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Luz en mi Camino

24 diciembre, 2021 / Carmelitas
Solemnidad de la Natividad del Señor (Misa del día)

Is 52,7-10a

Sl 97(98),1-6

Heb 1,1-6

Jn 1,1-18

Después de haber celebrado la Misa del Gallo en la que la lectura evangélica nos recordó el nacimiento de Jesús en Belén, la liturgia de la Palabra de la Misa del día de Navidad nos invita a profundizar en el misterio del Niño “que se nos ha dado” (Cf. Is 9,5): Él es la Palabra de Dios, el Hijo unigénito, Aquel en quien recibimos la consolación por el perdón de los pecados y la filiación divina.

En la primera lectura, el profeta Isaías exhorta a Jerusalén a alabar al Señor con gritos de júbilo porque “ha consolado a su pueblo” (Is 52,9). Este anuncio salvífico hace que el mensajero divino sea digno de ser admirado: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: “Ya reina tu Dios”!» (Is 52,7). Pero este reinado de Dios comenzará verdaderamente con el nacimiento de Jesús, que tiene lugar en unas circunstancias y condiciones que desvelan una realeza muy diversa de aquella de los reyes del mundo. Por eso su nacimiento ya reclama a todos un cambio de mentalidad (conversión) y una adhesión total (fe) al Reino de Dios que Él anuncia y encarna, y que se rige por la humildad, por la justicia henchida de misericordia, por la paz edificada sobre el continuo perdón, y por el amor que llega a entregar la propia vida por la salvación de los demás.

Los ángeles anunciarán de parte de Dios la Buena Noticia de la paz, de la alegría y de la salvación, hechas realidad en el Niño recién nacido (Cf. Lc 2,10-14). Ellos testimonian y ratifican que la consolación anunciada por el profeta Isaías se cumple en Jesús, en cuya persona Dios muestra su cercanía e interés por el hombre y su amor extremo hacia él. Al consolarnos, Dios ha revelado que es amor, un amor activo que incide en el hombre para su bien, para darle el perdón y la reconciliación.

En la epístola a los Hebreos se afirma que ya estamos “en los últimos tiempos” porque “el Niño que se nos ha dado” es el Hijo en quien Dios nos ha hablado definitivamente: «Ahora, en estos tiempos últimos, nos ha hablado por medio de su Hijo, por quien creó los mundos y a quien ha hecho heredero de todas las cosas» (Heb 1,2). Jesús tiene una relación única con Dios porque es verdadera y realmente su Hijo unigénito, en quien reside la plenitud de la divinidad (“Dios de Dios y Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”). Por medio de Él, el Padre ha creado y sostiene todas las cosas. Él — también cuando yace tendido sobre el pesebre o inerme en el sepulcro —, es el origen y el fin de todas las cosas, en quien todo adquiere cumplimiento y plenitud. Por eso ha llevado también a cabo la purificación de los pecados y se ha sentado a la derecha de Dios, por encima de todas las potencias angélicas: «Él es el resplandor glorioso de Dios, la imagen misma del ser de Dios; y es Él quien sostiene todas las cosas con su palabra poderosa; quien después de habernos limpiado de nuestros pecados se ha sentado a la derecha de la Majestad en las alturas, alcanzando una superioridad tan superior sobre los ángeles cuanto más les supera en el nombre (= Hijo de Dios) que ha heredado» (Heb 1,3-4).

El Niño que María portaba en su seno, a quien, tras nacer, envolvió en pañales y depositó con ternura en el pesebre, era, pues, la Palabra misma de Dios, la presencia viva de su proyecto de amor salvífico para el hombre. Así nos lo dice Juan en su evangelio, afirmando que la gloria, la grandeza y el poder de Jesús son plenamente divinos.

La Palabra de Dios es la luz para nuestra vida, aquella que desvela quiénes somos, por qué vivimos, para qué vivimos y cómo tenemos que vivir (Jn 1,4.9). Pero aunque la Palabra, Dios mismo, desciende hasta el hombre y “se hace carne” para darle su Vida, el hombre no la escucha, ni la reconoce, ni la acoge: «En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron» (Jn 1,10-11). El amor de Dios no encuentra una respuesta adecuada por parte del hombre. Por eso este día de Navidad nos plantea esta doble cuestión: ¿Estamos acogiendo a Jesús, el Verbo de Dios hecho hombre, en nuestra vida, en nuestros hogares y trabajos? ¿Tratamos de vivir unidos a Él, escuchándole y siguiendo sus enseñanzas? María nos enseña que Jesús tiene que ser acogido mediante la fe, la esperanza y la caridad, y que es necesario entregarse a Él con un “sí” total y permanente, dejando que ilumine las oscuridades de nuestro ser y nos indique la vía a seguir, puesto qué Él es el único Camino que conduce a la unión con el Padre, origen de la vida y de la felicidad plenas.

De hecho, como revela el evangelio, «a todos los que le reciben, a los que creen en su nombre, les da poder de hacerse hijos de Dios, no por la naturaleza o por deseos humanos, sino porque Dios mismo los engendra» (Jn 1,12-13). Sí, la Palabra de Dios puso su Morada entre nosotros para conducirnos a Dios, para hacernos “hijos de Dios”, semejantes a Él: «Queridos — dirá Juan en su primera carta —, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él porque le veremos como es» (1Jn 3,2). Aunque hemos recibido esta filiación en el bautismo, gracias a la participación en la muerte y resurrección de Jesús, se nos invita ahora a hacerla nuestra por medio de la fe, dejándonos transformar por la Palabra, para hacer presente en nuestra vida concreta ese “renacimiento” espiritual en Dios.

En Jesús se nos ha dado la plenitud y la gracia de Dios, y revelado la verdad de que Dios es amor (Cf. Jn 1,17; 1Jn 4,8.16). Acojamos hoy, con renovada fe, a este Niño e Hijo de Dios, y dejémonos determinar e inspirar por Él, para que todas nuestras acciones y palabras se orienten hacia Él y podamos dar testimonio de su paz, perdón, justicia y caridad, en el mundo en el que nos ha tocado vivir.

 

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