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Luz en mi Camino

4 enero, 2021 / Carmelitas
Luz en mi camino. Epifanía del Señor

Is 60,1-6

Sl 71(72),1-2.7-8.10-13

Ef 3,2-3a.5-6

Mt 2,1-12

    Hoy la Iglesia celebra la manifestación (en griego: ἐπιφάνεια, epifáneia) a todos los pueblos de la divinidad, realeza y sacerdocio de Jesús, el Emmanuel. Hasta la Encarnación del Hijo de Dios, toda la humanidad estaba dividida en dos bloques irreconciliables: judíos y paganos; pero en Jesús el muro de odio que les separaba ha sido quebrantado y ambos pueblos han quedado unidos en un único pueblo santo que conoce y confiesa que aquel Niño nacido en Belén es el Hijo unigénito del único Dios, el Rey de todos los hombres y el Sumo Sacerdote-víctima que les hermana y aúna en una perfecta comunión de vida con Dios-Padre. Por eso todos los pueblos, representados en los Magos venidos del Oriente, están llamados a buscarle, servirle y adorarle.

    Cuando uno sigue una conducta equivocada, se dice habitualmente que esa persona se ha desorientado y se insiste en la necesidad de ayudarla a encontrar de nuevo el “oriente”, el camino justo. Este modo común de pensar y de expresarse metafóricamente da a entender, por tanto, que la persona que vive de modo sensato y cabal, “camina orientada”, como si se dirigiese “hacia el lugar por donde sale el sol”. Pero si nos atenemos a esta concepción, el inicio del evangelio proclamado podría hacernos pensar que los Magos han errado el camino, dado que ellos no “van hacia el oriente” sino que provienen de allí (Mt 2,1) y se dirigen, por el contrario, hacia el “occidente”. Sin embargo, es así como el evangelista, de manera sutil, sabia y sencilla a la vez, señala que a partir de ahora existe un nuevo y definitivo punto de orientación, un nueva “Luz de lo Alto” (Cf. Lc 1,78) que ya no se encuentra en el firmamento, ni se identifica con el gran lucero celeste que alumbra el día, puesto que el nuevo Sol naciente ha tomado forma de hombre y se ha encarnado y hecho camino en la historia humana. Jesucristo es la Luz anunciada por el profeta Isaías: «caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60,3), una Luz de tal magnitud y calidad que, comparado a ella, todo el resto de la tierra yace y habita en la más profunda oscuridad: «Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos» (Is 60,2).

    Por otra parte, también hay que precisar que nada tienen que ver los Magos venidos del Oriente con los “magos” que, de toda índole (nigromantes, cartománticos, adivinos, etc.), abundan por doquier en nuestros días y reactualizan, en sus mil y una formas, el ocultismo, un término que ya expresa en sí mismo la oscuridad y las tinieblas en las que tales agentes se mueven. A diferencia de éstos, los Magos del evangelio eran hombres de ciencia dedicados al estudio de los astros y consagrados a la contemplación de la grandiosa obra de la creación, buscadores incansables de su Artífice y, en consecuencia, de la razón y verdad profunda de la misma vida. Por consiguiente estos Magos se mueven con un corazón y una mente rectas que buscan la verdad y, en cuanto provienen de las tierras en las que prevalece la idolatría porque YHWH, el único y verdadero Dios, todavía no es conocido y adorado en ellas, parecen asumir también para Mateo un valor simbólico y representar a los reyes paganos (Cf. Sl 72,10; Is 49,23), considerados representantes de aquella búsqueda positiva y sincera de Dios que, de muchos modos, está latente en los pueblos y naciones de todo el orbe.

    Por lo tanto, es evidente la diferencia entre los Magos venidos de Oriente y los magos esotéricos que propagan el ocultismo. Estos últimos no buscan la verdad y se gozan en manipular la voluntad de la persona y en tratar de aniquilar su libertad, con el fin de introducirla en la lóbrega esclavitud de la superstición y poder someterla más fácilmente a sus intereses egoístas y perversas intenciones, que van desde hacerse con todas sus posesiones hasta enviciarla en pasiones contrarias a la misma naturaleza.

    Los Magos de Oriente están en las antípodas de esa perversa actitud. A ellos no les mueve, ni mucho menos, la codicia, sino la fe, la humildad y la generosidad, dado que, en cuanto vieron salir la “estrella” de Jacob (Cf. Nm 24,17), signo del rey davídico prometido y esperado por Israel, no dudaron en dejar sus tierras, casas y parentela, para ir en su búsqueda. Y en su peregrinar van a mostrar el camino que conduce a la luz, a la auténtica libertad y a la vida encarnada en el Niño-Dios nacido en Belén.

    Efectivamente, convertidos en peregrinos que buscaban al Rey de los judíos, los Magos, que a través de la contemplación del universo creado se habían acercado al verdadero Dios (Cf. Rm 1,19-20) y habían comprendido y creído (“habían visto”: Mt 2,2) que aquel signo luminoso de la creación, concretizado en “la estrella”, apuntaba al nacimiento del nuevo Rey, llegaron a Jerusalén. Estaban seguros de que allí, en la Ciudad Santa, tenían que saber el lugar exacto dónde podían encontrar y adorar al Rey que acababa de nacer. Pero su interés por encontrar la verdad y su docilidad a la inspiración divina, no encontraron una respuesta semejante entre los poderes políticos y religiosos del pueblo israelita, aunque eran herederos de la historia de las promesas y poseían el secreto mesiánico encerrado y revelado en las Escrituras. Es más, lejos de causar alegría, la noticia anunciada por los Magos provocó un enorme sobresalto que, comenzando por el rey Herodes, se extendió, como un sendero de pólvora, a toda la Ciudad (Mt 2,3). Y quizá no era para menos, puesto que: ¿Acaso no era Herodes el rey de los judíos?; y si era así, entonces ¿por qué buscaban otro “rey”? Su búsqueda, sin embargo, no resultó infructuosa, ya que el encuentro con el Rey de los judíos pasaba necesariamente por conocer la revelación profética del proyecto divino transmitido en las Escrituras, donde Dios ya había revelado, a través del profeta Miqueas, que el Mesías tenía que nacer en la ciudad de David, en Belén de Judea (Mi 5,1).

    El testimonio de los Magos y de las Escrituras reclamaba a Herodes, a los sumos sacerdotes y escribas, y a toda la ciudad de Jerusalén, la respuesta de la fe, pero no fue así. Las autoridades religiosas rechazaron a este Mesías, y Herodes, que estaba obsesionado con los complots que incluso sus propios familiares podían tramar contra él, no dudó en considerar este anuncio de los Magos como parte de una nueva intriga contra su poder (Mt 2,7.12.16). De esta manera ya queda anticipado el futuro proceso que sufrirá Jesús, cuando, acusado de proclamarse “rey de los judíos”, será rechazado y condenado a muerte por los líderes judíos (Cf. Mt 26,3.57) en Jerusalén, la Ciudad que persigue a los profetas y es enemiga del Mesías (Cf. Mt 23,37).

    Los Magos, sin embargo, sí que aceptaron la profecía divina transmitida en las Escrituras y prosiguieron su peregrinación hacia Belén. Su adhesión a la Palabra de Dios se vio confirmada por la reaparición de la “estrella”, que volvió a precederlos y a confirmarles en su camino, hasta detenerse encima del lugar donde estaba el Niño (Mt 2,9). Y es ahora cuando se desvela que la causa que les impulsó desde el principio a convertirse en peregrinos, a emprender el viaje de búsqueda hacia el encuentro del Rey de los judíos, no fue otra que la inmensa alegría que siempre sintieron al “ver la estrella” (Mt 2,2.10). Una alegría que no era invención del ingenio humano sino que provenía de la “estrella”, esto es, del signo misterioso latente en la creación que les había llevado a la fe en el Dios creador que actúa en la historia y, de modo particular, en la historia de Israel; una fe confirmada e iluminada seguidamente por las Escrituras hebreas y que contenía en sí, como auténtico y real objeto al que adherirse, al Niño-Rey que iba a “salvar a toda la humanidad de la esclavitud del mal, del pecado y de la muerte” (Cf. Mt 1,21; 28,18-20).

    Y ante el Rey, anunciado por el firmamento celeste y “escondido” en la pequeñez de aquel Niño necesitado de los atentos y amorosos cuidados de su madre, los Magos “se postraron y le adoraron» (Mt 2,11). Ellos aceptaron libremente y comprendieron, por su fe, que aquel Pequeñín que tenían ante sus ojos, para nada asombroso en su aspecto humano, era, no obstante, signo y realidad del Otro, del Invisible, del “Dios con nosotros”.

    La gran alegría que, en su fe, recibían de lo Alto, los guió hasta la adoración. A una adoración que expresaron en el culto y en los dones de oro, incienso y mirra que ofrecieron al Niño (Cf. Is 60,6; Sl 72,10-11). Estos dones, que evocan la profecía de la invasión pacífica de la Jerusalén mesiánica por parte de los habitantes de Madián, Efá y Sabá, y la venida de los reyes de Tarsis, de las islas y de Seba (Cf. Is 60,6; Sl 72,10-11), expresan simbólicamente el reconocimiento de que aquel Niño es el Rey esperado (= oro), el “Dios con nosotros” (= incienso) y el verdadero Sacerdote-Víctima (= mirra) que eleva hasta el cielo la humanidad y la introduce en la comunión perfecta con Dios-Padre.

    En este relato de los Magos queda anticipada la manifestación del “misterio” escondido desde siglos del que habla Pablo en la segunda lectura, esto es, que por medio del evangelio los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa de salvación en Jesucristo (Ef 3,5-6). Y así lo desvelará Jesús cuando, después de haber llevado a cabo sobre sus hombros el rescate de todos los hombres, ordenará a sus discípulos que lleven a todos los pueblos la inmensa alegría del Evangelio: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Cf. Mt 28,18-20).

    Todos nosotros celebramos hoy la inmensa alegría de haber recibido la participación en las promesas divinas por medio de la fe en el Evangelio, y a todos nosotros Jesús mismo, nuestro Señor, Rey y Sumo Sacerdote, nos renueva la exhortación a seguir anunciando y extendiendo a todos los hombres la Buena Noticia de la salvación.

 

 

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