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Luz en mi Camino

8 diciembre, 2018 / Carmelitas
Segundo Domingo de Adviento

Ba 5,1-9

Sl 125(126),1-6

Lc 3,1-6

Flp 1,4-6.8-11

Las palabras proféticas de Isaías: «Todos verán la salvación de Dios» (Is 40,5; Cf. Lc 3,6), revelan que el Señor obra en la historia humana para transformarla y santificarla. Esta acción creadora y salvífica de Dios es, en sí misma, una llamada permanente a la humanidad, para que todos y cada uno de los hombres se acerquen a Él con confianza y, acogiendo su voluntad, la hagan realidad visible en la propia existencia. Las lecturas de este segundo domingo de Adviento iluminan esta verdad y nos ayudan a comprender que nuestra espera del retorno glorioso de Cristo tiene un fundamento histórico y debe explicitarse en las circunstancias concretas que vivimos.

Lucas emplaza la plenitud de los tiempos — y la irrupción del periodo escatológico con el anuncio universal del Evangelio —, en el marco histórico del imperio romano. En primer lugar, sitúa el nacimiento de Jesús en el reinado de César Augusto (Lc 2,1), y posteriormente vincula el comienzo de su ministerio público con la proclamación profética de Juan, el hijo de Zacarías, iniciada entre el 1 de octubre del año 27 y el 30 de septiembre del año 28 de nuestra era cristiana, es decir, el año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, hijo adoptivo y sucesor de Augusto.

El evangelista también explicita la “cúpula” política y religiosa que dominaba Palestina durante el ministerio del Bautista y de Jesús. El primero en ser nombrado es el procurador Poncio Pilato, quien ostentó el poder romano en Judea (y en Idumea y Samaria) del 26 al 36 d.C.; junto a éste, coloca Lucas a tres “tetrarcas” judíos que, como indica su título, habían heredado la cuarta parte del reino que gobernó Herodes el Grande, y gobernaban, con mayor o menor autonomía, algunas de aquellas regiones sometidas al imperio romano. Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande y Maltaké, fue el “virrey” de Galilea (y de Perea) del 4 a.C. al 39 d.C. y el que mandó decapitar a Juan el Bautista; su hermanastro Filipo, hijo de Herodes el Grande y Cleopatra, estuvo al cargo de las provincias de Iturea y Traconítide del 4 a.C. al 34 d.C.; por último, Lisanias, un personaje conocido por algunas inscripciones, rigió la zona montañosa de Abilene, junto al Anti-Líbano. Los últimos personajes nombrados por Lucas son autoridades religiosas judías: Anás y Caifás; ambos tuvieron gran protagonismo en la condena de Jesús por parte del Sanedrín y de Pilato (Cf. Mt 26,3.57; Jn 18,13-14.24.28), un hecho éste que constata la enorme influencia que el sumo sacerdote Anás, que había sido depuesto el año 15 d.C. por los romanos, ejerció a lo largo del pontificado de su suegro Caifás (18-36 d.C.).

El evangelista presenta este trasfondo histórico para dejar claro a sus lectores que Jesús, el Hijo de Dios encarnado de quién da fe con su escrito, no es un personaje ficticio o una invención o un mito, sino una persona real que vivió en aquel periodo concreto de la historia de Israel y del imperio romano. Y sobre esta base testimonia que la Buena Noticia que procede de Jesús y se proclama acerca de Él es tan real e histórica como el mismo Jesús. Por consiguiente, el momento histórico y la fecha cronológica indicada por el evangelista permanecen como un signo del obrar concreto y eficaz de Dios en la historia humana, a través del cual nos invita a acoger el Evangelio para poder ser levadura y sal en los acontecimientos históricos que estamos viviendo.

Dios interviene suscitando además un precursor de su Hijo. Se trata de Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, a quien Dios inspira e impulsa a vivir una vida ascética en el desierto y a predicar, de manera itinerante a lo largo del Jordán, un bautismo de conversión para el perdón de los pecados (Cf. Lc 3,3). El Bautista es, en realidad, aquel en quien el Señor cumple la profecía del Deuteroisaías (40,3-5), ya que detrás de Juan viene el Mesías, el verdadero Moisés que conduce a la humanidad desde la esclavitud y el exilio de esta vida terrena a la Tierra Prometida que es el seno mismo del Padre.

La imagen geográfica del “camino”, que reaparece nuevamente esta semana en las lecturas proclamadas, es fundamental para comprender este tiempo de Adviento y la vida cristiana en su globalidad. El grito del Bautista: «¡Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (Lc 3,4), es una fuerte llamada a que nos entreguemos totalmente en la preparación de la venida del Señor para poder ver y recibir “su salvación” (Lc 3,6). Se trata de preparar un camino recto y llano — signo de perfección y alegría —, semejante a aquellos “caminos procesionales” que en la antigüedad conducían a los templos y eran recorridos por los fieles con cantos de alegría y alborozo.

En tiempos del Segundo Isaías, estas palabras proféticas se referían al retorno de los exiliados, un evento que, como dice el Salmo, “parecía un sueño” y “llenaba la boca de risas y la lengua de cantares” (Sl 125,2), ya que aquellos que, como signo de la dureza del corazón de todo el pueblo de Israel, habían ido el año 586 a.C. llorosos, tristes y sometidos por los enemigos a Babilonia, enfilados en las largas columnas de deportados, regresaban a Palestina, tras el edicto de Ciro (el año 538 a.C.), con un corazón humilde, obediente y libre, que rebosaba alegría y gratitud.

También la lectura del libro de Baruc, atribuido al secretario de Jeremías (s. vi a.C.) aunque se trata de una recopilación de escritos publicados el s. ii a.C., nos invita a confiar en Dios. Jerusalén, que estaba de luto porque sus “hijos” habían sido exiliados y ella destruida, es exhortada a despojarse de sus vestidos de aflicción y a “revestirse de la justicia y de la gloria” que vienen de Dios (Ba 5,1). Este “vestido” esplendoroso es de índole espiritual y don gratuito de Dios, pues procede de su justicia, santidad y amor eterno. Por medio del exilio babilónico, adonde los habitantes de Judá «marcharon a pie, conducidos por el enemigo», el Señor se preparó un pueblo abierto a recibir los dones que quería comunicarles, y actúo con potencia para liberarlo y «traerlo con gloria, como llevado en carroza real» (Ba 5,6). Así lo indica, también, la frase subsiguiente del texto de Baruc que vincula las esperanzas de sus contemporáneos con aquellas a las que se refiere Is 40,3-4 (y actualiza posteriormente el evangelio): «Dios ha mandado abajarse a todos los montes elevados y a las colinas encumbradas, ha mandado llenarse a los barrancos hasta allanar el suelo, para que Israel camine con seguridad, guiado por la gloria de Dios» (Ba 5,7). El exilio fue, por tanto, el medio a través del cual “un resto de Israel” pudo pasar del orgullo (“montes y colinas”) y la indiferencia y desconfianza (“barrancos”), al “camino” seguro de la humildad y de la confianza en Dios.

A todos nos fascina el hermoso camino de la libertad, pero éste, como muestra la Escritura, no es fácil de seguir, ya que nos reclama humildad ante el Señor y audacia y valentía para realizar sus mandatos. Tanto es así que el “camino” a seguir para salir al encuentro del Señor que viene a liberarnos, no es otro que el “camino” de la Cruz gloriosa que Él mismo recorrió. Por eso la exhortación: «Preparad el camino del Señor» (Lc 3,4), ilumina una comprensión y tendencia errónea que puede surgir en el corazón del creyente cuando escucha el Evangelio. La insistencia en el anuncio del amor gratuito de Dios, sintetizado de alguna manera en la expresión: “Dios te ama en Jesucristo tal y como eres” y “Él hará todo por ti para salvarte”, puede conducir a entender la vida de manera “determinista” y llegar a paralizar la voluntad de la persona y a anular cualquier atisbo de creatividad propia que pudiera tener en relación con la salvación donada en Cristo-Jesús. Cuando esto ocurre, uno llega a autojustificarse y a quedarse anclado en una vida que gira en torno al propio egoísmo, pensando acomodadamente que “ha sido hecho de esa manera” y que “así le ama Dios”. Estos tales, como dice San Pablo, no dejan de estar ocupados cada vez más en “no hacer nada” por cambiar y adherirse verdaderamente al Señor, no cejando al mismo tiempo de inmiscuirse en “todas las cosas” de Dios y del prójimo (2Te 3,11) como si fueran sabios y justos.

Sin embargo el anuncio del Evangelio, del que forma parte el retorno glorioso del Señor Jesús, no suprime el empeño y la entrega personal sino todo lo contrario, ya que Dios, que cree en la capacidad de la persona humana para adherirse al bien y obrarlo, suscita y potencia la voluntad de aquel que acoge la Buena Noticia con corazón recto para que busque firme, activa y creativamente (según su propio carácter), su Reino (Cf. Lc 12,31). Por lo tanto, la noticia jubilosa “del retorno del Señor” reclama a quienquiera la escucha una respuesta irrenunciable de conversión y una preparación espiritual que debe incidir y vislumbrarse en su vida ordinaria. Esta respuesta debe darla el creyente y no Dios, aunque sea Él el que, con su obrar misericordioso, la suscite, sostenga e ilumine permanentemente.

En estas semanas previas a la Navidad, la Iglesia nos invita de nuevo a responder con hechos concretos de conversión al Señor que viene, como signo de la fe y la esperanza depositadas en Él y de la acogida auténtica de su amor misericordioso. Se trata, en definitiva, de remover los obstáculos que en nuestra vida retrasan o impiden la “Venida” del Espíritu del Señor a nuestro corazón y al seno de nuestra familia y comunidad; tal y como son el orgullo (= “las alturas”), o la indiferencia, la desconfianza y la falta de esperanza (= los valles), o los vicios (= lo torcido), o los sucios negocios y planes (= lo escabroso). “Allanar los senderos del Señor” (Lc 3,4) significará, por tanto, conformar nuestros proyectos de vida y nuestro modo de obrar a los “proyectos de justicia y amor de Dios” revelados en Jesucristo.

Este aspecto de conversión personal tendrá, sin duda, una influencia positiva en la sociedad en que se vive y en la que se está sembrando la semilla del Reino que uno mismo ha recibido. Vemos, por ejemplo, que en la actualidad muchos gobernantes y la mayoría de los medios de comunicación social se agitan por potenciar un laicismo que, en realidad, es un ateísmo práctico e “ideológico” que quiere imponerse incluso por medio de la legislación y de la educación. Se pretende con ello eliminar o apartar en un rincón del ámbito social cualquier referencia a la religión católica y a Jesucristo, condenándola y encadenándola al ámbito de lo privado y personal. Sin embargo, los cristianos, unidos al Señor en su mismo Espíritu, tenemos que lograr abrir el camino recto y llano de su humildad, mansedumbre y caridad en medio del tortuoso, violento y soberbio moverse de nuestra historia humana. A este “trabajo” espiritual tenemos que dedicarnos, humilde y constantemente, cada día, aprendiendo, no obstante las mil y una caídas que podemos tener, “a crecer cada vez más en el amor y en los valores de Cristo” (Flp 1,9), movidos por el deseo de ganar para Él a toda la humanidad, una vez que nosotros mismos ya hemos sido ganados por Él.

 

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