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Luz en mi Camino

8 abril, 2021 / Carmelitas
Luz en mi camino. Segundo domingo de Pascua (B)

He 4,32-35

Sl 117(118),2-4.16ab-18.22-24

1Jn 5,1-6

Jn 20,19-31

    El ser humano, “hecho de tierra”, está ligado a las realidades visibles y materiales, pero teniendo un alma espiritual desea y ansía entrar también en contacto con las realidades invisibles y espirituales. A éstas accede el cristiano a través de la liturgia, por medio de los signos y símbolos sacramentales que ve y toca. Tenemos que comprender que una fe desencarnada de la realidad terrena e histórica es imposible, al igual que lo es el querer verificar las realidades espirituales con los sentidos y parámetros físicos. Ahora bien, aunque Jesús resucitado escapa a las comprobaciones científicas y a la dimensión material que nuestros ojos y manos pueden ver y palpar, se nos revela y hace accesible a través de signos concretos que manifiestan su presencia y aquella de las realidades celestiales en las que, por gracia, creemos y esperamos.

    La primera lectura de los Hechos anuncia, por ejemplo, que en el mundo ha aparecido una nueva comunidad, enraizada y fundamentada en la novedad absoluta y eterna que es Jesucristo resucitado. Esta novedad es la que anuncian los apóstoles, que «daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor» (He 4,33), y la fuente de la que brotan una serie de rasgos que caracterizan toda fraternidad cristiana auténtica, como es el que los primeros y más grandes sean aquellos que toman el último puesto y sirven por amor a los demás, y el que los ricos se hagan pobres por Cristo, y el que todos los miembros se ayuden entre sí para que a ninguno le falte lo necesario para vivir, y el que ganen a sus enemigos amándolos con el mismo amor con que todos se saben amados por Dios en su Hijo Jesucristo. Por eso la comunidad cristiana se convierte para la humanidad en un signo inequívoco de que Jesús está resucitado y vive en medio de ella, y de que su Espíritu, derramado sobre los creyentes, obra con potencia en medio del mundo.

    La segunda lectura insiste sobre una señal que, latente en la lectura de los Hechos, apela inapelablemente a las realidades celestes. Se trata del modo como se aman entre sí aquellos que, creyendo que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios, han nacido de Dios (1Jn 5,1a). La nueva vida en Dios supone amar a Dios y recibir de Él el principio del nuevo ser, es decir, el Espíritu Santo, que es el que conduce a amar a aquellos que han nacido de Dios (1Jn 5,1b), sin hacer distinción de raza, cultura, nación, sexo o ambiente religioso en el que previamente pudieron haber nacido y crecido. Este nacimiento a la vida nueva se expresa a través de dos signos vitales: “el agua y la sangre” (1Jn 5,6), a través de los cuales se significa la recepción de la vida misma de Jesús. En efecto, su “aliento de vida” (Cf. Jn 20,22), su Espíritu donado ya desde la cruz (Cf. Jn 19,30), continúa siendo derramado en el creyente a través de los sacramentos del bautismo (agua) y de la Eucaristía (sangre), y así el cristiano accede al amor inmenso de Dios y es fortalecido y capacitado para extender y hacer visible dicho amor amando a todos sus hermanos.

    El Evangelio de Juan, escrito a finales del s. i, se dirige a cristianos de la tercera generación que, al igual que muchos de nosotros, se preguntaban por las razones y fundamentos de su fe, por los motivos por los que Jesús resucitado ya no se aparecía más y ya no era posible ni verle, ni tocarle, ni tener una experiencia sensible de Él. Para ellos, como para nosotros, Tomas se convirtió en símbolo de la dificultad que todo discípulo encuentra hasta llegar a la fe.

    La resurrección de Jesús y, junto con ella, la transformación de su cuerpo mortal en un cuerpo glorioso y su “paso” definitivo al Padre, queda testimoniado en la dificultad que tiene María Magdalena para reconocer a Jesús en un primer momento (Jn 20,15) y el que a continuación se hiciera presente en medio de los discípulos sin necesidad de abrir las puertas del lugar en el que estaban encerrados (Jn 20,19). Por este motivo, el don del Espíritu (Cf. Jn 20,22) reclama a la fe de los apóstoles, pues éstos, antes de llegar a ser testigos de Jesús, el Mesías y el Hijo de Dios, tienen que creer que el Resucitado es uno y el mismo con el Crucificado. Por eso Jesús resucitado, al hacerse visible a los discípulos y darles “su paz”, les muestra inmediatamente “las manos y el costado” (Jn 20,20), es decir, los signos de su crucifixión, ya que sólo esa identidad personal hará posible que los apóstoles rebosen de alegría y reciban la paz y el Espíritu. Dicho de otro modo, si los discípulos no hubieran visto realmente con sus ojos físicos esos signos en aquel que se presentaba en medio de ellos, tampoco habrían creído que el Crucificado resucitó, ni que el Resucitado fuera el mismo que Aquel que murió clavado en la cruz y al que, con una fe prepascual, habían seguido y reconocido como su Maestro y Señor (Cf. Jn 13,13-14).

    Ahora bien, no es la fe de los discípulos la que reclama la visión, sino la Palabra del Resucitado y su presencia visible las que suscitan definitivamente en ellos la fe auténtica y madura en su Persona, tal y como lo evidenciará ejemplarmente el apóstol Tomás. El “ver” a Jesús resucitado, que conlleva también un reconocerle y comprenderle, reclamaba a los apóstoles la fe porque su cuerpo glorioso, espiritual, fuerte e incorruptible ya no se adecuaba a las dimensiones espacio-temporales en las que ellos se encontraban. Sin embargo, también es cierto que fue la visión del Resucitado, iluminada con sus palabras y gestos, la que les condujo a la fe plena, esto es, a reconocerle como Jesús el Nazareno, el Crucificado, su Maestro, Mesías y Señor. Por tanto, además de la experiencia y visión sensible, era esencial para los discípulos la “visión de fe” para que pudieran llegar a proclamar: «¡Hemos visto al Señor!» (Jn 20,25).

    La aparición a Tomás (Jn 20,26-29) subraya precisamente la continuidad entre el Jesús terreno y Aquel de la fe; una continuidad que ya se constata en las heridas mostradas por el Resucitado (Jn 20,20). Tomás, junto con los demás apóstoles, había sido testigo de la resucitación de Lázaro, por lo que podríamos suponer que tenía que haber creído a sus compañeros cuando le anunciaban su experiencia pascual, pero el problema estaba en que la resurrección de Jesús era de otro orden y esto le hacía desconfiar. Ya no se trataba de la reanimación de un cadáver que volvía a la vida natural que todos conocían y conocemos, sino que se trataba de la resurrección de un cuerpo crucificado, muerto y sepultado, que había pasado definitivamente de este mundo al ámbito divino y que ahora se había hecho visible a los discípulos.

    Esta exigencia de Tomás de ver a Jesús resucitado y de meter su dedo y su mano en sus llagas para creer, tiene un valor inestimable para afirmar y corroborar que la resurrección de Jesús es verdad y no una invención de los otros apóstoles. Tomás quiere tener una experiencia física del Resucitado, pero ésta, como se constatará ocho días después, le reclamará también la fe. Cuando Jesús vuelve a presentarse en medio de los discípulos, invitará a Tomás a que verifique sus pretensiones, surgidas en un corazón incrédulo. Jesús desvela así que conoce los secretos de los corazones y que todo está patente ante Él, como lo está para Dios. Y Tomás, viendo a Jesús, escuchando su saludo de paz y el conocimiento que tiene de sus exigencias, lo acoge en la fe: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Tomás reconoce a Jesús crucificado y resucitado como Dios verdadero, y confiesa que su humanidad ha entrado plenamente en el “santo de los santos”, en el Cielo, en el seno del Padre.

    Jesús no reprende a Tomás, pero le invita a creer, a pasar definitivamente de la incredulidad a la fe (Jn 20,27). La experiencia sensible de Jesús resucitado era esencial, absolutamente necesaria para los primeros testigos de la fe, pues tenían que tener la certeza de que el mismo Jesús que había muerto crucificado, estaba verdaderamente resucitado. Esta experiencia de las apariciones era indispensable para el futuro de la Iglesia, cuya fe se fundamenta en el testimonio de los primeros testigos, quienes, a su vez, basan su testimonio en la visión sensible y de fe que tuvieron de Jesús resucitado.

    Existe, por lo tanto, una relación estrecha entre el “ver” y el “creer”, pero esto que es fundamental en la experiencia histórica de los apóstoles, es irrepetible. Fue algo único para los apóstoles el que pudieran escuchar, ver con sus ojos y tocar con sus manos al Verbo de la vida (1Jn 1,1; Cf. Mt 13,16-17). En el tiempo de la Iglesia es necesaria la adhesión de fe al Evangelio, prescindiendo de la visión y apoyándose únicamente en el testimonio apostólico, pero participando de la bienaventuranza que proclama “dichoso al que cree sin haber visto” (Jn 20,29).

    Ahora bien, aunque la visión histórica de Jesús cesó para siempre, es posible experimentar su presencia espiritual en la Iglesia a través de la fe, suscitada y profundizada por la acción del Espíritu Santo que Jesús infunde en la comunidad mesiánica fundada por Él. El evangelio hodierno nos enseña asimismo dónde resuena la Palabra de Jesús, el Crucificado y el Resucitado, y dónde es posible revivir la experiencia de los apóstoles.

    Las apariciones de Jesús tienen lugar el primer día de la semana, cuando los apóstoles se encontraban reunidos. El Día del Señor, el domingo, continúa siendo el día en que los cristianos se reúnen para celebrar la Eucaristía, origen y culminación de la oración y de la vida cristiana. En la asamblea litúrgica, el Resucitado hace acto de presencia y, por boca del presbítero, vuelve a saludar y a desear la paz a todos los reunidos: “¡La paz del Señor Resucitado está con vosotros!”. Jesús se manifiesta vivo en medio de la comunidad, por eso Tomás, que no estaba la primera vez con los otros discípulos, no tuvo experiencia del Resucitado (Jn 20,24-25), ni pudo escuchar su saludo de paz, ni acoger su Palabra de perdón (Jn 20,19.23), ni experimentar la alegría (Jn 20,20), ni recibir el Espíritu (Jn 20,22). El testimonio evangélico deja claro que la celebración de la Eucaristía dominical es esencial para encontrarse con el Resucitado y, por consiguiente, para la vida cristiana. Por tanto, aquel que habitualmente permanece alejado de la comunidad y no acude a la Eucaristía, por estar ocupado en sus cosas, o en su comodidad y “bienestar”, o en procurarse eso que comúnmente se denomina “la buena vida”, incluso aunque rece individualmente, podrá tener una experiencia de Dios, pero no de la presencia viva del Resucitado, porque Éste se hace presente allí donde la comunidad está reunida en su Nombre.

    También el Evangelio, escrito y proclamado para suscitar y confirmar la fe de los lectores y oyentes en la mesianidad y divinidad de Jesús (Jn 20,30-31), se convierte en signo y testimonio del Resucitado. En el Evangelio resuena la voz de Jesús, el Buen Pastor que ha dado la vida por sus ovejas, de tal modo que éstas, sin necesidad de apariciones, “escuchan y conocen su voz y le siguen” (Jn 10,4-5.27), guardando, meditando, comprendiendo y poniendo por obra sus palabras.

    En conclusión podemos decir que aquellos que no hemos visto a Jesús resucitado pero creemos en Él, no estamos en desventaja respecto a los apóstoles que gozaron de la experiencia única y singular de sus apariciones, pues al igual que ellos también podemos experimentar, en el mismo Espíritu, la alegría, la paz, el perdón y la bienaventuranza que Dios nos ofrece en su Hijo amado, el que murió y resucitó para nuestra salvación.

 

 

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