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Luz en mi Camino

15 diciembre, 2018 / Carmelitas
Tercer Domingo de Adviento

So 3,14-18a

Sl: Is 12,2-3.4bc.5-6

Lc 3,10-18

Flp 4,4-7

La liturgia de la Palabra de este tercer domingo de Adviento subraya que la espera del Señor no sólo está caracterizada por la conversión y la fe, sino también por la alegría que provoca su cercanía. Es más, la alegría está siempre en el origen de una auténtica conversión y de un discipulado fiel, siendo al mismo tiempo un fruto de la fe y una plenitud a alcanzar (Cf. Jn 15,11; 16,22). Por consiguiente, la conversión y la alegría, suscitadas por la venida del Señor, son necesarias y tienen que ir unidas en una ardiente y perfecta armonía, que hará que la fe progrese y permanezca viva y activa en la caridad.

Los ejemplos siguientes ilustran lo dicho. María, la madre del Adviento, es saludada e invitada por el arcángel Gabriel a alegrarse: “¡Alégrate!” porque “el Señor está contigo” (Lc 1,28). Y la Virgen acepta ser la madre del Mesías porque vive en sí misma esta alegría de saberse mirada y amada por Dios, tal y como lo manifestará posteriormente en el Magnificat. De igual modo, los pastores, sintiéndose movidos por “la gran alegría” que el ángel les ha anunciado de que el Señor está presente en un Niño envuelto en pañales (Lc 2,10-15), no dudarán en “abandonar” sus rebaños y en correr hacia Belén para encontrarle. Y este Niño, largo tiempo esperado por el pueblo israelita, rejuvenecerá los ancianos corazones de Simeón y Ana gracias al inmenso júbilo que causa en ellos (Lc 2,28-32,38). También Zaqueo se sentirá tan lleno de alegría por la visita de Jesús, que inmediatamente abrazará el camino de la justicia (Lc 19,1-10) y regresará a la “casa de Abraham” (padre de la fe). Por último, los discípulos sólo anunciarán la Buena Noticia acerca de Jesús, el Mesías y el Hijo de Dios, después de haber experimentado dentro de sí mismos la alegría y el gozo de haberle visto resucitado de entre los muertos (Lc 24,41.52).

La alegría que causa la cercanía salvífica de Dios, resuena explícitamente en las dos primeras lecturas y en el salmo. A finales del s. vii a.C., el profeta Sofonías llama a la Jerusalén renovada a que haga fiesta porque, en su seno fecundo (como dice literalmente el original hebreo: “en tus vísceras, en tu seno”, traducido aquí por “en medio de ti”), se encuentran el Señor y los justos en una unión de amor y alegría mutuos: «Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén… El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás… “Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta”» (So 3,14-18a). Tras haber experimentado Samaria y parte de Judá, la opresión y el exilio asirio por causa de su pecado y de la ruptura de la Alianza, el Señor vuelve a actuar salvífica y misericordiosamente a favor de su pueblo, provocando el debilitamiento de los enemigos y su expulsión de la Tierra Prometida. De este modo, Dios llama a Israel a confiar en Él y a encontrar únicamente en Él todo su gozo. Esta conversión al Señor y las esperanzas puestas en Él se vieron reflejadas, también como anuncio profético de los tiempos mesiánicos, en la reforma religiosa que, por un breve período, llevó a cabo Josías (640-609 a.C.; Cf. 2Re 22,1–23,30; 2Cr 34–35).

El Salmo, tomado de un himno del profeta Isaías, continúa con el tono jubiloso de quien, habiendo estado en gran tribulación, ha confiado en el Señor y se ha visto ayudado y salvado por Él: «Mi fuerza y mi poder es el Señor… Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación… Tañed para el Señor, que hizo proezas, anunciadlas a toda la tierra; gritad jubilosos, habitantes de Sión: “¡Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel!”» (Is 12,2-3.5-6).

Y de alegría rebosa la lectura paulina a los filipenses: «Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres… Nada os preocupe… Y la paz de Dios… custodiará vuestros corazones y pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4,4.6a.7). Desde la cárcel, Pablo invita a los cristianos de Filipo (y de este modo a todos nosotros) a que se alegren “porque el Señor está cerca” (Flp 4,5). Sólo nuestro pecado impone una barrera a la cercanía de Dios y nos separa de Él, pero Dios, que no quiere esta separación, se nos aproxima incluso cuando pecamos, para ayudarnos a salir, con su misericordia y disponibilidad para perdonarnos, de la prisión del egoísmo en la que nos encierra el Mal. Por eso es necesario confiar en Él y exponerle nuestras necesidades “en la oración y súplica con acción de gracias” (Flp 4,6), felices y agradecidos al saber que nos escucha y dejando así que sea su paz la que reine en nuestros corazones y pensamientos. De hecho, la paz y la alegría cristianas se reclaman mutuamente, de tal modo que sin la paz que Dios nos da en Jesucristo no puede existir verdadera alegría, ni nuestra paz podrá ser plena si no gozamos de la auténtica alegría que nos viene del Señor.

Tampoco es el miedo al juicio sino la alegría provocada por la “cercanía” del Señor y el deseo de participar en su salvación (Lc 3,6), lo que mueve a la conversión a los diversos grupos que se aproximan al Bautista a preguntarle qué tienen que hacer para “preparar el camino del Señor”. La respuesta de Juan es directa y sin “florituras” porque él, al igual que el Señor (“el más fuerte”) a quien precede y sirve, busca el corazón de la persona y éste posee un valor para Dios que no necesita ser inventado, falseado o rebuscado, sino simplemente iluminado y anunciado a los oídos de todos.

Con ese fin, invita a la gente a ser caritativa y a compartir aquello que tiene con los más necesitados; llama a los publicanos (cobradores de tasas y despreciados por los demás hebreos por su deshonestidad y colaboración con la potencia enemiga) a ser justos y a no exigir más impuestos que aquellos establecidos por las autoridades romanas; y presenta a los soldados el camino de la mansedumbre y de la moderación, exhortándoles a contentarse con su soldada, sin abusar de su fuerza y de la violencia para enriquecerse y satisfacer sus deseos. En estos requerimientos se evidencia que Dios no exige nada de extraordinario, ni pide ningún imposible, sino que apela simplemente al “corazón humano”, para que éste practique, sin fingimiento y conformándose a la imagen y semejanza divina a la que fue formado, la caridad, la justicia, la mansedumbre y la templanza. Estas actitudes ajustan el camino del creyente al camino del Señor y son signo de que vive esperando, como conviene, su venida gloriosa.

Es verdad que los términos e imágenes empleadas por Juan el Bautista para anunciar la acción del Mesías tienen un cariz “violento”, pues se habla de que bautizará con fuego y de que tiene el bieldo en su mano para aventar, separar y quemar la “paja”. Sin embargo, este fuego del Espíritu, al que hace referencia, no busca la destrucción del ser humano, sino su renovación y purificación espiritual mediante la destrucción de la raíz del mal que, por el pecado, ha anidado en su corazón. El bautismo de fuego expresa, por eso, la absoluta novedad del amor incondicional de Dios que Jesús, el Mesías, introduce en la historia humana y que alcanza la realidad profunda del hombre. El Mesías no tolerará medias tintas, ni “equilibrismos” circenses en la moral de quien se une a Él, porque no admite un servicio doble, es decir, servirle a Él y, al mismo tiempo, a Mammona (entiéndase la absolutización idolátrica de las posesiones, de las riquezas, del poder o de la soberbia de la vida). Si el Reino de Dios está cerca, “en medio de nosotros” (como dirá Jesús en Lc 17,21), entonces quienquiera permanecer neutral, apático, imperturbable en sus pecados y conductas erradas, ajeno al fuego santo del Evangelio, tiene que saber que se encuentra muy lejos del Reino y que desconoce su alegría, su esperanza y su libertad.

Juan es el primero en manifestar en su conducta la pureza, la justicia y la humildad que, en cuanto profeta enviado por Dios, pide. No se apropia, por ejemplo, del título mesiánico, todo lo contrario; confiesa firme y claramente que no es él el Cristo y que, en relación con Él, su persona es tan ínfima que no se cree ni “digno de desatarle las correas de sus sandalias” (Lc 3,16). Mas esta confesión no le causa tristeza o amargura, sino que es para Juan un motivo de una gran alegría, de la gran alegría que da sentido a su ministerio, como dirá en el evangelio de Juan: «Esta es, pues mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,29-30). Al Bautista no se le subió el éxito a la cabeza, sino que permaneció fiel a la misión que Dios le había encomendado y que estaba al servicio de aquella de Jesús, mucho más superior y excelente sobremanera en el orden de la salvación (pues el bautismo con agua que realizaba Juan sólo simbolizaba el deseo de la purificación, pero era incapaz de eliminar los pecados).

El tiempo de Adviento es propicio para que reavivemos de modo concreto en nuestra existencia, en todo lo que somos y hacemos, nuestra esperanza en el retorno glorioso de Jesucristo. Esta es la finalidad de la llamada a la conversión y a la fe que, junto con el anuncio jubiloso de la cercanía del Señor, resuena en esta Eucaristía. Por eso la pregunta que hoy tenemos que dirigir a Dios, desde lo más profundo de nuestra conciencia, es aquella misma que fue planteada a Juan: “¿Qué tenemos o qué tengo que hacer concretamente en mi vida para preparar como conviene Tú camino y Tú venida?”. En un mundo a menudo incrédulo y cruel, movido por el orgullo y el egoísmo que no dejan de producir innumerables y profundas tristezas, injusticias y sufrimientos, los cristianos no debemos añadir más desconfianza y dolor. Es necesario que nos decidamos por obrar la caridad, la justicia y la mansedumbre, sin remandarlo por más tiempo. Sabemos que estamos llamados a transparentar en nuestra vida cotidiana la Buena Noticia recibida, el amor de Dios manifestado en nuestro Señor Jesucristo, a quien recibimos sacramentalmente en la eucaristía, a quien esperamos con fe viva y en quien encontramos la fuente de nuestra alegría y de nuestra gozosa serenidad en medio de todos los problemas que nos toca vivir.

 

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