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Luz en mi Camino

4 enero, 2020 / Carmelitas
Segundo domingo después de Navidad

Sir 24,1-2.8-12

Sl 147,12-13.14-15.19-20

Jn 1,1-18

Ef 1,3-6.15-18

El nacimiento del Verbo de Dios marca un antes y un después definitivo en la historia de la humanidad. La divinidad se une a la carne para iluminar con su Luz las tinieblas humanas, y para redimir y transformar la precariedad y finitud de la criatura, haciéndola capaz de heredar la gloria y la vida eterna.

En la primera lectura, el Sirácida anuncia que Dios rompió su silencio eterno cuando creó el cosmos y la humanidad por medio de su sabiduría (Cf. Sir 24,3). En este himno, la sabiduría es comprendida como la cualidad divina a través de la cual Dios ha proyectado y realizado la creación y la salvación. Por medio de ella, Dios sostiene y conduce todo hacia Él, deseando ganar para sí y llevar a plenitud el corazón libre de los hombres. Por este motivo, dio comienzo a la historia salvífica formándose un pueblo (Sir 24,8) y eligiendo una ciudad, Jerusalén. Dios, por tanto, no creó el universo y se olvidó de él — como sostiene el deísmo —, sino que actúa en la historia y va revelándose en ella, respetando siempre la libertad y las condiciones humanas. Y como primicias de los tiempos escatológicos en los que “morará” en todos, se hizo próximo en el templo y presente en los acontecimientos de su pueblo Israel (Cf. Sir 24,10-12).

Un poco después del texto proclamado en la liturgia hodierna, el Sirácida dirá que la sabiduría queda formulada y sintetizada en la Torah, como palabra de Dios para el hombre (Cf. Sir 24,23). Por consiguiente, la sabiduría es comprendida como una institución y como principio creador del universo.

Lo importante es que, por medio de estas imágenes y personificaciones, Dios ha ido desvelando su diseño salvífico y su mismo ser, que con la encarnación del Verbo quedará plenamente manifestado. Ahora bien, el Verbo ya no es una institución, ni una cualidad divina más, ni una criatura divina, sino Dios mismo, una persona divina, la Sabiduría de Dios, el Hijo unigénito de Dios que asume la carne humana y aparece sobre la tierra como el Cristo esperado y profetizado desde antiguo para iluminar la vida humana, redimirla y llevarla a su plenitud (Jn 1,14). Por consiguiente, ya no es la Ley sino el Verbo de Dios encarnado, Jesucristo, verdadero hombre como nosotros, el que muestra quién es Dios y el que abre el camino hacia Él dentro del corazón mismo de la humanidad, de cada hombre que lo acoge (Jn 1,12), porque lo capacita para participar de su misma filiación y llegar a ser hijos de Dios. De este modo, por Él, con Él y en Él, nos conduce gracia tras gracia a la plenitud de nuestro ser en la vida de unión plena y eterna con Dios (Jn 1,16-18).

De este diseño del amor divino, del que, como primicias de la humanidad, somos beneficiarios los cristianos, nos habla el apóstol Pablo en su carta a los cristianos de Éfeso: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo… eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad» (Ef 1,3.5). Así pues, ya antes de la creación del mundo, Dios pensó y proyectó esta plenitud filial para el ser humano. La creación es la expresión de este proyecto y es en ella en la ha irrumpido el ser humano por la acción de la sabiduría divina, del Verbo en quien todo fue creado y en quien hemos sido predestinados a ser hijos de Dios.

En el prólogo joánico, se habla también de la lucha entre las tinieblas y la luz. Las tinieblas que quieren apagar, sofocar, hacer inútil el resplandor y la fuerza de la luz, destruir el proyecto salvífico de Dios. Este duelo, en el que como demuestra la resurrección de Jesucristo sale vencedora la Luz, continúa presente en el mundo y en la historia humana, tanto a nivel general como personal. El cristiano está implicado de modo especial en este combate, ya que, siguiendo a Jesucristo, la Luz, se ve continuamente enfrentado a toda la realidad que le circunda y que le propone seguir otro camino muy diverso: aquel de las tinieblas, siempre marcadas por el egoísmo, por la soberbia de la vida y por la concupiscencia de la carne (Cf. 1Jn 2,16). El creyente cristiano se ve impelido a discernir y a elegir constantemente entre ambos caminos, optando, con la fuerza victoriosa del amor de Dios recibido en su propio corazón (Cf. Rm 5,5), por seguir la vía de la justicia, la verdad, la mansedumbre y el amor que caracterizan la Luz.

La Navidad es un tiempo en el que se nos invita a mirar de cara a todos estos aspectos que afectan a nuestra existencia cristiana, y a descubrir, en todo lo que nos rodea, en el universo y en las cosas y personas más próximas, el rasgo de Sabiduría amorosa e infinita con que Dios ha creado todo, y a discernir así, en la Palabra-Sabiduría encarnada y proclamada ahora en el Evangelio, al Dios-hecho-hombre que desea penetrar en nuestro corazón para transformarnos, con la fuerza del Espíritu, en hijos adoptivos suyos.

Hagamos, pues, nuestra la oración del apóstol Pablo y pidamos al Señor que ilumine nuestra mente con su espíritu de sabiduría y revelación, para que podamos penetrar y conocer todos los beneficios que nos ha dispensado en su Hijo encarnado (Cf. Ef 1,17-18), y para que, de ese modo, nos abramos a su amor y lleguemos a conocerle a Él, luz, vida y fuente de nuestra alegría.

 

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