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Luz en mi Camino

21 julio, 2025 / Carmelitas
Decimoséptimo Domingo del Tiempo Ordinario (C)

Gn 18,20-21.23-32

Sal 137 (138),1-3.6-8

Col 2,12-14

Lc 11,1-13

La primera lectura continúa la narración de la historia de Abraham y sigue al texto proclamado el domingo pasado. Abraham intercede ante Dios a favor de los habitantes de Sodoma y de Gomorra. La cuestión planteada es sumamente importante, dado que se convierte habitualmente en un motivo de escándalo para muchos: ¿Tienen que sufrir los justos junto con los injustos por causa de estos últimos?

     La responsabilidad colectiva está presente a lo largo de toda la Biblia y forma parte relevante de la conciencia de Israel en cuanto pueblo de Dios, por lo que no se trata aquí de que los justos, individualmente, sean liberados de la catástrofe que se avecina, ya que todos, en cuanto pueblo, tienen que sufrir la sentencia divina por los pecados cometidos. Un ejemplo evidente es la derrota de Israel en su primer ataque a la fortaleza de Ay debido al pecado de codicia de Akán que le condujo a violar la ley del anatema (Cf. Jue 7). Lo que realmente le interesa a Abraham en su intercesión es saber si algunos justos podrían obtener el perdón para la multitud de los culpables. Y las respuestas de Dios van revelando el papel salvífico que tienen los santos, los justos, en el mundo.

     Abraham trata con Dios casi en términos mercantiles y le regatea incesantemente, tal y como conviene para hacer un buen negocio. El patriarca, como vemos, desciende progresivamente en la cifra de los justos que tendrían que obtener el perdón y la misericordia de Dios también para los impíos, pero no se atreve a descender por debajo del número de diez justos. Si consideramos (aplicando una lectura canónica) lo que Dios mismo dice a través del profeta Jeremías: «Recorred las calles de Jerusalén, ved e informaos; buscad un varón, uno solo, que obre justicia, que busque fidelidad, y le perdonaré» (Jr 5,1; Cf. Sl 14,1-3; Mi 7,1; Ez 14,12), podríamos sostener que tampoco en Sodoma se encontraba un varón justo que pudiera obtener el perdón de toda la ciudad, habida cuenta de que ni Lot, ni su mujer y dos hijas, eran de aquel lugar (Cf. Gn 13,10-13).

     Abraham se manifiesta en este episodio como intercesor. Su intimidad y confianza con el Señor es tal que, por una parte, Dios le hace partícipe de su intención y de sus ocultos planes respecto a Sodoma, la ciudad pecadora, y, por otra parte, Abraham discute con Dios para ver si es posible cambiar tales planes obteniendo el perdón de toda la ciudad. El regateo del patriarca buscando la misericordia no tendrá éxito, pero ilumina ya las preguntas con la que uno debe dirigirse a Dios y que Dios mismo desea escuchar: ¿No nos perdonarás? ¿No tendrás misericordia de nosotros?

     Pablo, en la lectura de los Colosenses que se proclama hoy, habla sobre el primado de Cristo y los efectos salvíficos que produce el sacramento del bautismo. Hemos sido sepultados con Cristo en su muerte y con Él hemos sido resucitados por Dios (Col 2,12), y el rito del bautismo significa esa realidad: la inmersión en el agua expresa la muerte y la sepultura, mientras que la salida expresa la resurrección. Estos dos momentos son la participación en el único misterio de Jesús que ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación. Por eso el sacramento del bautismo no sólo nos perdona los pecados sino que también nos comunica la misma vida divina del Señor resucitado (Cf. Col 2,13).

     Esta comunicación y participación en la vida divina a través del bautismo reclama la fe: hemos sido resucitados en Cristo por la fe en la potencia de Dios que ha resucitado a Jesús. El documento que llevaba nuestra deuda y nos condenaba ha sido clavado en la cruz y destruido por Cristo. El sistema de la Ley que prohibiendo el pecado conducía a una sentencia de castigo y de muerte para el hombre pecador, ha sido suprimido por Dios por medio de la obra de su Hijo, muerto en la cruz (Cf. Col 2,14). Nuestra salvación ha sido así realizada por el sacrificio de Cristo, el único Justo.

     El texto evangélico, que se emplaza en la sección que narra la subida de Jesús a Jerusalén, propone la enseñanza de Jesús sobre la oración con la formulación del Padrenuestro, la parábola del amigo inoportuno y la afirmación de la eficacia de la oración.

     Lucas señala frecuentemente que el Señor reza (Lc 3,21: bautismo; 9,28-29: transfiguración; 6,46: antes de elegir a los doce; 22,32: antes de su pasión) y el Jesús orante, el Hijo de Dios encarnado, produce en el alma de sus discípulos una profunda e indecible reflexión sobre lo que ha podido hablar con su propio Padre, suscitando en ellos el deseo de unirse a Él para orar del mismo modo (Cf. Lc 11,1). Así lo explicita uno de sus discípulos pidiéndole al Maestro, en nombre de todos (“enséñanos” en vez de “enséñame”), que les enseñe a orar.

     Por medio del Padrenuestro, Jesús ofrece el contenido básico de la oración que debe introducirnos en la intimidad, confianza y filiación con Dios Padre. En Lucas, el Padrenuestro contiene sólo cinco peticiones, a diferencia del de Mateo que presenta siete. Las dos primeras peticiones se refieren exclusivamente a Dios, las otras conciernen a nuestras necesidades más urgentes, y todas ellas tienen que ver con aspectos fundamentales de la vida de fe que los discípulos debemos hacer nuestras personal y comunitariamente: la santificación del Nombre de Dios; la venida de su Reino; el pan cotidiano; el perdón de los pecados; librarnos de la tentación.

     ¿Quién es Dios para nosotros? Dios, nos dice Jesús, es para nosotros Padre, y, por tanto, alguien que tiene con nosotros una relación de cercanía, de interés bondadoso, de amor paterno. A esta relación filial con Dios accedemos gratuitamente siguiendo a su único Hijo, Jesucristo, para dejarnos “bautizar” por Él y recibir, como garantía de nuestra filiación, el don del Espíritu Santo.

     Lo primero que debemos pedir a Dios-Padre es que santifique su Nombre en nosotros. Le pedimos que manifieste plena y definitivamente su Nombre de Dios y Padre, es decir, que revele de modo visible y accesible su ser, de tal modo que pasemos de la fe (expresada en la misma oración) a la visión. Es Dios, por tanto, el que debe obrar de tal modo que podamos reconocerle y confesarle como Dios y Padre.

     También le pedimos a Dios-Padre que desvele su Señorío y el poder real que su mismo Hijo nos anuncia (Cf. Lc 4,43; 8,1; 10,9.11). Le pedimos que, como Señor y Padre, manifieste definitivamente de modo visible y directo su dominio total sobre todas las cosas.

     Junto con todos los que oran (“danos”), le pedimos a Dios-Padre por el pan cotidiano, es decir, le suplicamos que provea por nuestras necesidades básicas: la comida, la bebida, el vestido, la vivienda. Nada debe ser entendido en el término ‘pan’ que sea superfluo, innecesario. Todo lo que fuera de lo necesario se nos dé será añadidura, manifestación de la sobreabundancia de Dios hacia nosotros.

     También le rogamos por la salud espiritual. Dependemos del perdón de los pecados que Dios nos da en su Hijo para poder vivir unidos a Él, puesto que en dicho perdón nos concede su misma Vida, derramando su Espíritu Santo en nuestros corazones. Pero el Espíritu, el perdón de nuestros pecados, no reposará en nosotros si no perdonamos a aquellos que nos ofenden, a aquellos que nos deben algo. El cristiano hace visible el perdón divino, perdonando a los demás.

     Le pedimos asimismo a Dios-Padre que considere nuestra fragilidad y no nos introduzca en la tentación, es decir, que no nos deje caer en el pecado y que, en caso de pecar, no nos deje caídos y separados de Él. Reconocemos, por tanto, que por nosotros mismos no podemos vencer la tentación y el Mal, y le suplicamos humildemente que venga en nuestra ayuda porque queremos vivir unidos a Él. Dios jamás nos induce a la tentación para hacernos pecar y separarnos de Él, aunque sí que puede ponernos a prueba; Dios, sin embargo, siempre prueba de modo recto, con el fin de que manifestar a los ojos de los hombres la justicia y rectitud de vida que Él ya sabe poseemos en nosotros mismos.

     Seguidamente, en la parábola del amigo inoportuno, que es propia de Lucas, Jesús enseña a sus discípulos que la oración es escuchada si se hace con insistente confianza (Cf. Lc 11,5-8). El amigo inoportuno que molesta insistentemente es la imagen de la audacia y de la perseverancia en la oración a la que está vinculada el escuchar divino. El protagonista es el amigo importunado que, incluso con desgana y para no continuar siendo disturbado, concede aquello que se le pide. Tal personaje representa a Dios en el aspecto positivo de la concesión de lo pedido, no en el aspecto negativo de la pereza y de la reluctante disposición a escuchar inicialmente. Por eso Jesús puede argumentar que Dios, a diferencia del amigo importunado, es infinitamente bueno y concede lo que, según su voluntad, le será pedido.

     Así lo deja claro Jesús en la aplicación sucesiva de la parábola (Cf. Lc 11,9-13). Dios escuchará a aquellos que le invocan, pero es necesario que la invocación se haga con fe y perseverancia. La última frase dice cuál es la petición que tenemos que hacer y que será infaliblemente escuchada y otorgada: «¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13). El Espíritu Santo es el don por excelencia de Dios, el don en el que, junto con el propio Hijo, Dios se entrega a sí mismo. Todo Él, en su infinita grandeza no puede darnos más: su Hijo y el Espíritu Santo. Toda la oración litúrgica de la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía y en los sacramentos, es una petición del don del Espíritu Santo, cuya presencia asegura la eficacia de nuestra oración.

     Como vemos en la enseñanza de este domingo, la oración es la formulación de lo que es (y debe ser) la vida; y la vida, a su vez, es (y debe ser) la expresión de la oración. La fuerza, continuidad y confianza de la oración manifiesta nuestra sana y auténtica relación vital con Dios en la fe. Pidamos por eso al Señor, hoy y siempre, la gracia de la oración, de la relación íntima y confiada con Él, para que nuestra vida sea verdaderamente vivida como hijos suyos y podamos dar frutos de vida eterna en medio de todos aquellos con los que vivimos y a los que somos enviados como testigos del Evangelio.

 

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