apague el don de su ordenación, sino reavivarlo por medio de la fe como se reaviva el fuego (Cf. 2Tim 1,6). La fe auténtica no nos hace miedosos, sino todo lo contrario. Cristo ha vencido al mundo, al pecado, al mal y a la muerte, y la fe, que nos une a Él y por medio de Él al Padre, nos hace partícipes de sus sufrimientos (como le ocurría a Pablo que se encontraba en la cárcel) y de su victoria, colmándonos así de fortaleza, de confianza y de buen ánimo para vivir el Evangelio (Cf. 2Tim 1,7-8).

Habacuc, un profeta de finales del s. vii a.C., se lamenta ante el Señor por las desgracias que están abatiéndose contra su pueblo. En aquel contexto histórico, este lamento no se refiere a los males y desórdenes internos de la sociedad en la que Habacuc vivía sino a la violenta opresión que estaban infligiendo a Israel los caldeos (Cf. Ha 1,12-17). El profeta pregunta porqué la bondad y la justicia de Dios toleran el triunfo de los impíos (Cf. Ha 1,2-3) y el Señor le responde ordenándole que escriba en tablas lo que le dirá, comprometiéndose así a cumplir lo que promete y pueda verificarse cuando ocurra (Cf. Ha 2,2-4). Dios prepara la victoria del derecho y su palabra se cumplirá a su tiempo. El justo, Judá, vivirá por su fe y confianza en el Señor, a su palabra y voluntad, mientras que el opresor, los caldeos, sucumbirá y desaparecerá. El Señor suscita y pide la fe, porque ésta pone al creyente en profunda unión con Él y le sostendrá en los momentos más difíciles, ayudándole a esperar en su ayuda y segura victoria sobre el mal que está sufriendo.

El apóstol Pablo citará a Habacuc al inicio de su epístola a los Romanos, para centrar el tema de la justificación por la fe que en ella quería tratar en profundidad: «El justo vivirá por la fe» (Rm 1,17; Cf. Ha 2,4). Esta expresión era comprendida en Habacuc como un principio general para interpretar proféticamente la historia humana: los malvados y los potentes que confían en su maldad y bienes materiales ignoran que se apoyan en una realidad frágil e inconsistente que desembocará en la nada, mientras que el justo, que pone su confianza en Dios, vivirá, ya que el Señor es roca sólida que ninguna tempestad de la historia, ni la misma muerte, pueden hacerle titubear o quebrantar.

La petición de los discípulos a Jesús en el evangelio lucano: «Auméntanos la fe» (17,5), continúa el tema de la fe y de la confianza en Dios y, aquí, también en Jesús y en la aceptación y cumplimiento de su enseñanza. Poco antes ha hablado el Señor de la necesidad de perdonar al hermano siempre (Cf. Lc 17,3-4), y quizás ante la dificultad de poner por obra esa necesidad del amor, los discípulos le piden que aumente su fe. No piden cosas materiales, sino la gracia de reconocer a Dios en su vida y de estar unidos a Él íntimamente, cumpliendo su voluntad y esperando de Él todo y en todo momento.

Esa petición la hacemos, sin duda, también nuestra. Se repite en cada corazón y en cada generación a lo largo de los siglos, y a veces, bien por ignorancia o bien por doblez del corazón, se espera una respuesta impresionante de Dios que modifique la situación que vivimos y la propia incapacidad de entregarnos a Él y esperarlo todo de Él, en todo momento y circunstancia. Jesús corrige esas “ilusorias” expectativas con una imagen y una parábola que a nadie dejan indiferentes y a todos reclaman comprensión de mente y entrega de corazón.

La primera imagen utilizada nos sorprende verdaderamente y no deja indiferente a quien la escucha. El sicómoro tiene unas raíces muy resistentes y aferradas fuertemente en la tierra, por lo que las tormentas difícilmente lo desarraigan y abaten. Sin embargo, el Señor dice que la fe, aunque fuera tan pequeña como un grano de mostaza, tiene la fuerza de arrancar eso que parece tan sólido. Con otras palabras: la fe tiene la capacidad de dar la vuelta a “la suerte”, a los “destinos”, y de transformar la historia y hacer que aquello que sólo en la tierra podía vivir, como el sicómoro, se enraíce y viva también en el mismo mar.

Esas palabras son una exhortación para que los discípulos pongan su confianza en Dios y estén seguros de que, obrando su voluntad, Dios realizará en su existencia obras potentes y jamás imaginadas en relación con su Reino. Ahora bien, Jesús no propone una fe basada en lo asombroso, en lo milagroso, sino que subraya su eficacia cuando es auténtica, aunque sea incipiente y aunque aquel que la posee sea un vaso de barro, un hombre frágil y simple. La fe es principio de vida, de fuerza, de salvación, fundamento de la paz, de la justicia y de la felicidad porque su raíz, su contenido y su fin se encuentran en Dios, y para Dios nada es imposible (Cf. Lc 1,37; 18,27).

Esta potencia divina de la fe la ilumina Jesús con una parábola que quizás, en estos tiempos que corremos, molesta a nuestra sensibilidad social. La humildad y disponibilidad que aquí se enseña reclama, sin duda, la fe.

Habla de un amo vulgar y prepotente en su relación con los siervos, a quienes utiliza con egoísta indiferencia y con la insolencia del propietario absoluto. En tiempos de Jesús el amo tenía todo el derecho de hacer lo que dice la parábola respecto al siervo. Y, lejos de ser extraño, es necesario que nos preguntemos: ¿Puede ser un amo con tal carácter y actitud imagen de Dios? Es cierto que la imagen de Dios como amo y de los fieles como siervos aparece también en el Antiguo Testamento (Cf. Sl 123,1-2), pero: ¿No habla Jesús de Dios como el Señor misericordioso que acoge al hijo perdido, que suplica al hijo mayor, que se alegra cuando un pecador se convierte y se vuelve a Él?; ¿No es el patrón que se pone a servir a sus siervos fieles cuando retorna nuevamente a casa? (Lc 12,37).

Lo verdaderamente importante aquí es leer bien el texto y no hacerle decir lo que no pretende. Por eso quizás lo que debemos preguntar es esto: ¿Quién es el auténtico protagonista de la parábola? ¿Qué aspecto fundamental quiere iluminar esta enseñanza?, y dejar ahora que el texto nos responda. Lo primero a tener en consideración es que Jesús no se centra en el patrón, sino en la actitud del siervo. En esa época, los siervos debían tener esa disponibilidad total, por lo que tampoco el patrón se sentía obligado a agradecer nada al siervo porque hubiera realizado o realizase sus órdenes.

El protagonista principal es, por tanto, el siervo y su comportamiento. Y he aquí, en consecuencia, la enseñanza de esta parábola: en su relación con Dios, el fiel debe tener un comportamiento de total disponibilidad, sin cálculos o contratos o límites. La relación entre Dios y el hombre no es como aquella existente entre un empresario y sus empleados, basada en derechos, deberes, cláusulas y elementos de justicia humana precisos y necesarios. El hombre debe darse a Dios con amor, pues se trata de una relación que se asemeja a aquella nupcial en la que la donación es libre y total, y no conoce horas, momentos, premios o recompensas. Ante Dios, debemos ser conscientes de que somos siervos. No somos acreedores, sino siempre deudores: a Él le debemos todo absolutamente, la vida, el cuerpo, el alma, el alimento, etc. Y Él tiene el derecho de exigirnos que cumplamos su voluntad, lo cual es normal y conveniente y repercute, además, en beneficio nuestro.

Hemos de ser consciente, asimismo, de que, en relación con Dios, jamás hacemos lo suficiente. Somos “siervos inútiles” (Cf. Lc 17,10). No somos indispensables. Dios podría prescindir de nosotros y hacer de otro modo lo que quiere realizar con nosotros. Sólo siendo humildes Dios podrá manifestar su gracia y su gloria a través de nosotros y manifestará que, en realidad, Él mismo nos está sirviendo (Cf. Lc 12,37).

Esta relación personal con Dios se extiende a la comunidad cristiana, en la que nadie debe exigir mayor prestigio o dignidad porque realice servicios más importantes o de mayor responsabilidad o de mayor dedicación temporal. Todos hemos de reconocer que somos “siervos inútiles” y sentirnos llenos de paz y de alegría por poder dar, amar y entregarnos por Dios y por los demás en la búsqueda y realización de su Reino, sin buscar el provecho propio o mayores ganancias a semejanza del mundo. Dios es el centro del creyente, su tesoro, su razón de vivir y el destino que desea alcanzar.

La fe, como el amor, no recrimina, no reclama derechos, no ofrece un servicio a Dios para pagar un don recibido, sino que es la respuesta libre y amorosa a Dios que, por amor, se ha puesto en relación con nosotros y ha suscitado dentro de nosotros, por su gracia, el deseo de entrar en comunión con Él, de conocerle y de servirle.

El esquema empleado de “amo-esclavo” no debe, por lo tanto, desorientarnos y llevarnos a una interpretación equivocada. No se centra en una relación social rígida y dictatorial, sino que pretende iluminar cómo el verdadero siervo-discípulo está siempre y en todo momento disponible para hacer la voluntad del Señor. Por eso ese esquema subraya la intensidad y la totalidad de la dedicación a Dios que caracterizan al auténtico siervo. Para una mentalidad mundana es imposible decir “somos siervos inútiles” o “siervos vulgares” o meramente siervos, pero para el cristiano, que conoce el amor de Dios, esa expresión le vincula fuertemente a María y al Magnificat, al canto con el que nuestra Madre agradece a Dios que haya mirado su condición de criatura con amor y elección, y le haya hecho partícipe y protagonista de su historia de salvación. Y aquí, junto a la Sierva del Señor, desaparecen el orgullo, el interés y el contracambio, para dejar sitio a la humildad, a la generosidad y a la plena entrega de uno mismo, porque, en comparación con el amor que Dios nos tiene, cualquier cosa que hagamos es “nada”.

 

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