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Luz en mi Camino

11 marzo, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. 5º Domingo de Cuaresma (B)

Jr 31,31-34

Sl 50(51),3-4.12a.13.14-15

Heb 5,7-9

Jn 12,20-33

    Hoy, al iniciar esta quinta y última semana de Cuaresma, se nos invita a mirar y a penetrar con sinceridad y sin temor a nuestra vida, a la realidad de nuestro corazón y de nuestras relaciones con los demás, y a que reflexionemos seriamente sobre cómo vivimos la Alianza, es decir, la relación de amor misericordioso que Dios ha establecido en su Hijo Jesucristo con todos nosotros.

    Ya en el s. VI a.C., Dios anunciaba por medio del profeta Jeremías, que iba a dar cumplimiento definitivo a aquello que el Éxodo y la alianza sinaítica dejaban entrever pálidamente, mediante el establecimiento futuro de una nueva alianza: «Mirad que llegan días — oráculo del Señor — en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la alianza que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto» (Jr 31,32). YHWH prometía habitar en medio de su pueblo, pasando de la Tienda del Encuentro (Cf. Ex 40,34-35) a morar en los corazones de cada uno de los miembros, pequeños o grandes, de su pueblo, interiorizando en ellos su Ley de amor y el conocimiento de su ser, para reinar en todos los ámbitos de su existencia, es decir, en sus relaciones, en su vida y en su culto; y poder ser así verdaderamente “su Dios” y “ellos su pueblo” (Jr 31,33).

    Esta promesa, cumplida en Jesús, y en Él universalizada, continúa caminando misteriosamente hacia su realización plena en la historia y en toda la humanidad.

    De esta extensión de las promesas divinas a todos los hombres por medio de la fe en Jesucristo, nos habla el Evangelio. Después de que las autoridades judías habían constatado, con reluctancia, que “todo el mundo” seguía a Jesús (Jn 12,19), irrumpen en la escena paganos de lengua griega que expresan su deseo de “verle” (Jn 12,20-22). Este evento, emplazado poco antes de la pasión, deja incoado que la salvación universal estaba a punto de brotar de Jesús crucificado y glorificado. Pero para acceder a Él, estos fieles griegos, simpatizantes del judaísmo, los llamados “temerosos de Dios” en los Hechos de los Apóstoles (Cf. He 10,2; 13,16.26), necesitaban mediadores. Esta mediación se la proporcionan Felipe y Andrés, únicos apóstoles con nombres griegos que, procedentes de Betsaida, conocían probablemente la lengua griega, dado que en dicha ciudad convivían judíos y gentiles. Esta mediación nos ayuda a comprender que todos tenemos necesidad de mediadores para poder “ver” a Jesús y alcanzar en Él la salvación.

    Las palabras que el Señor pronuncia cuando es informado por Andrés y Felipe, no ignoran, como a primera vista parece, el deseo de los griegos, sino que señalan la necesidad que tiene Jesús de morir crucificado (= elevado) para revelar su gloria y hacer que los paganos puedan acceder a la fe mesiánica, es decir, puedan llegar a “ver”, o mejor, a “comprender” quién es Él, la verdad de su Persona divina, y poder entonces gozar de los frutos de la redención. La entrega de su vida manifestará al mundo el amor universal del Padre (Cf. Jn 3,16) y mostrará su entronización como Rey y su exaltación a la derecha de Dios, desde donde atraerá a todos hacia Él (Jn 12,32).

    La pequeña parábola del grano de trigo (Jn 12,24) acentúa, precisamente, la necesidad de morir en conformidad con la voluntad de Dios — como señala el original griego: «en verdad en verdad os digo», y que el texto litúrgico traduce: “os aseguro que” —, para dar fruto. El grano de trigo tiene que caer en tierra y morir, tiene que romperse, desaparecer en cuanto grano para dar vida a algo nuevo que, sin embargo, no dejará de ser una continuidad de su mismo ser.

    Pues bien, esto es lo que tiene que acontecer concretamente en la vida y en las relaciones de aquellos que son discípulos de Jesús (Cf. Jn 12,25): dejar que lo soñado e idealizado en relación con el matrimonio, con los amigos, con el trabajo, con el éxito, con el amor,… “caiga” a tierra a través de las múltiples incomprensiones, sinsabores, sufrimientos y rutinas diarias que, de uno u otro modo, aparecen en nuestra vida. La respuesta existencial a la crisis que todo eso plantea puede ser una respuesta pagana, de gente incrédula que sólo encuentra en ello motivos para desesperarse, o bien una respuesta que trata de conformarse a Jesús y a su enseñanza, de acoger su amor y de perder en todo momento y circunstancia la propia vida por Él y por el Evangelio. Sí, uno puede optar por la murmuración y por minar de quejas cada momento, lamentándose por la “felicidad” idealizada y nunca alcanzada, y dar paso a los rencores, las lágrimas y las malas contestaciones, sin entender, ni ver, ni dejar morir, por tanto, el “grano de trigo” de los “castillos de dicha” imaginados. El fruto de esta conducta es la pretensión de que el otro cambie, así como el pasar a vivir en la soledad y el aislamiento que, en tantos casos, conduce a la separación definitiva o al vivir hipócritamente juntos, en una pantomima que trata de ocultar la amarga y molesta presencia del otro, o la sutil, pero también violenta, manipulación.

    Sin embargo, si, por amor a Cristo y a vivir unido a Él, se acepta que las expectativas, los deseos, los sueños iniciales con que uno había cargado, por pura proyección humana, la relación matrimonial o la amistad o la vida religiosa o el trabajo, etc., vayan “muriendo” para que nazca “algo nuevo” incomparablemente más sólido, real, verdadero y permanente que aquellos ilusos ideales, entonces irá brotando la verdadera vida común fundada en el amor (Cf. Jn 13,35). Sí, basada en el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús y que brilla para siempre en el Crucificado.

    Jesús, sintiéndose turbado, nos enseña además que no es fácil para nada morir a uno mismo y entregar la vida en beneficio del otro; dicho de otro modo, nos enseña que es difícil entregarse a Él para cumplir su voluntad y aprender a amar hasta el extremo, como Él mismo nos ama. Pienso que en esto todos estamos de acuerdo: no es fácil “perder la propia vida”, los propios proyectos, derechos y sueños de felicidad, para que prevalezcan “las palabras, la vida y las promesas” de Jesús en nuestra persona y en nuestras obras. Pero la enseñanza no termina ahí, en saber que “no es fácil” amarnos y amar a Dios de verdad, sino en darnos cuenta cómo responde Jesús. Él no dio prioridad a su turbación, sino a su deseo de conservar la Vida, esto es, su unión de amor con Dios-Padre, de ahí que su voluntad no fuera otra que cumplir en su vida la voluntad del Padre, que no era otra que aquella de amarnos sin medida.

    Por lo tanto, no muere verdaderamente según Cristo aquel que aparentemente lleva una vida de mártir y no deja de acusar al otro, o a los otros, de estar crucificándole y haciéndole sufrir siempre, y a su parecer, injustamente, pero sin que él mismo jamás abandone los sueños de falsa grandeza y de felicidad que le movieron desde el principio. Se trata, más bien, de dejar, por amor a Cristo y a la unión con Él, que lo idealizado sobre el amor, el matrimonio, el trabajo, la amistad, etc., “muera”, para que surja el incomparable y eterno “sueño de Dios”, que es el amor hecho carne en uno mismo, el establecimiento de su Alianza, de su Morada, en el corazón del creyente.

    La “voz del cielo” expresa que el Padre ha escuchado la oración de Jesús (Jn 12,28). Se trata de una teofanía, como indican también el “trueno” (Cf. Ex 19,16) y el “ángel” (Cf. Gn 21,17) aludidos por los presentes (Jn 12,29). Y Jesús explica que dicha “voz” expresa la necesidad que tienen todos los hombres de acoger su revelación para no quedar excluidos de la salvación (12,30). El momento decisivo del juicio de Dios ha llegado y no se trata de una sentencia condenatoria, sino de la eliminación “del Príncipe de este mundo” (Jn 12,31), del Maligno, de aquel que controla el ámbito de la incredulidad, del odio y de la violencia humana que conducen a la muerte y a la separación de Dios. El juicio se realiza en la actitud y elección que las personas asumen frente a Jesús, crucificado y exaltado a la derecha del Padre, y centro de atracción de toda la humanidad (Jn 12,32).

    La Iglesia, y todos y cada uno de sus miembros, es intermediaria del único Intermediario entre Dios y los hombres: Jesús. Por eso todos nosotros estamos llamados a conducir a los hombres hasta Jesús: al enfermo, al indigente, al incrédulo, al dudoso, al hermano, al ser querido, al enemigo que nos odia, al adolescente que busca ayuda y el sentido de su persona y de su vida, al anciano que se abate en el mar de la soledad y de la proximidad de su muerte,… Servir a Jesús reclama al siervo-discípulo la entrega plena de su ser y el tiempo completo de su existencia, en todo aquello que hace y vive. La Nueva Alianza nos reclama ser pueblo de Dios existencialmente, porque la “Ley de Dios”, su amor, ha sido inscrita en nuestros corazones de creyentes por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Cf. Rm 5,5) y que nos ha arrancado del poder de Satanás. Y esta Ley de Amor nos pide ganar la vida del otro amándole, ayudándole en sus necesidades, compartiendo su cruz en su camino hacia el encuentro con Jesús, en su camino hacia el Cielo, “ideal” verdadero que juntos ya compartimos y hacia el que juntos anhelantes caminamos.

 

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