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Luz en mi Camino

5 enero, 2022 / Carmelitas
Solemnidad de la Epifanía del Señor

Is 60,1-6

Sl 71 (72),2.7-8.10-11.12-13

Mt 2,1-12

Ef 3,2-3a.5-6

En esta solemnidad de la Epifanía (= “manifestación, aparición”), celebramos con gran alegría el camino de todos los pueblos gentiles hacia la Luz, ejemplificado en la búsqueda incesante que siguen los Magos para encontrarse con el Dios vivo y verdadero encarnado en el Niño-Rey nacido en Belén.

Ya la primera lectura, tomada del Deuteroisaías, subraya la contraposición entre la “luz de Dios”, que revestirá y resplandecerá en Jerusalén, y la oscuridad y tinieblas, símbolo de la incredulidad y del desconocimiento de Dios, que se ciernen sobre todas las naciones (Is 60,2). Jerusalén aparece como una esposa engalanada que sale al encuentro de su esposo, Dios, cuya luz la envuelve y hace radiante. Para sostener la fe y la esperanza de los exiliados que, al volver de Babilonia, contemplan la Ciudad Santa sumida en la más extrema miseria, el profeta les anuncia el glorioso destino de Sión, una vez el Templo haya sido reconstruido, el culto y los sacrificios restaurados, y el Nombre divino — como signo de la presencia de YHWH-Dios en medio de su pueblo — vuelva a ser invocado en el Lugar santo. Será entonces cuando la luz de Dios que iluminará Jerusalén (imagen de la Iglesia), guiará y atraerá hasta ella a todas las naciones, convirtiéndose en “madre” de todos los que acuden a ella con “sus dones” y alaban a Dios por su salvación (Is 60,4-6).

Este mensaje profético alcanza su cumplimiento con el anuncio del Evangelio a los gentiles (Ef 3,2-3a). La decisión divina de llamar a los paganos a la salvación y de unirlos al cuerpo místico de Cristo, es el “misterio”, esto es, el plan que Dios había mantenido oculto hasta el momento en que, habiéndose encarnado su Palabra en Jesús, lo dio a conocer, por medio de su Espíritu, a sus elegidos, a sus santos apóstoles y profetas, entre los que, de manera particular, se encontraba Pablo.

Los Magos de Oriente son el paradigma de esa gran peregrinación o camino espiritual de los paganos hacia el encuentro del verdadero Dios y de la salvación en Jesucristo. En este sentido, los cristianos, procedentes la gran mayoría de la gentilidad, somos las primicias, los primeros frutos que hacen presente en medio del mundo ese encuentro de la salvación en Jesús y de adoración, a través de Él y en su mismo Espíritu, a Dios-Padre.

Lo primero a tener en cuenta es que la peregrinación es provocada o suscitada por Dios. Es Él quien, por pura gracia, la pone en marcha. La estrella, que divisan los Magos, precede a cualquier acción humana, y es a través de ella como sale Dios al encuentro de los paganos. En la estrella se simboliza, de algún modo, que la creación habla de Dios y que Dios habla al hombre por medio del universo (Cf. Rm 1,20).

Contemplando la estrella, los Magos encuentran la motivación y la fuerza para salir al encuentro de Dios. La iniciativa divina reclama, por tanto, la respuesta del hombre: para encontrar a Dios es necesario que el hombre le busque, siguiendo el camino que Dios mismo le indica. Por eso los Magos dejan su tierra y se encaminan hacia la Tierra del pueblo elegido, hasta llegar a la Ciudad Santa. Podríamos pensar que la estancia de Israel en el exilio babilónico, “en el Oriente”, dio a conocer y sembró sus esperanzas mesiánicas entre los paganos, quienes, en la persona de los Magos, entienden que la “estrella” vista en el cielo no puede ser otra cosa que el anuncio divino del nacimiento del Rey esperado por Israel (como había profetizado Balaam en Nm 24,17).

Tanto es así que los Magos no buscan una personalidad religiosa sin más, sino “al rey de los judíos”, es decir al Mesías. Y su inquietud e interés es capaz de poner en movimiento a toda la cúpula política y religiosa judía y a toda la ciudad de Jerusalén (Mt 2,4-6). Esta etapa del camino muestra la necesidad de buscar a Dios, y a su Cristo, con los dones naturales recibidos: la inteligencia, el estudio, la buena disposición y voluntad entregadas totalmente a dicha búsqueda. Por este motivo, los Magos, incansables buscadores de Dios, ponen en cuestión y condenan la irreligiosidad contemporánea, manifestada en la ignorancia consciente y deliberada de lo divino, en la indiferencia y la duda sistemática hacia lo religioso, en el intelectualismo complacido en su propia y solitaria experiencia, y en la reducción del saber al conocimiento de lo sensible y experimentable, a la evidencia racional. Todo esto es un “no-buscar” que desvela el conducirse errado, culpable y egoísta del pensamiento humano, cuyo primer deber, lo digo bien: “primer deber”, no es otro que encontrar y conocer, en todo aquello que hace y proyecta, al Señor.

Una vez informados, por el testimonio profético de las Escrituras, que el Mesías tenía que nacer en Belén (Mi 5,1), los Magos siguen su camino hacia la ciudad de David, y la “estrella”, que “garantiza” el buen camino, reaparece (Mt 2,5.9) y les llena de sana alegría, una alegría que contrasta con los sentimientos de Herodes, mezclados de terror, de furia y mentiras (Mt 2,3.7-8).

El encuentro de los Magos con Jesús, el Niño-Dios, es un acto de fe y de culto, en el que se da cumplimiento, simbólicamente, a los oráculos proféticos que anunciaban el “homenaje” de todas las naciones al Dios de Israel (Cf. Is 60,5-6). En su sencillo acto de adoración, sin escandalizarse de aquel pequeño, pobre y débil Niño, los dones de los Magos no sólo expresan (como sostenían los Padres) el reconocimiento de la realeza, divinidad y sacerdocio de aquel Niño, sino también (y esto es lo que quiero subrayar) la donación completa de los mismos Magos, una donación a la que les ha conducido la búsqueda de Dios y de su Mesías, porque el camino seguido es un camino espiritual de conversión y de fe.

Por eso el oro, además de representar el reconocimiento de la realeza del Niño, expresa también el paso de la idolatría (de las riquezas) a la adoración del único Dios. Los dioses de los gentiles, dice la Escritura, son “plata y oro, hechura de manos humanas” (Sl 115,4; Cf. Jr 10,4), pero los Magos ofrecen en el “oro” todas sus riquezas (su “fuerza”), reconociendo que el poder y la gloria se reciben de aquel Niño, manso y humilde, gracias a quien las riquezas dejan de ser “adoradas” y son puestas al servicio del bien dando gloria a Dios (Cf. Mt 4,8-11).

De igual manera el incienso, además de simbolizar el reconocimiento de la divinidad (Cf. Mal 1,11) de Jesús, expresa la fe de los Magos en el Dios que actúa en la historia para salvar al hombre, a quien ama hasta el punto de encarnarse. El hombre que, por insidia del Diablo, quiso desde el principio “ser-como-Dios” (Gn 3,5) al margen de Dios, comprende y acepta, en la figura de los Magos, que Dios le da “gratuitamente” aquello para lo que había sido creado: Dios se hace hombre para “divinizar” al hombre, para llevar a plenitud “la imagen y semejanza divina” a la que ha sido creado. Esto será realizado por Aquel Niño, por, con y en quien, el hombre entra en la unión plena con Dios.

Por último, el don de la mirra simboliza que aquel Niño es el único Mediador entre Dios y los hombres, el Sumo Sacerdote y la Victima pura e inmaculada agradable a Dios. De hecho la mirra está presente en la pasión y muerte de Jesús, quien rechazará el vino mezclado con mirra que le fue ofrecido para apaciguar sus sufrimientos (Cf. Mc 15,23); y cuyo cadáver fue embalsamado con productos aromáticos que incluían mirra (Jn 19,39). Sea como sea, los Magos reconocen en el don de la mirra que Jesús es el único Camino a través del cual el ser humano accede a Dios; un Camino que, por amor, se mostrará como “descendimiento hasta la muerte y muerte de cruz”. En concreto, será a través del discipulado, como el hombre se entregará al cumplimiento de la voluntad de Dios uniéndose a Jesús al hacer suyo propio su Camino y, por tanto, su “bautismo” de “paso” al Padre.

El oro, el incienso y la mirra son, por tanto, símbolos del don total del hombre a Dios y del reconocimiento, en esa entrega, del amor de Dios hecho carne redentora en el Niño nacido en Belén.

Contemplando a los Magos de Oriente, pidamos hoy a Dios que no deje de salir a nuestro encuentro y renueve en nosotros el deseo de buscarle continuamente y con corazón agradecido; que avive en nosotros el deseo de entregarnos a Él totalmente, siguiendo a Jesús en su camino hacia la Cruz; y que nos fortalezca para anunciar y extender su Evangelio a todas las naciones, contribuyendo a su plan de reunir a todos los hombres en el Cuerpo glorioso de Jesús resucitado.

 

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