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Luz en mi Camino

8 noviembre, 2020 / Carmelitas
Solemnidad de la Dedicación de la Basílica de Letrán

1Re 8,22-23.27-30

Sl 45(46),2-93.5-6.8-9

Jn 4,19-24

1Pe 2,4-9

La celebración de la fiesta de la dedicación o consagración de la basílica de Letrán no sólo nos da ocasión para recordar y renovar nuestra comunión con la sede del sucesor de Pedro, sino también para reflexionar sobre la importancia que tiene el edificio eclesial y, sobre todo, para tomar conciencia de que los cristianos, que formamos el cuerpo de Cristo, somos el verdadero templo espiritual en el que Dios ha querido morar.

Fue el emperador Constantino quien, como agradecimiento a la victoria que Jesucristo le había concedido sobre Majencio en el puente Milvio el año 312, donó al Papa Melquíades (311-314) el palacio y los terrenos de los Lateranos, nombre de una familia patricia que, tras caer en desgracia durante el reinado de Nerón, vio como todas sus posesiones pasaban a ser propiedad del emperador.

Tras el edicto de Milán del año 313, que garantizaba la paz, el cese de las persecuciones y la libertad de la Iglesia para poder celebrar pública y abiertamente su fe en Jesucristo, el emperador Constantino, junto con la ayuda de numerosos fieles, apoyó al Papa Silvestre (314-335) en la edificación de una basílica junto a los ya palacios pontificios en la colina Laterana (del monte Celio). Es así como surgió la primera basílica católica, que sería consagrada por dicho Papa el 9 de noviembre del año 324, con el título del Salvador, y considerada posteriormente como la «iglesia-madre de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe». Dedicada en el s. ix a San Juan Bautista, después de haber sido destruida por un terremoto el 846 y reconstruida por el Papa Sergio iii, la basílica de Letrán ha sido testigo, junto con el antiguo Palacio Lateranense (que en la actualidad es la sede del Vicariato de Roma), de los concilios ecuménicos que tuvieron lugar los años 1123, 1139, 1179, 1215 y 1512.

La dedicación de esta basílica el 9 de noviembre se celebraba inicialmente como fiesta en la ciudad de Roma, y sólo a partir del s. xii se fue extendiendo esta festividad a todas las iglesias de rito romano, con el fin de honrar a la “iglesia-madre” de todas ellas. La fiesta se convirtió de este modo en un signo del amor y de la comunión que todas las iglesias latinas tienen con la sede y el sucesor de Pedro, pastor y obispo universal, y “piedra” sobre la que Jesucristo edifica su Iglesia (Cf. Mt 16,18). Hoy volvemos a hacer presente esta unión y la renovamos al hacer nuestro el deseo y la voluntad de nuestro Señor de que “todos los cristianos seamos uno, para que el mundo crea que Él es el Hijo de Dios y que el Padre nos ha amado en Él hasta el extremo” (Cf. Jn 17,20-23). Sí, al recordar la unión con la sede petrina oramos para que todos los fieles de todas las confesiones cristianas lleguemos a la unidad de la fe y podamos ser luz y sal para toda la humanidad.

Junto a la actualización de este recuerdo y oración, también se nos ofrece hoy la posibilidad de meditar sobre el significado que tiene la “iglesia” en cuanto edificio físico consagrado al culto. Ya hemos visto que, gracias a Constantino, los cristianos pudieron salir de las catacumbas y de las celebraciones domésticas mantenidas en privado y secretamente, permitiéndoseles construir templos en los que podían reunirse para dar alabar y dar gloria a Dios en las liturgias cristianas. Pero, ¿qué significado tiene para la vida cristiana y para su presencia en medio del mundo el que exista un lugar material en el que se dé abierta y visiblemente culto al Dios trino y uno?

Todos sabemos que, en conformidad con lo que Dios había anunciado por medio de Moisés, esto es: «sólo vendréis a buscarle [a YHWH-Dios] al lugar elegido por YHWH vuestro Dios, de entre todas la tribus, para poner en él la morada de su Nombre» (Dt 12,5), el templo de Jerusalén era considerado por los judíos contemporáneos de Jesús como el único lugar elegido por Dios para morar en medio de los hombres, para que su Nombre fuese invocado por el Sumo Sacerdote para bendecir al pueblo y para que se le ofreciesen los sacrificios prescritos por la ley mosaica. Hacia este lugar tenían que peregrinar asimismo los varones judíos en las tres grandes fiestas del año (la de los Ázimos-Pascua, la de las Semanas-Pentecostés y la de las Tiendas; Cf. Dt 16,16) para alabar y bendecir al Señor, cumplir los votos y ofrecerle las primicias de ganados y campos.

Esta visión veterotestamentaria nos ayuda a entender que uno de los aspectos relevantes que asume la iglesia, en cuanto templo material, es aquel de poner de manifiesto tanto la dimensión corporal, social y pública, como la unidad que posee el pueblo santo de Dios. Nuestra fe no es subjetiva, ni individualista o personalista, sino que desde el bautismo el creyente entra a formar parte de un pueblo. Jesucristo no nos salva aisladamente, unos al margen de los otros, sino como miembros vivos de un pueblo santo que El mismo se ha formado en torno a Él y en Él, para que viva en comunión de vida y de amor con Dios y con los hermanos.

En esta época en la que los gobiernos y las corrientes extremas de pensamiento laicista quieren reducir y someter la fe y la religión al ámbito de lo personal o privado y al margen de toda manifestación pública y social, se hace más evidente la importancia de mostrar la dimensión universal, indivisible y corporal de nuestra unión en Cristo. De mostrar, cada día que nos reunimos y en particular los domingos, la realidad visible de la comunidad cristiana que celebra la fe que vive. El vocablo griego “iglesia” (ekklēsía) hace referencia precisamente a la asamblea, congregación o reunión de un grupo que ha sido convocado por alguien. Esta convocación proviene, en nuestro caso, de Dios mismo por medio de su Hijo Jesucristo. Por esto llamamos al templo físico “iglesia”, porque es el lugar donde se reúnen o son convocados “los llamados” por Dios, y donde, por tanto, se hace visible la asamblea litúrgica cristiana, el cuerpo místico de Cristo, aunado, conformado y unido sin fisuras en la escucha de la Palabra y en la participación en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, memorial de la pasión y resurrección del Señor.

Pero Jesús, que es el verdadero Templo del Dios vivo, nos enseña que el templo de Dios es en primer lugar el corazón del hombre, siempre y cuando éste acoge, medita y pone por obra su Palabra. Jesús mismo en el evangelio hodierno confirma que es el Santuario de Dios cuando dice: «”Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré…” Pero [comenta el evangelista] Él hablaba del Santuario de su cuerpo» (Jn 2,19.21). Y un poco más adelante en este mismo evangelio, cuando, afirmará hablando a la samaritana que, en Él, el hombre podrá adorar siempre a Dios en espíritu y en verdad, sin estar limitado a un lugar físico determinado y a un tiempo cronológico preciso: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre… llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Jn 4,21.23-24).

Esta misma verdad la transmite el apóstol Pablo cuando, después de afirmar que sólo Jesucristo es el cimiento sobre el que Dios realiza su obra en el corazón del hombre por medio del Evangelio, recuerda a los cristianos de Corinto, y en ellos a todos nosotros, que somos “santuario de Dios”, un santuario sagrado en el que mora el Espíritu Santo (Cf. 1Cor 3,10.16-17) y donde, por tanto, podemos y debemos dar gloria a Dios en espíritu y verdad (Cf. 1Cor 6,19-20), alejando de nosotros toda inmoralidad y vinculación con el pecado (Cf. 1Cor 6,9-11.18).

En las palabras de Pablo queda claro que la dimensión personal está vinculada inseparablemente a la dimensión comunitaria, pues sólo la comunión con los hermanos, unidos a la Cabeza que es Cristo en un mismo y solo bautismo y una misma fe, esperanza y caridad, permite a cada uno de los miembros crecer y madurar hasta alcanzar la plenitud en Cristo a la que ha sido llamado (Cf. 1Cor 12,12-13.27; Ef 4,10-16; Col 2,19;).

Cada cristiano es una “piedra viva” del edificio espiritual, pero no una piedra aislada del resto que no sería sino una piedra abandonada carente de vida y significado, sino un “piedra” que, por obra de Dios, ha entrado a formar parte del edificio vivo y santo del que Jesucristo es la Piedra Angular y en el que cada miembro ocupa su lugar preciso y asume pleno sentido y significación como sacerdote, profeta y rey. Es esto lo que nos dice San Pedro en su primera epístola: «Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1Pe 2,4-5).

El término “basílica” significa “casa del rey”, por lo que aplicando este significado a todo lo dicho acerca de la Iglesia, podemos decir que ésta, tanto como lugar físico como en cuanto pueblo santo de Dios, es la “casa-templo” del único Rey y Señor, Jesucristo.

Que esta celebración de la dedicación de la basílica de Letrán nos ayude, por consiguiente, a tomar conciencia de la comunión que vive la Iglesia católica y nos impulse a orar por la unión de todos los cristianos; que nos haga asimismo sensibles de la necesidad de cuidar nuestros templos como lugares de silencio, de meditación y de encuentro con el Señor; por último, que esta fiesta renueve en nosotros el deseo de hacer de nuestro cuerpo un lugar santo porque, en Cristo, es templo del Espíritu Santo y no ha sido creado ni ganado para mancharlo con el pecado, para convertirlo en “un mercado”, sino para dar culto en él al Dios vivo, ya que es la “casa de Dios” y ésta no es sino «Casa de oración» (Cf. Mc 11,17).

 

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