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Luz en mi Camino

7 julio, 2025 / Carmelitas
Decimoquinto Domingo del Tiempo Ordinario (C)

Dt 30,10-14

Sl 68(69),14.17.30-31.33-34.36-37                     

Col 1,15-20

Lc 10,25-37

   El evangelio de la semana pasada concluía con la enseñanza de Jesús sobre el auténtico fundamento de la alegría de los discípulos: saber que sus nombres están escrito en los Cielos; o dicho de otro modo: saber que tienen en herencia la misma vida de Dios, su Padre.

     Y en la lectura evangélica de hoy, un legista — que ha estado escuchando a Jesús —, le pregunta, precisamente, sobre qué tiene que hacer para heredar la vida eterna. Este doctor de la Ley desea heredar, es decir, quiere entrar en posesión, como heredero, de la vida eterna, de la Vida que sólo pertenece a Dios. Por eso detrás de “heredar la vida eterna” se sobrentiende, de algún modo, que el legista tiene que llegar a ser verdadero hijo de Dios, en cuanto que son los hijos los que heredan las posesiones de los padres. Esta cuestión, vinculada al Shemá, dará pie a la parábola subsiguiente de Jesús con la que ilustrará quién es el prójimo y el amor debido al mismo.

     En una sociedad como la nuestra que está perdiendo su “alma” (cristiana), la cuestión sobre la “vida eterna” puede resultar chocante e, incluso, ser objeto de burla. ¿A quién le interesa realmente si existe o no vida después de la muerte y cómo alcanzarla? En la conciencia social y en la vida práctica, prima el viejo adagio parafraseado de “comamos, bebamos y gocemos hasta la extenuación, pues mañana moriremos” (Cf. 1Cor 15,32). Sólo es relevante lograr satisfacer las necesidades y pasiones presentes, evitando toda preocupación personal o ajena, y más aún en relación con algo “tan inseguro” como es la existencia de la vida eterna. Pero, ¡gracias sean dadas a Dios!, que la Verdad no se funda ni en la democracia, ni en la subjetividad de las conciencias. Jesús mismo afirma que quien no se interesa por la vida eterna encarna la actitud del necio por antonomasia, y se asemeja al rico que acumula riquezas para sí y no se enriquece en orden a Dios, pensando que su vida está asegurada por sus bienes; a ese tal le exhorta Dios, el Dios que le ama, a cambiar de conducta diciéndole: «“¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?”» (Cf. Lc 12,13-21).

     El doctor de la Ley sí que cree en la existencia de la vida eterna. Presupone que no todo termina con la muerte sino que existe la Vida que vence la muerte y está interesado en conseguirla. Está convencido de que para ello tiene que realizar algo y quiere saber, con certeza, qué es eso que tiene que hacer. Ante la vida eterna, piensa que toda preocupación e interés cotidiano debe orientarse a alcanzarla, de tal modo que la existencia después de la muerte no se convierta en una situación de pena, sino de vida bienaventurada. Jesús mismo deja claro con su respuesta que, para el hombre, la vida eterna es la realidad decisiva (Cf. Lc 9,24-26).

     Si la vida eterna no existiera y el hombre no tuviera responsabilidad alguna delante del Dios vivo — “en quien vive, se mueve y existe” —, entonces no importaría cómo se comporta con el prójimo, puesto que nada importarían la moral y las leyes de convivencia, e irrelevante sería, asimismo, ser cristiano o musulmán o budista; tampoco tendría valor alguno el ser fieles a alguien, o “complicarse” la vida con el matrimonio y los hijos. Sin esa responsabilidad de la criatura ante el Creador únicamente permanece un problema para el ser humano: tratar de mantenerse con vida en este mundo lo más extenso y en el mejor modo posible. Y al contrario, asumir la cierta responsabilidad del ser humano ante de Dios conduce al centro mismo de la vida humana y determina su forma de existencia, planteándose la cuestión de saber qué es justo o equivocado en el propio obrar en relación con Dios y, particularmente, con el prójimo “en el sendero que conduce a Jericó”.

     El doctor de la Ley, conocedor de las Escrituras, sabe que para alcanzar la vida eterna que anhela es absolutamente necesario cumplir el Shemá: amar a Dios y al prójimo en la vida presente (Cf. Lc 10,27). Y Jesús aprueba su respuesta diciéndole: «Has respondido bien; haz esto y vivirás» (Lc 10,28). Pero el problema del legista es saber cómo tiene que interpretarse el mandamiento del amor al prójimo, más concretamente desea saber quién es su prójimo, es decir, quién forma parte del grupo de personas a quienes tiene que amar como a sí mismo. Los hebreos, de hecho, sólo consideraban a los compatriotas como los prójimos a quienes tenían la obligación de amar y ayudar. El legista parece convencido, por tanto, de que, según su interpretación de la Torah, tienen que existir límites en el amor al prójimo y pide a Jesús que los precise. Y el Maestro así lo hace mediante la parábola del buen samaritano.

     La senda que unía Jerusalén y Jericó atravesaba el desierto y era peligroso recorrerla. Eran numerosos los grupos de ladrones y malhechores que asaltaban a los viandantes en busca de botín. Jesús, conocedor de esa realidad contemporánea, pone como ejemplo a un hombre que cae en manos de los salteadores, es despojado de sus vestidos y golpeado violentamente hasta quedar medio muerto (Cf. Lc 10,30). Aquel hombre quedó necesitado de que alguien le ayudase, de manera urgente e incondicional, para poder vivir. De ese modo, esa situación extrema sirve para poner claramente en evidencia que sólo quien ayude a aquel desgraciado se habrá comportado verdaderamente como su prójimo. Mas socorrerle no era fácil: por una parte, resultaba peligroso por la inseguridad del lugar y la urgencia de atravesarlo cuanto antes, y, por otra parte, causaba inconvenientes en cuanto obligaba a trastocar los propios proyectos y empeños e, incluso, a transgredir las normas de pureza ritual establecidas por la Ley.

     Pues bien, un sacerdote, quizá para no caer en impureza tocando la sangre de aquel herido o muerto que no era un pariente cercano suyo (Cf. Lv 21,1-2; Nm 19,11-13), pasó al otro lado del sendero e ignoró al asaltado. Y de igual modo obró un levita. Las obligaciones mosaicas y la propia seguridad y comodidad ahogaron en ellos cualquier atisbo de compasión hacia el hombre abandonado. Sin embargo un samaritano, una persona despreciada por los hebreos y considerada peor que un pagano (Cf. Sir 50,26), se conmovió al ver a aquel herido, quien, a partir de entonces, pasó a ocupar el primer plano en su vida. Y así fue, puesto que el samaritano hizo todo lo que pudo para que aquel moribundo recobrase las fuerzas y viviese (Lc 10,33-35).

     Jesús llama de este modo al legista a cambiar de mentalidad (= conversión), pues mientras el legista plantea: “¿Quién es el prójimo al que tengo que amar?”, el Maestro le pregunta: “¿Quién se portó como prójimo de aquel que cayó en manos de los bandidos?” (Cf. Lc 10,36). Jesús rechaza cualquier criterio que delimite — por razón de proximidad familiar o por pertenecer al mismo grupo político o religioso, o por trabajar en la misma empresa, o simplemente porque resulte agradable y placentera la presencia del otro —, el grupo de personas a quienes hay que amar. Para amar al prójimo no hay que partir de uno mismo: “¿A quién tengo todavía que ayudar o dar algo, y cuándo quedo liberado de tal asunto o preocupación?”. Lo que determina quién es mi prójimo es la necesidad real de ayuda en la que el otro, que está a mi lado, se encuentra y que yo puedo paliar. Quienquiera se presente en mi camino y esté en una situación de necesidad, es el prójimo a quien tengo que dirigir todo mi amor y mi ayuda (haciéndome así próximo a él).

     Son múltiples los tipos de “salteadores” y múltiples son, por consiguiente, los modos como puede caer una persona en sus manos, pasando a encontrarse angustiada y pendiente de que alguien se compadezca de ella. Los “asaltos” a nivel político, educacional, moral y espiritual, asolan a las personas de nuestra sociedad. Los frutos de tales “salteadores” están a ojos vista: acentuación de la violencia en el ámbito familiar, aumento de los matrimonios separados, abandono de niños y ancianos, acrecentamiento de desviaciones y abusos sexuales, de manipulaciones de niños y de mujeres sometidos a esclavitud, incremento en la explotación a los trabajadores, etc. Pues bien, de las personas afectadas por tales males (u otros) tenemos que dejarnos molestar en nuestra tranquilidad porque son el prójimo de quien tenemos que hacernos próximos ayudándolo, elevando también por él la voz de la verdad del Evangelio ante la gravísima injusticia que los poderes de índole política, económica, informativa y social pueden estar realizando. Poner en guardia sobre tales salteadores que pretenden dominar la dimensión más profunda del hombre es actuar con amor hacia el ser humano en general, y aproximarse a aquel que se encuentra junto al camino de nuestra propia vida abatido y golpeado en su ser y conciencia.

     Como anuncia la primera lectura, la enseñanza del amor ilimitado que nos prescribe el Señor-Dios está a nuestro alcance, es concreta y está presente en nuestro corazón y boca esperando que la pongamos en práctica (Cf. Dt 30,11.14). Y así lo ha manifestado y cumplido en su Hijo Jesucristo. En Él toda la realidad creada ha sido reconciliada con Dios (Cf. Col 1,20) y todo límite o división impuesto por el pecado ha sido quebrado y superado. Por eso puede pedirnos que tengamos un corazón como el suyo, lleno de su amor y abierto a amar a todos hasta el extremo y sin límites.

     A todos se nos emplaza hoy, por tanto, a que respondamos a esta pregunta: “¿Te interesa o, por el contrario, no tienes interés alguno en la vida eterna?”. Y, de ninguna manera, debemos marginar esta cuestión y cerrar los ojos de nuestra mente y corazón para ahogarla, obviarla y no admitirla. Y aún menos los cristianos, puesto que “siendo en el mundo (como dice la Carta a Diogneto) lo que el alma es en el cuerpo”, estamos llamados a sembrar nuevamente la vida eterna en el corazón de los hombres para que, en el camino de su vida, lleguen a “amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ellos mismos”.

 

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