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Luz en mi Camino

4 febrero, 2023 / Carmelitas
Quinto domingo del Tiempo Ordinario

Is 58,7-10

Sl 111(112),4-9

Mt 5,13-16

1Cor 2,1-5

La enseñanza de Jesús no son simples conceptos o hermosos y profundos pensamientos, o preceptos y normas sin más, sino vida. Es la expresión de su mismo ser y del querer de Dios para el hombre, así como la formulación de su mismo Camino hacia el Padre, en el que el discípulo debe ir caminando y, de ese modo, convirtiéndose. La enseñanza de Jesús está inseparablemente unida a su vida, por eso quienquiera seguirle tendrá que participar también del mismo destino de su Maestro. Así lo anunciaba la última bienaventuranza proclamada la semana pasada, indicando que los discípulos también participarán a su modo en la pasión de Jesús, al ser injuriados, perseguidos y difamados por su causa (Mt 5,11).

Siguiendo a Jesús, los discípulos van a ser transformados e irán mostrando que Dios ocupa el primer lugar en su vida — al ir adquiriendo un espíritu de pobreza, hambre y sed de justicia, un corazón puro, y ser perseguidos por causa de la justicia ––, y que aman al prójimo con el mismo Amor con que se sienten amados –– al mostrarse compasivos, mansos, misericordiosos, y trabajar por la paz ––. Es la vida vivida amando hasta el extremo, es decir, a la manera como ellos mismos experimentan y viven el amor de Jesús.

Esta vida del discípulo y su testimonio son expresión concreta de la sabiduría y del amor que procede de Dios, y de los que, a través del seguimiento de Jesús, va haciendo acopio en su mismo ser. De ahí que, nada más proclamar las bienaventuranzas, Jesús anuncie a sus discípulos que tienen la responsabilidad de ser “sal” y “luz” para el pueblo que “habita en tinieblas y en sombras de muerte” (Cf. Mt 4,16). Aunque tengan que sufrir persecuciones y sufrimientos, jamás tendrán que renunciar a esa misión, que, en términos de la llamada, se trata de “pescar hombres” a través de su modo de vivir, de sus “obras buenas”, conduciéndolos a glorificar al Padre celeste (Mt 5,16).

Podríamos decirlo así: “¡Dime cómo obras y te diré de qué familia provienes y quién es tu “padre”!”. Los discípulos tendrán que manifestarse como verdaderos “hijos de Dios” en sus relaciones mutuas y con los demás, sobre todo en el modo como soportan las dificultades y contrariedades, y cómo se empeñan por el bien de los demás (Cf. 1Pe 2,12). Ellos conocen al Padre a través de Jesús y tienen que imitar su mismo obrar, para desvelar a la humanidad su naturaleza y ganar para el Padre los corazones entenebrecidos de los hombres. Dios quiere revelarse como Padre bueno a través de los discípulos de su Hijo, a quienes también reconoce como hijos suyos, e ir atrayendo hacia sí un número de personas cada vez mayor.

El obrar de los discípulos — no tanto sus palabras o pensamientos (Mt 7,21) — tiene que ser visible, no puede desaparecer conformándose al proceder del mundo, o encerrándose en sí mismos, en su propio grupo, comunidad o parroquia. Las imágenes de la ciudad situada en la cima de un monte y de la lámpara puesta en el candelero lo dejan claro.

La luz del sol es una “parábola” natural que nos habla continuamente de Dios. Es una luz exterior que no podemos retener, ni sujetar con nuestras manos, al igual que Dios supera todos nuestros pensamientos y sentimientos con su trascendencia. Sin embargo, la luz nos alcanza, envuelve y da calor, hasta el punto de que sin ella sería imposible que la vida existiera, y también esto nos recuerda que Dios sostiene el hálito de nuestra vida, que nos circunda y que se encuentra más cerca de nosotros que nuestro propio corazón. Pero tanto Isaías como el evangelio hablan de la “luz del justo o del discípulo” que, estando inundado de la luz divina, se convierte a su vez en lámpara que resplandece, calienta y da vida en medio de un mundo entenebrecido y petrificado por el egoísmo. El justo es como la aurora que se eleva cada mañana sobre el horizonte y va quebrando la oscuridad de la noche, una aurora que en el justo va desplegándose — como dice el Salmo — con los rayos de la generosidad, de la ternura y de la compasión (Sl 111,4).

La sociedad tiende continuamente a encerrarse en el consumismo, el hedonismo y el egoísmo, conduciendo al hombre a recluirse en sí mismo y blindarse detrás de la búsqueda del placer personal, convirtiéndole en una soledad en la que los “aullidos” de su conciencia son las únicas voces que escucha (Cf. Mt 8,12). Los discípulos, al igual que la ciudad y la lámpara, tienen que ser puntos de orientación, “luz” que ilumina y “sal” que condimenta esa vida insípida, haciendo aparecer cada cosa en su auténtico aspecto y dando a caso su verdadero valor, destruyendo las puertas del pecado con sus obras de justicia, y revistiendo con el amor de Cristo al hombre “desnudo”. Esta tarea supone conducir a los demás hacia algo completamente nuevo, hacia algo que no conocen, es más, hacia Alguien contra el que luchan, a quien persiguen y desprecian.

Con la imagen de la luz, Jesús alude probablemente al Shabbát judío, cuando al llegar el viernes a su ocaso la mujer enciende en la casa — en aquel entonces constituida normalmente por una sola habitación —, una vela colocada en un candelabro, para que brille durante todo el día de sábado, día de descanso y de fiesta. A cualquiera que se le ocurriese cubrir aquella luz con un celemín — un pequeño mueble de tres o cuatro patas —, sería tachado de necio. Pero la “luz” de los discípulos son “las buenas obras” que tienen que alumbrar continuamente a la “humanidad”. Las “buenas obras” son las obras de misericordia (Mt 25,31-46) y el obrar justo o santo descrito por Jesús a lo largo del Sermón de la Montaña; son los frutos del espíritu que se perciben en las mismas bienaventuranzas: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Ga 5,22-23), y que se traduce concretamente en el amor al prójimo aunque éste sea un enemigo, porque los discípulos son “hijos del Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45).

Jesús desvela además que sus discípulos no tienen que ser dulces, pegajosos y blandos como la “miel” sino “salados”, es decir, vigorosos, firmes y decididos en su obrar. Tampoco la sal podía faltar sobre la mesa al iniciar el Shabbát, pues con ella quedaba santificada la mesa como si fuera un altar. Y los discípulos tienen que ser para el mundo la “sal” en cuanto signo visible de la Alianza (Cf. Nm 18,19; Lv 2,13) sellada para siempre por Dios en Jesucristo; la “sal” en cuanto signo visible de la Vida de Dios que como “salario” ofrecen gratuitamente, arrancando al hombre de la corrupción del pecado y de su muerte; y la “sal” en cuanto signo de la Sabiduría con que el Espíritu inspira sus pensamientos y palabras, haciéndoles capaces de aconsejar al dudoso y perdido, de confortar al abatido, de sostener al débil y de guiar al extraviado (Cf. Col 4,6).

Los discípulos realizarán sus “obras buenas” visiblemente, pero no para vanagloriarse (Cf. Mt 6,1-18) sino para que el Padre sea glorificado (Mt 5,16). La oración, la fidelidad en el matrimonio, el cuidado de los hijos y de los ancianos, la asiduidad a los actos litúrgicos, la dedicación a obras de caridad, el compartir los bienes con los más necesitados, el perdonar las injurias, el ayuno,… tienen que ser obras bien visibles para todos los hombres, que les cuestionen y les conduzcan al encuentro con Dios-Padre. Evitar el testimonio o renunciar a la visibilidad de su obrar será una excusa del discípulo pero nunca un auténtico motivo, puesto que significa traicionar la propia misión y responsabilidad. En ello está en juego su propia condición y destino, puesto que si pierde su identidad será “tirado afuera y pisoteado por los hombres” (Mt 5,13). Los discípulos no pueden elegir arbitrariamente: si han decidido seguir a Jesús tendrán que aprender a ajustarse a sus enseñanzas, y en base a esa fidelidad será medido su valor definitivo delante de Dios (Cf. Mt 13,48; 25,30).

Los discípulos al convertirse llegarán a ser “pescadores de hombres”, es decir, su mismo seguimiento se convertirá en el desarrollo de una acción que se asemeja a una “red” con la que irán arrastrando a los hombres hacia el Padre, introduciéndolos en su misma familia y comunicándoles la gran alegría de ser hijos de Dios. En este sentido, los discípulos son insustituibles y responsables de que el mundo reciba sabor, esté iluminado por el amor y la sabiduría divina, y sea a su vez una lámpara luminosa para la siguiente generación.

 

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