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Luz en mi Camino

12 abril, 2022 / Carmelitas
Viernes Santo: Celebración de la Pasión del Señor

Is 52,13–53,12

Sl 30(31),2.6.12-17.25

Jn 18,1–19,42

Heb 4,14-16; 5,7-9

En este día santo, la Iglesia recuerda la Pasión de nuestro Señor Jesús, sobre la que las lecturas ofrecen su desarrollo e interpretación.

La primera lectura tomada de Isaías, expone el Cuarto Canto del Siervo de YHWH, que puede dividirse en tres partes. La primera (Is 52,13-15) y la última (Is 53,11-12) proclaman la buena suerte del Siervo, mientras que la parte central describe su destino dramático de sufrimiento y muerte. El éxito final: «Mirad mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho» (Is 52,13), sólo lo alcanza después de su humillación extrema, y después de su sufrimiento inaudito que llega a suprimirle incluso su apariencia humana: «Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano» (Is 53,14).

Hay un hecho asombroso que comporta una interpretación nueva de la historia de la salvación, es decir, del obrar de Dios a favor del hombre: «¿A quién se le reveló el brazo del Señor?» (Is 53,1). Es decir, ¿en quién manifiesta Dios su omnipotencia? El descubrimiento de esta realidad es una noticia que cuesta creer («¿Quién creyó a nuestro anuncio?»). Se esperaría en los fuertes, en los ejércitos bien pertrechados, en los reyes poderosos,…, pero he aquí que no, que va a ser en alguien “sin figura, ni belleza, sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por todos los hombre, varón de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante quien se ocultan los rostros, siendo despreciado y desestimado” por todos (Is 53,2-3).

Y no sólo esto, pues la novedad se hace todavía más asombrosa e increíble cuando se afirma que los dolores del Siervo no son causados por sus propios pecados, sino que constituyen una expiación por los pecados de los demás: “soportó nuestros sufrimientos, nuestros dolores, nuestras rebeliones, nuestro castigo, nuestros crímenes, nuestros pecados” (Is 53,1-6). De tal modo, que los sufrimientos atroces que caen sobre Él y que escandalizan a aquellos que son testigos, constituyen en realidad una intercesión a favor de ellos. La contemplación de aquella figura desfigurada, de aquel hombre transformado en un guiñapo por causa de los castigos infligidos sobre Él, es la contemplación de la propia condición interna del hombre por causa del mal y del pecado. Toda la comunidad que habla y anuncia el destino del Siervo cumple una revelación increíble que será comprendida lentamente.

La inocencia y la paciencia del Siervo es evidente por su actitud: “maltratado, se humillaba voluntariamente y no abría la boca,… no hubo engaño en su boca,… y entregó su vida como expiación” (Is 53,7-10a). Y Dios, el Señor, acepta y agradece esta generosidad, la considera expresión perfecta de su ser y corazón, de su voluntad y amor hacia el hombre, y la recompensa con el premio de la fecundidad: «verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano» (Is 53,10b). El Siervo aparece unido íntimamente a Dios, como aquel que ejecuta el diseño misterioso e incomprensible de liberación del pecado y de la muerte que atenazan al hombre. Su sufrimiento expía y sana a todo el pueblo. Y el Justo sufriente ve luz, es decir, penetra en la intimidad misma de Dios y se sacia de su conocimiento, que es como decir, se sacia del Amor de Dios por el justifica a los que creen en Él (Is 53,11).

Es Dios mismo quien asegura que más allá de los sufrimientos, el Siervo será premiado: «Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre» (Is 53,12). Tendrá como recompensa los pueblos, una fecundidad inmensa de multitudes humanas a quienes dispensará la justicia divina, su misericordia. Todo ello tiene su gran explicación y realización en la pasión y en la muerte y resurrección de Jesús.

Jesús, como testimonia la epístola a los Hebreos, ha recibido el título de Sumo Sacerdote. La afirmación de su sacerdocio va unida a la exhortación a acercarse a Dios con confianza (Heb 4,14-16). Respecto al concepto sacerdotal veterotestamentario, el sacerdocio de Cristo presenta una novedad total, esto es, la capacidad de compadecerse porque ha sido solidario con las pruebas y experiencias humanas de dolor. El sacerdocio antiguo se vinculaba a un culto ritual y no admitía el sentimiento de la compasión y de la comprensión hacia los errantes, sino que se desarrollaba en la línea del rigor. El sacerdocio de Cristo, por el contrario, no es ritual sino existencial, no está separado de los hombres, sino que es solidario con ellos, excepto en el pecado. La dignidad divina filial de Jesús, Hijo de Dios, hace que su sacerdocio transcienda todas las formas humanas.

Expresión de cómo Jesús ejerce su sacerdocio es su oración. La epístola interpreta teológicamente la oración de Jesús en Getsemaní (Heb 5,7-9). La oración, que va desde la petición a ser liberado de la muerte a la aceptación de la misma muerte por una liberación superior que acontece en la resurrección, constituye el sacrificio del Sumo Sacerdote, sacrificio no-ritual sino existencial, en el que la víctima ofrecida es el mismo sacerdote oferente. Esta identidad del sacerdote y la víctima, expresa la transcendencia del sacerdocio de Cristo y su unidad y eficacia salvífica total.

El sufrimiento y la muerte de Jesús son el verdadero, único, auténtico sacrificio agradable a Dios. El sacrificio de su misma vida, y no de una realidad exterior al oferente. Sacerdote y víctima se identifican en la persona de Jesús. Tal identificación es posible por la transcendencia de su persona. El cristiano, que accede por la fe a esta revelación, está llamado a unirse a Cristo-Sacerdote y a ofrecerse unido a Él como víctima (Cf. Rm 12,1-2) y a extender la salvación, donada por Cristo, a todos los hombres.

El relato de la pasión, según San Juan, se organiza en cinco actos: arresto, proceso en casa del sumo sacerdote, proceso ante Pilato, muerte y, por último, sepultura. En su arresto (Jn 18,1-11), Jesús aparece como dominador de las personas y de los eventos: es Él el que “se adelanta” a los que vienen a arrestarle y quien comienza a interrogarles (18,4); no retrocede movido por el miedo, sino que son los que vienen a cogerle quienes retroceden y caen (Jn 18,6); no son ellos quienes ordenan, sino Jesús: “Dejad que éstos se vayan” (Jn 18,8); sólo cuando declara que quiere beber el cáliz que le ha dado el Padre, pueden arrestarlo (Jn 18,11-12).

Y domina porque es consciente de todo aquello que tenía que acontecer (Jn 18,4), sabedor de quién es, de su divinidad (“Yo Soy”, Jn 19,5-8). No es, por tanto, una superioridad psicológica, a semejanza de un héroe que se enfrenta a un destino injusto, sino que Jesús domina los eventos porque los hace, y los hace porque los conoce, y los conoce porque en Él está presente el “Yo Soy” divino. En su pasión, en su profundo y atroz sufrimiento, aflora su majestuosa divinidad, su unión con el Padre en una única e inquebrantable voluntad, en un proyecto común sobre Él mismo y sobre la salvación humana.

En el proceso ante Pilato (Jn 18,28–29,16), se revela la realeza transcendente de Jesús y lo que ésta significa para Él (Jn 19,1-4).

A simple vista, Jesús es vencido, condenado, crucificado, muerto y sepultado. Un fracasado total. Pero la realidad, fundamentada en Dios, y a la que se accede por la fe, es otra: Jesús es el vencedor, el Rey dominador de eventos y personas, que revela el amor omnipotente y misericordioso del Padre. La lucha que atraviesa todo el proceso entre las tinieblas y la luz, la mentira y la verdad, la muerte y la vida, en definitiva, entre el demonio y Jesús, termina con la victoria de la luz, la verdad y la vida, es decir, con la victoria de Jesús.

Jesús es el Rey, pero su realeza no es política ni mundana, no se basa en el poder, las riquezas, o el dominio opresor, sino transcendente y divina. Consiste en la verdad (Jn 18,37), en la cruz (Jn 19,19).

 

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