He 13,14.43-52
Sl 99 (100),2.3.5
Ap 7,9.14b-17
Jn 10,27-30
Jesús, muerto y resucitado, se ha manifestado verdaderamente como el Buen Pastor que ha dado la vida por sus ovejas, para conducirlas e introducirlas en la fuente de la vida que es Dios-Padre. Este cuarto domingo de Pascua celebramos esta jubilosa noticia, ante cuya proclamación todos somos emplazados a juicio, bien de salvación si la acogemos y nos convertimos en “ovejas” del rebaño de Cristo, o bien de condena si optamos por rechazarla y seguir los rebaños de otros “pastores”. Esta separación entre unas y otras “ovejas” ya acontecía en vida de Jesús y ha continuado acaeciendo siempre que se proclama el kerigma cristiano.
El texto evangélico se emplaza en Jerusalén y dentro del contexto de la fiesta de la Dedicación (Cf. Jn 10,22), en la que se conmemoraba la restauración del Templo y del altar por los Macabeos, después de la persecución de Antíoco IV Epífanes. Las palabras de Jesús se vinculan temáticamente a su discurso sobre el Buen Pastor, proclamado tres meses antes, durante la Fiesta de las Tiendas (Cf. Jn 7,2; 10,1-21). El deseo de Jesús es atraer hacia sí y conducir a la fe a aquellos judíos que se han endurecido voluntariamente y rehúsan creer en Él, y que, lejos de querer conocer la verdad de su Persona, le han preguntado con perversa intención: «¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente» (Jn 10,24).
De un rechazo semejante da testimonio la lectura de los Hechos al referirnos la actitud que los judíos de Antioquía de Pisidia asumen ante el mensaje evangélico proclamado por Pablo y Bernabé (He 13,14). En esta ocasión, el éxito que los misioneros cristianos estaban teniendo con los gentiles provocó la envidia en el ánimo de los judíos, y el que éstos refutasen y contradijesen con blasfemias la Buena Noticia de que Dios había cumplido la Promesa hecha a los padres en Jesús, a quien había resucitado de entre los muertos y en quien ofrecía el perdón de los pecados y la vida eterna (He 13,23.30.32-34.38.46).
Pablo y Bernabé no se amedrentaron por la persecución levantada contra ellos y, sostenidos por el Espíritu, confirmaron las palabras proféticas de Isaías, dirigidas inicialmente al Siervo de YHWH y aplicadas a Jesús en Lc 2,32: «Yo te haré luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el extremo de la tierra» (Is 49,6; Cf. He 13,47). Jesús, muerto y resucitado, es la Luz de toda la humanidad y los apóstoles son testigos de ello (Cf. He 13,31). Los gentiles acogieron esta noticia con fe y experimentaron la alegría de la salvación que Dios, en Jesucristo, les tenía preparada desde siempre. Israel, por el contrario, se endureció y, de ser el primer destinatario del anuncio del Evangelio, pasó a ocupar un puesto más entre todos los demás pueblos que son objeto de la predicación evangélica.
Es evidente, por tanto, que las ovejas que creen en Jesús son aquellos que acogen su enseñanza, le siguen fielmente y gozan así de una intimidad de vida con Él: «Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10,27). Estas “ovejas” son los discípulos de Jesús, quienes participan de la comunión de vida divina que Jesús mismo vive y quienes, por consiguiente, han puesto su propia vida al seguro: «Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10,28).
En efecto, los discípulos no serán arrebatados ni dispersados porque Jesús, el Buen Pastor, vive unido al Padre en el amor y participa de su mismo poder y eficacia a favor de los suyos. Además, es el Padre el que conduce a todos, a través de los eventos de la existencia, hasta Jesús (Cf. Jn 6,44) y, por consiguiente, aquellos que creen en Él pertenecen en primer lugar al Padre, de cuya “mano”, es decir, de cuyo poder omnipotente, nadie puede ser arrancado: «El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre» (Jn 10,29). Y sobre este particular Jesús afirma su unión con el Padre: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30), es decir, Jesús y el Padre son “uno” en relación con el deseo de dar la vida a los discípulos y de obrar a favor de ellos para salvaguardarlos e introducirlos plenamente en la vida eterna.
La lectura del Apocalipsis confirma esta verdad de la revelación divina. La muchedumbre inmensa e incontable representa a la Iglesia celeste que celebra eternamente la liturgia de alabanza a Dios-Padre (“el que se sienta en el Trono”) y al Cordero. Todos los elegidos, incluso tras haber sufrido la gran tribulación (Cf. Ap 7,14), no han sido arrebatados de las manos del Padre y del Hijo, sino introducidos en el Cielo, donde “de pie”, en señal de victoria, gozan de la dicha que es contemplar el rostro de Dios. Esta felicidad es total pues, como dice el texto, ya han desaparecido para siempre todas las necesidades físicas que, a lo largo de la peregrinación en este mundo, han sido causa de dolor y sufrimiento porque no podían ser satisfechas en plenitud: «Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno… Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos» (Ap 7,16-17).
Es importante recordar que las ovejas del Buen Pastor tienen grabado a fuego en sí mismas el “nombre de Dios” (Cf. Ap 3,12; 7,4). No se distinguen por tener tatuajes o piercings o marcas que la “bestia propagandista” impone con interés diabólico para orientar la vida y el pensamiento de los hombres lejos del Señor (Cf. Ap 13,16). El signo del Buen Pastor es una marca ya puesta sobre nuestras frentes en el bautismo y que, con el fuego del Espíritu, está sellada para siempre en nuestros corazones: su Cruz gloriosa. Este “signo”, que es el mismo Jesucristo, va siendo recibido a lo largo de la “gran tribulación” que supone seguirle fielmente y combatir, con las armas de la luz, el pecado y el mal que nos asola. El Cordero, que ha dado su “vida” (= sangre) por la ovejas, hace posible que éstas salgan de la esclavitud y que sean arrancadas de las manos del Maligno en todas sus manifestaciones.
La lectura nos habla sobre esta realidad con terminología “bautismal”: «Éstos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (Ap 7,14). “Lavar y blanquear el propio ser identificándolo al Cordero” significa seguir a Jesucristo, el Buen-Pastor, escuchando su voz y obedeciéndole. En este seguimiento se produce una estrecha e íntima relación de amor entre Jesús y las ovejas, ya que “el Pastor conoce a sus ovejas y las ovejas conocen al Pastor” (Jn 10,14). Por lo tanto, a través de la tribulación, el hombre-viejo va siendo sepultado y va apareciendo el hombre-nuevo, revestido de blanco porque participa de la resurrección de Jesucristo. Y a esta participación en la victoria del Pastor hacen referencia simbólicamente las palmas que los elegidos llevan en sus manos (Ap 7,9).
La Iglesia nos invita hoy a que unamos nuestras voces a aquella del salmista para “aclamar al Señor y a servirle con alegría”, siendo aún más conscientes de que somos “su pueblo y ovejas de su rebaño”, y de que en Jesús, nuestro Señor, hemos contemplado que “Dios es bueno y su misericordia eterna” y que “su fidelidad dura por todas las edades” (Sl 99,2.3.5). Sí, Dios es la fuente de nuestra alegría, una alegría que en el Cielo alcanzará su plenitud pero que ya ahora, con corazón agradecido, gustamos a través del Evangelio y en la participación de la Eucaristía, en la que Jesús, el Buen Pastor, nos apacienta con su Palabra y nos alimenta con el Pan de la vida.