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Luz en mi Camino

29 julio, 2022 / Carmelitas
Decimoctavo Domingo del Tiempo Ordinario

Qo 1,2; 2,21-23

Sl 89(90),3-4.5-6.12-13.14.17

Lc 12,13-21

Col 3,1-5.9-11

En el evangelio de hoy, uno de la gente interviene para pedir a Jesús que dirima una cuestión hereditaria. Se trata, probablemente, del hermano menor que desea tener y administrar independientemente la parte de la herencia que le corresponde. Era habitual recurrir a los rabinos para que resolvieran estas controversias y este hombre confía en Jesús, creyéndole un juez justo y capacitado para discernir e indicar la solución justa a su problema. Pero Jesús, consciente de no tener la misión de actuar como árbitro en esas cuestiones materiales, no acepta la invitación: «¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros». Esta modestia de Jesús es una enseñanza para nosotros: todos tenemos que conocer nuestros límites y responsabilidades y respetarlos, sin pretender dar una solución o resolver los problemas que no nos incumben.

La misión de Jesús es más excelsa, y la cuestión planteada le da ocasión para exhortar a la gente a buscar el Reino de Dios, instruyéndoles sobre la relación que se ha de tener con los bienes materiales: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia». Las herencias son a menudo causa de desavenencias y litigios que muestran hasta qué punto el hombre ansía poseer “algo”, tenga o no mucho valor material. Esta codicia llega a producir, en muchos casos, tales odios y violencias que los vínculos familiares más íntimos se rompen y dan paso a una enemistad que, en muchas ocasiones, se extiende a lo largo de toda la vida. La exhortación de Jesús es una enseñanza fundamental para iluminar la condición humana que tiende a la corrupción y para mostrar el camino que conduce a la Vida a la que el hombre está llamado.

Jesús ilustra su enseñanza con una parábola en la que hace comprender la insignificancia y nimiedad de las cosas materiales y la red mortal en la que pueden convertirse — para quien lo practica —, al alejarle de Dios y introducirle ya aquí en una muerte existencial. Pero esta enseñanza de Jesús no deja de sorprendernos, dado que la situación del hombre rico es el ideal deseado por la mayoría de los hombres. Actualmente es la “imagen utópica” que nuestra sociedad consumista presenta al hombre y hacia la que le lanza incesantemente. La riqueza de este hombre es tal que le va a permitir vivir sin preocuparse de nada. Su único “quebradero de cabeza” es aquel de disponer de espacio suficiente para almacenar todo lo que tiene en exceso y que, según cree, le garantiza su futuro: «¿Qué haré pues no tengo donde reunir mi cosecha?». La solución es rápida y sencilla: «Derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mis bienes». En su horizonte se le presenta así una vida de fábula: preocupaciones y esfuerzos parecen quedar exiliados para siempre, y lo único que prevalece es la propia voluntad y capricho para vivirlos con abundancia y sibaritismo. Una quimera deseada y deseable por casi todos: “comer, beber y darse la buena vida” a lo largo de los años, porque los bienes acumulados son abundantes.

La pregunta que nos plantea la parábola es evidente: “¿Cuál es el ideal de tu vida y en qué estás consumiendo y desgastando tus fuerzas?”. Es posible que todo coincida con un ganar mucho dinero y poder disponer de mucho tiempo libre para vivir relajada y holgadamente, dando satisfacción a todos los placeres que reclame la carne. Tanto es así que hoy se pide a los gobiernos que proporcionen, a la mayor parte posible de la población, ese estado de vida al que, engañosamente, se quiere identificar con una distribución justa de bienes. Ese ideal es el “valor absoluto” y las leyes son orientadas para que sea conseguido. Aunque se esté poniendo una espada de Damocles sobre la cabeza — destruyendo la familia, desorientando el juicio moral al considerar “bueno” al aborto y a todo tipo de permisividad sexual y de manipulación genética, y tildando de “malo” la ayuda al matrimonio ‘tradicional’ y a las familias numerosas, al cuidado de los enfermos y ancianos hasta su último aliento, a la ayuda a las mujeres embarazadas para que puedan dar a luz a sus hijos, a la enseñanza de los valores religiosos,…—, lo único que interesa es que la legislación no ponga impedimento alguno a la consecución de aquel ideal, a todo el resto bien puede uno cerrar los ojos. Se aspira a una sociedad que, en gran medida, se identifica con el rico de la parábola.

Mas al rico la muerte le trastocó de improviso todos los cálculos de placer que, como si fuera “dios y señor” del tiempo y de la vida, había proyectado. Y en ese momento: ¿qué valor tiene todo lo que había acumulado de manera tan cerebral?. Aunque todos sepamos que la muerte puede acaecernos en cualquier momento, no todos la afrontamos del mismo modo. La mayoría intenta “alargar” la vida tratando, a la vez, de no pensar o de pensar lo menos posible en la muerte, y de alejar, en cuanto posible, las emociones y sinsabores dolorosos que produce la muerte de los seres cercanos. Se piensa que la misma muerte es un reclamo a gozar — según el ideal del rico — de esta vida pasajera, vida que hay que “estirar” al máximo y desgastar en todos los placeres habidos y deseados, pues después “¿quién le quitará a uno lo bailado?”. ¡Nadie!, ya que, según se ve en todo el proyecto, Dios y la vida eterna son ignorados totalmente, y el hombre se comprende a sí mismo como un “suspiro en medio del tiempo”.

Jesús enseña, sin embargo, que Dios existe y viene a molestar; que Dios se presenta en la vida planeada por el rico como un Dios perturbador de esa “vida”, porque la juzga necia y, si lo decimos con palabras del Qohelet: “¡Vanidad de vanidades!”. Este Dios que viene a pedir cuentas de “todo lo bailado” no es querido; es un Dios molesto en quien no hay que pensar. Pero Dios corrige a quien ama y en Jesús, “Dios con nosotros”, nos está corrigiendo y amando. El ideal del rico supone vivir como la avestruz que mete su cabeza debajo de la arena pensando que así desaparece el peligro. Las últimas estadísticas hablan de un 70% de personas que, en Europa, se declaran ateas o agnósticas; no quieren saber nada de Dios y prefieren poner un tupido paño en sus pensamientos para no pensar que la desgracia y la muerte forma parte del horizonte de su vida terrena. Esta actitud de “meter la cabeza debajo de la arena” no significa que Dios no existe y que no está emplazando a todos y a cada uno ante su juicio “misericordioso y justo” en el que cada uno va siendo juzgado, ya aquí, según la conducta y responsabilidad que tiene frente a la vida recibida.

Jesús lo deja claro: en esa “vida ideal” del rico también irrumpen Dios y la muerte y esa vida orientada al “comer, beber y a la buena vida sin más” no tiene valor alguno delante de Dios. Esto es: el hombre rico que ha vivido ante los hombres de ese modo, no se ha enriqueciendo en relación con Dios. Cuando Jesús respondió al doctor de la Ley sobre cómo obtener la vida eterna (= la unión con Dios), ya le indicó lo único necesario “amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo” (10,25-37).

El “camino de ensueño” que se propone hacer el rico anula en su persona “la imagen y semejanza de Dios” a la que ha sido creado, por eso es un camino que conduce a la muerte desde el mismo momento en que ha sido planificado: «Necio, esta misma noche te van a exigir la vida». Es un proyecto que introduce en la noche y la oscuridad, que suprime la vida porque aleja de Dios que es su fuente. El que vive para las propias necesidades y exigencias materiales ya está muerto en sí mismo en esta vida, aislado en su propio egoísmo e incapacitado para salir de sí y “luchar”, en la fe y el amor, por la Vida — no abortando, formando una familia con toda la responsabilidad que conlleva de fidelidad y de educación de los hijos, cuidando a los propios ancianos, etc. —.

Los antiguos griegos ponían en la boca del difunto una moneda para pagar la nave que atravesaba el río que les separaba del reino de los muertos; y otros pueblos primitivos ponían alimento junto a la tumba del muerto para que éste no sufriese hambre. Estas costumbres dejan entrever que ninguno lleva consigo al más allá los bienes que posee. Pero como decía S. Juan Crisóstomo, Jesucristo ha iluminado al hombre que la única moneda que tiene valor para entrar en la eternidad es la caridad. Vivir amando “a Dios y al prójimo” es una actitud que no sólo hace bien a los que son amados sino que enriquece internamente al que lo practica, en cuanto va creciendo en “la imagen y semejanza” de Dios, que es Amor. Por eso sólo la vida orientada a amar a Dios y al prójimo es reconocida por Dios y conducida por Él a pleno cumplimiento con el don de la Vida Eterna.

Todo aquel que no quiere poner su vida delante de Dios, se está equivocando y engañando desde el principio, y Dios le define como “¡Necio!”, es decir, falto de toda sabiduría y movido por sus falsas y fútiles ilusiones orientadas a conseguir los bienes presentes. Nadie puede determinar por sí mismo el sentido de la vida auténtica, porque al igual que la existencia le ha sido dada por Dios de igual modo tiene que aceptar que el sentido que Éste le ha dado no es el sibaritismo, ni la comodidad, ni la satisfacción de placeres, sino la caridad a la que todo lo demás tiene que estar supeditado. Para poder vivir en este mundo, el hombre necesita los bienes terrenos, pero no son estos los que le aseguran la vida ni los que le ayudan a alcanzar la plenitud de su persona: esta plenitud la tiene que recibir de Dios y hacia Él tiene que dirigir su vida.

Jesús deja a un lado la disputa sobre la herencia que puede encerrar al hombre en una espiral de egoísmo, de divisiones y de muerte existencial, y enseña las cuestiones fundamentales que iluminan el camino de la Vida y la misma vida humana. Para quien tenga oídos para oír, Jesús deja claro que los bienes materiales son incapaces de asegurar la vida, y que el bienestar no puede ser el ideal al que uno dedica y sacrifica su existencia. Todos tenemos que aprender a ajustar las cuentas con Dios, asumiendo ante Él la responsabilidad de la vida recibida. En este ajuste la única “moneda de cambio” es la caridad, en la que el hombre va creciendo hacia la plenitud en Cristo, en quien Dios le reconoce como hijo y le da a gustar, gratuitamente, la Vida a la que está destinado.

 

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