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Luz en mi Camino

3 junio, 2023 / Carmelitas
Solemnidad de la Santísima Trinidad

Ex 34,4b-6.8-9

Sl: Dn 3,52-56

2Cor 13,11-13

Jn 3,16-18

Todas las lecturas que se proclaman en esta solemnidad de la Santísima Trinidad, llaman la atención sobre el aspecto del amor que es propio de Dios. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es un solo y único Dios porque es Amor. Y este misterio de amor, que sostiene la creación, ya penetra y se hace presente de manera extraordinaria en la existencia de todos los cristianos, como una semilla que germina y crece hacia la unión plena con el Dios del amor que la ha sembrado.

En las Sagradas Escrituras, Dios no es presentado ni revelado como un ser impasible y alejado del hombre, sino como un Dios vivo y apasionado, que se hace accesible y comprensible al ser humano de mil modos diversos, acomodándose siempre a su capacidad y circunstancias.

Como ya constata la primera lectura, después de que Israel ha cometido el grave pecado de adorar al “becerro de oro”, Dios no se revela a Moisés como un juez inapelable que condena a su pueblo pecador y le destruye, sino como el «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34,6), es decir que, en el mismo momento en que el pueblo ha pecado, Dios manifiesta de manera profunda, sorprendente y gratuita, su amor misericordioso, con el fin de vencer, cubrir y eliminar, con su compasión y fidelidad, el pecado de su pueblo.

Ahora bien, la más admirable y maravillosa revelación de las entrañas misericordiosas de Dios hacia el hombre, ha tenido lugar en la encarnación, vida, pasión y resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios. Jesús, como dirá el sacerdote Zacarías en el Benedictus, es el amor de Dios hecho visible y hecho Luz para los hombres: «por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, nos visitará una Luz de la altura» (Lc 1,78). Y así lo confirma Jesús en el evangelio hodierno cuando dice que «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). Es evidente, por tanto, que la “Luz de la altura”, Jesús, el Hijo único, es la prueba de que Dios es amor y ama al mundo con todo su ser.

En su Hijo, Dios-Padre se da totalmente al hombre. Y el Hijo es, a su vez y en sí mismo, un “don” total para el hombre en su encarnación, en su enseñanza, en sus obras, en el perdón de los pecados, en la verdad divina que encarna e ilumina nuestra existencia, y en el dar su vida por nosotros como respuesta fiel al amor del Padre. De hecho, es en la cruz donde Dios-Padre “nos da” plenamente a su Hijo, y donde el Hijo “se da” totalmente como ofrenda al amor del Padre, ofreciéndose a sí mismo por nosotros. Y es en la cruz donde nos ofrece la posibilidad de participar en la vida eterna al entregarnos el don del Espíritu Santo.

Dios revela su Amor y Luz frente al pecado y a la oscuridad de la humanidad. Es suficiente contemplar el viciado panorama político y social del mundo, el ajetreo de los pueblos, las guerras y miserias que consumen a la mayor parte de la humanidad, para que nos demos cuenta de la maldad y del pecado que el hombre genera contra sí mismo y contra Dios. Todos somos pecadores y Dios podría juzgarnos, castigarnos por nuestros pecados y destruir en un instante tanto el mal como al hombre. Pero en vez de obrar así, es paciente y misericordioso, ama al mundo a pesar de su pecado, a pesar de que los hombres le desprecian y prefieren postrarse continuamente ante la vaciedad y vanidad de los ídolos del oro o del poder o de la pasión, y continúa anunciándonos que nos ha enviado aquello que para Él es lo más precioso y valioso: su Hijo unigénito. Es más, el Padre lo “ha dado” al mundo, para que la humanidad cargue y descargue sobre su Hijo todos los pecados, todo aquello que le separa y le hace dudar de su amor, y pueda ser así salvada, por su medio, de la muerte eterna.

Los cristianos somos testigos de que los pecadores que creen en Jesús obtienen el perdón y la fuerza para entrar en el camino del discipulado que les va alejando del mal e introduciéndoles en el Reino del amor de Dios, pues “el que cree en Jesús, el Hijo, no es juzgado”. Pero también somos testigos de que «el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios» (Jn 3,18), ya que aquel que no cree rechaza libremente la salvación que el Padre le ofrece gratuitamente en su Hijo, y, no existiendo otro “Nombre” ni otro camino de salvación, ni en este mundo ni el otro, se condena a sí mismo a la muerte, porque sólo unido a Dios, que es la Vida, podrá vivir eternamente.

El mismo amor de Dios nos sitúa, de este modo, ante dos polos opuestos. Por un lado, Dios-Padre sacrifica a su Hijo en la cruz para mostrarnos hasta qué punto nos ama y nos quiere salvar; pero por otro lado, y ante esta verdad, se presenta la amenaza profética (no colérica o vengativa) de una condenación para quien rechaza el don del amor de Dios.

Hoy no nos gusta escuchar estas palabras que nos llaman a responder con seriedad y responsabilidad al Evangelio. Se prefiere oír palabras ambiguas y agradables al oído que concuerden con aquello que deseamos sentir, aunque no sean verdaderas. Los medios de comunicación, en su mayoría, promueven pensamientos débiles e insulsos que conducen a optar, consciente o inconscientemente, por una “religiosidad débil” y fácilmente manipulable. Es difícil encontrar personas, creyentes o ateas, que tomen decisiones vitales “radicales”, es decir, decisiones enraizadas en los valores más nobles y auténticos de la persona, y perseveren en ellos a lo largo de su vida. Lo que hoy se aplaude es que todo, también la misma existencia, sea “política y religiosamente correcta”, o mejor, “completamente frívola y carente de fundamento moral alguno”. Encontramos, por eso, de todo en nuestro entorno: hay quien declara que “cree creer”, o quien asegura creer y ser un piadoso cristiano pero “sin la Iglesia” (¡y se queda tan contento!, no obstante su ignorancia). Incluso el ateo aprecia el evangelio, tiene su opinión acerca de cómo debe ser la Iglesia, y siente admiración por Jesús a quien tiene por un “gran personaje, profeta y revolucionario”. Mas en esto y a través de todo esto, lo que se nos presenta es un Jesús, un Evangelio y una Iglesia hechos “a la carta”, a “la imagen y semejanza” que conviene a cada uno.

Pues bien, en medio de este panorama, la proclamación de la fe en el Dios trino y uno que nos ama sin medida y gratuitamente, resuena, queramos o no, en “mentes vacías” y en espíritus y voluntades embotadas y anestesiadas por el ambiente cultural y sociopolítico circundante. Ya en el s. iv, S. Agustín afirmaba que «una fe que no es pensada, no es fe (fides si non cogitatur, nulla est)» (La predestinación de los santos, 5). Y es que aunque podemos pensar sin creer, es imposible creer sin pensar, porque la fe no puede prescindir de la razón. El “pensamiento frágil y vulnerable” de nuestra sociedad, que se manifiesta en el modo “insulso” de vivir y en el establecimiento de leyes que van contra la misma dignidad humana y contra la misma vida del hombre, tiene su raíz en que el hombre es conducido a mirar siempre fuera de sí, al exterior de sí mismo, a no conocer su alma, a vivir “sin alma”, y de ese modo el alma y la vida espiritual se fraguan a “imagen y semejanza” de las cosas, no de Dios, del Dios trino y uno. Por eso ante los avances tecnológicos y ante los excesos que de todo tipo irrumpen en nuestra vida, la mente no logra discernir el bien del mal, lo que la edifica de lo que la destruye, y termina aceptando todo con un “relativismo” y “pasotismo” cada vez más absolutos.

Y no obstante todo esto, el misterio de Dios que hoy celebramos tiene que ser predicado en toda su realidad y con toda su seriedad, porque sólo este misterio, en el que vivimos, nos movemos y existimos, hará pasar al hombre de hoy de un “pensamiento y fe endebles” a un pensamiento y vida iluminados con la luz de la Verdad, y a una fe firmemente fundamentada en el Dios misericordioso y encarnada concretamente en la existencia.

Dios ha manifestado que es amor. Por eso quienquiera que crea en Él es liberado del pecado y obtiene la vida eterna, la vida de comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios-Padre es el origen del amor, del amor que nos llega a través de su Hijo, quien nos entrega su mismo Espíritu. Pues el Hijo, al igual que el Padre, no se guarda nada para sí mismo, sino que es “gracia” plena, esto es, amor generoso hasta el extremo, amor que no pide otra cosa a cambio que aquella de responder con el mismo amor recibido (Jn 13,34). Y no podría ser de otro modo, ya que el Espíritu Santo nos impulsa y nos reúne a todos en el amor misericordioso y gratuito de Dios, en el amor que nos ayuda y fortalece para superar todas las dificultades que encontramos, y para progresar constantemente en la unión con Jesús y con el Padre.

La vocación cristiana consiste en acoger el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado en el bautismo (Rm 5,5). Pidamos hoy al Señor que ilumine nuestra mente para que podamos comprender este gran misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu unidos en un solo amor, y para que dicho misterio sea el fundamento de toda nuestra vida y podamos vivir cada vez más plena y perfectamente como hijos de Dios en el único Hijo, cuyo Espíritu ya reposa en nuestros corazones.

 

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