He 14,21b-27
Sl 144(145),8-9.10-11.12-13b
Ap 21,1-5a
Jn 13,31-33a.34-35
La resurrección de Jesús, que estamos celebrando gozosamente en este tiempo pascual, ha revelado e introducido en la historia humana una novedad absoluta, ya que Jesús no retornó de la muerte a una vida mortal (como ocurrió con la vivificación de Lázaro), sino que su humanidad sufrió una transformación espiritual total, fruto del amor con que había amado al Padre y a los hombres. Esta novedad, de la que hoy dan testimonio las tres lecturas, está transformando de manera escondida y humilde todo el universo y toda la humanidad.
La primera lectura habla de las nuevas comunidades cristianas que surgen en el ámbito gentil durante la primera misión llevada a cabo por Pablo y Bernabé. La proclamación del Evangelio extiende los frutos salvíficos de la muerte y resurrección de Jesús, a los que se accede creyendo en Él. Pero aceptar el Evangelio causa dificultades y tribulaciones al creyente, tal y como lo anuncian ambos misioneros para confirmar y animar a los discípulos: «Hay que pasar (= en griego dei) muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (He 14,22).
En efecto, para entrar en el Reino de Dios, que es Reino de amor, es absolutamente necesario (dei señala un imperativo salvífico divino) que, tanto a nivel personal como comunitario, los cristianos sufran en sí mismos la lucha espiritual que supone abandonar los vicios y el egoísmo que les asola, para seguir fielmente a Jesús y vivir unidos a Él, y que soporten también con paciencia y caridad las persecuciones que pudieran surgir contra ellos, como hijos que son del Padre celeste (Cf. Mt 5,45) y herederos de su bienaventuranza (Cf. Mt 5,4.11-12). Por consiguiente, el anuncio del Evangelio inserta en los creyentes la novedad de la resurrección de Jesús, y esta novedad será vislumbrada en el modo como las comunidades eclesiales, formadas en torno a Jesús y a su Evangelio, viven y afrontan las tribulaciones en las que su fe les introduce y por medio de las cuales participan activamente en la pasión de Cristo.
La segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis, presenta la conclusión de la historia humana como la creación de un universo nuevo y de una nueva Ciudad Santa, en cuyo interior Dios mora y en la que se manifiesta una nueva comunión de vida de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. La nueva Jerusalén que desciende del Cielo, de junto a Dios, es la Iglesia, adornada como una novia el día de su boda, es decir, embellecida con todas las virtudes y la santidad con que Dios la ha revestido haciéndola pasar por la gran tribulación (Cf. Ap 7,14; 19,7-8), con el fin de unirla en plenitud de amor nupcial por toda la eternidad con Jesucristo, el Cordero (Ap 21,9). Los sueños de restauración de la ciudad terrena de Jerusalén que habían recorrido las profecías veterotestamentarias se ven así cumplidos de un modo jamás imaginado. Ya no son las armas, ni la opresión o la destrucción, las que efectúan la transformación de Jerusalén, sino el amor de Dios, que es capaz de edificar una Ciudad espiritual formada por “piedras vivas”, es decir, por hombres espirituales que se aman porque viven única y absolutamente del amor divino.
Dios, que “hace todas las cosas nuevas” (Ap 21,5), recreará totalmente el primer cielo y la primera tierra, haciendo desaparecer de ellos todas las imperfecciones y dolores experimentados por el hombre y todos los sufrimientos causados por su pecado. Por eso, en la nueva Jerusalén, ya no existirán ni catástrofes, ni necesidades, ni mal alguno (porque el “mar”, que lo simboliza, ya no existirá), ni muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas (Ap 21,1.4). Es así, creando un nuevo cielo y una tierra nueva y una nueva Ciudad en la que las relaciones entre los hombres han sido renovadas por el Cordero degollado, como Dios llevará a plenitud la nueva Alianza sellada en la sangre de su Hijo a favor de toda la humanidad.
Por último, el evangelio, que forma parte de los discursos que Jesús dirige a sus discípulos durante la Última Cena, presenta explícitamente el fundamento de este nuevo modo de vivir que surge entre los hombres, y que es, asimismo, el principio que transformará todo el universo: el amor con que Jesús, el Verbo encarnado, nos ha amado. Este amor desvela el ser mismo de Dios y nos impele a amar del mismo modo, porque es en dicho amor en el que hemos sido creados y debemos ser recreados.
La glorificación o exaltación de Jesús (Jn 13,31-32) consiste, precisamente, en el misterio de amor que manifiesta en su pasión y muerte en cruz y que es capaz de introducirle en la gloria celeste como resucitado y ascendido (Cf. Jn 3,14; 8,28; 12,32). Pero antes de su muerte y resurrección, Jesús vive su glorificación en una fuerte tensión escatológica que ilumina una característica propia de la vida cristiana. Jesús habla de su glorificación como una realidad presente y actual en medio de la humanidad: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en Él» (Jn 13,31), y al mismo tiempo como una realidad futura que espera alcanzar: «Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará» (Jn 13,32). De igual modo, el cristiano experimenta en su vida esta tensión, en cuanto ya gusta la unión de amor con Dios en la Iglesia, la “nueva Jerusalén”, al mismo tiempo que espera su pleno cumplimiento.
Otro rasgo de la glorificación de Jesús es la reciprocidad y paridad existente entre el Padre y el Hijo. Tanto el Padre como el Hijo del hombre son glorificados y se glorifican mutuamente, lo que supone la igualdad de los dos, del Padre y del Hijo, ambos glorificantes y ambos glorificados. De esta igualdad también participa el cristiano, porque ha recibido un espíritu de hijo adoptivo que le hace “heredero de Dios y coheredero de Cristo”, llamado a sufrir con Él para ser juntamente con Él glorificado (Cf. Rm 8,14-17).
Esta filiación queda latente en el apelativo cariñoso y lleno de ternura con que Jesús se dirige a sus discípulos cuando les dice: “hijitos” o “hijos míos” (teknía). De este modo, no sólo les manifiesta el corazón amoroso del Padre con quien es uno (Cf. Jn 10,30; 14,7.9), sino también el amor del que rebosan todas sus palabras. Tanto es así que el mismo precepto del amor está presidido por este vocativo: “Hijos míos,… Os doy un mandamiento nuevo…” (Jn 13,33a.34).
El mandamiento del amor al prójimo no es nuevo, ya aparece en el AT (Lv 19,18) y Jesús mismo lo menciona en otros contextos (Mt 22,39). Por otra parte, también los profetas habían anunciado que la nueva Alianza no iba a escribirse en piedras, sino en corazones de carne (Cf. Jr 31,31-34; Ez 36,24-28; 2Cor 3,3-5), pero Jesús habla ahora de una novedad que surge de Él mismo, de su modo de amar, de su propio corazón. Un poco antes ha dado un ejemplo de su amor extremo lavando los pies a sus discípulos, a quienes dijo que tenían que hacer lo mismo entre sí (Jn 13,15), y ahora les da el mandamiento que brota de ese amor del que Él es ejemplo y fuente. La novedad está en amarse recíprocamente como Jesús nos ha amado, con la misma totalidad e infinitud de donación. De hecho, el “como” (kathōs) no establece tan sólo una comparación con el amor que ha tenido Jesús con sus discípulos, sino que indica el fundamento del que brota y sobre el que se apoya el amor pedido y que tendrá que ser expresado en el servicio a los hermanos (Cf. Mc 10,45).
Jesús es, por tanto, la norma y el fundamento del amor cristiano, y amar como Él nos ha amado supera sin medida de comparación alguna a cualquier otro tipo de “amor”. Este modo de amar al prójimo hasta la muerte se convierte para la comunidad cristiana, después de la resurrección y ascensión de Jesús, en el signo de su fidelidad a Él y en el signo por el que los demás no sólo reconocerán la presencia del Señor mismo, sino también a aquellos que son sus verdaderos discípulos (Cf. Jn 13,35).
Es evidente, por tanto, que el amor cristiano no se basa sobre las posibilidades, las fuerzas o los recursos humanos, sino que necesita la ayuda de Dios, su mismo Espíritu. De hecho, antes de la pasión, Jesús dijo a Pedro que donde Él iba todavía no podía seguirle (Jn 13,36), es decir, todavía no era capaz de entrar en la muerte entregándose en manos de los pecadores tan sólo por amor a Dios y al prójimo. Pedro estaba dispuesto a morir defendiendo al Maestro y defendiéndose violentamente, respondiendo al mal con el mal, a la espada con la espada (Cf. Jn 18,10-11), pero todavía no podía dar la vida por el enemigo amándole hasta el extremo porque “no conocía que, unido a su Maestro, ese era el Camino” que conducía a la Vida, a la comunión plena con Dios. Será después del sacrificio de Jesús y de su retorno victorioso de la muerte, cuando Pedro, y los demás discípulos, recibirán el Espíritu Santo y podrán seguir a Jesús por su mismo Camino, amando como Él les había amado (Cf. Jn 20,22; 21,18-22). El mandamiento nuevo del amor es, por tanto, un mandamiento pascual e inseparable de la unión con Jesús, muerto y resucitado, en quien también nosotros hemos creído por medio del anuncio evangélico.
Esta reflexión sobre las lecturas dominicales deja claro que los cristianos, al contemplar la realidad creada y el ajetreo de los hombres, ya no pueden decir como Qohélet que “todo es vanidad” y que “nada nuevo hay bajo el sol” (Qo 1,2.9), puesto que Jesús resucitado es la novedad maravillosa y eterna que, a través del anuncio evangélico, llega a los hombres y actúa en nosotros los creyentes, dando un sentido nuevo a nuestras vidas al hacernos partícipes de su amor, de su perdón y de su Espíritu, el cual nos capacita para amar como Él mismo nos amó, con la novedad de su mismo amor.
Pidamos pues a nuestro Señor Jesucristo que nos haga cada día más conscientes de la novedad del amor y de la vida de unión con Dios que, gracias a su pasión, hemos recibido; pidámosle, asimismo, que nos confirme en la fe y nos fortalezca para permanecer siempre firmes en ella y fieles a Él; que nos llene también de esperanza, de la esperanza que brota del Cielo y que ya gustamos en la Iglesia, como primicias de la “nueva Jerusalén”, para que aguardemos siempre con alegría su retorno glorioso; y, por último, pidámosle que nos haga crecer en su mismo amor, para que en nosotros todos los hombres puedan reconocer su presencia salvadora.