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Luz en mi Camino

15 abril, 2022 / Carmelitas
Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

He 10,34a.37-43

Sl 117(118),1-2.16ab-17.22-23

Jn 20,1-9

Col 3,1-4

Hoy celebramos la fiesta más importante de todo el año litúrgico: la Solemnidad de la Resurrección del Señor. Una fiesta llena de luz, de esperanza y de vida, que brota de Jesucristo muerto y resucitado para nuestro bien, es decir, para ofrecernos el perdón por nuestros pecados, ayudarnos a vivir una vida santa e introducirnos en la plenitud de la vida divina que es comunión de amor.

Jesús hizo presente su bondad hacia los hombres a lo largo de toda su vida pública, tal y como lo atestigua Pedro en la primera lectura: «Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él» (He 10,38). Su muerte y resurrección — de las que Pedro y los demás discípulos fueron testigos por designación divina —, no sólo pusieron de manifiesto que la bondad y la fuerza de Jesús para liberar a los oprimidos nacían del Espíritu Santo con que Dios le había ungido, sino también que dicho Espíritu había vivificado su cuerpo de manera gloriosa y el Padre le había establecido como Juez universal de toda la humanidad, de los vivos y de los muertos (He 10,39-42). Y es este mismo Espíritu de Jesús el que otorga ahora el perdón de los pecados a aquellos que creen en su Nombre, es decir, en su Persona y obra.

Por eso Jesús resucitado es, como dice Pablo a los Colosenses, el bien supremo que hay que buscar. Es el Bien que procede “de arriba”, es decir, del Cielo, de Dios mismo. Jesucristo es el principio de la vida nueva que se nos da a vivir por medio del bautismo: «Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios» (Col 3,3). Hoy, al celebrar la resurrección del Señor, tenemos que tomar mayor conciencia de que en nuestro bautismo hemos “muerto y resucitado en Cristo” al creer que Dios ha obrado en su Hijo a favor nuestro (Cf. Col 2,12), y que esta realidad de nuestra vida de creyentes es la que nos impulsa a armonizar y conformar todo lo que somos y hacemos con Cristo glorificado, abandonando la vieja levadura del pecado (que es contraria a esta vida nueva y a la ya que “hemos muerto”) para unirnos más plenamente a Él.

Por tanto, la oposición entre “las cosas de arriba” y “aquellas de la tierra” no debe entenderse como referida a una distinción espacial o geográfica (arriba: el cielo; abajo: la tierra), o como un apelo a despreciar las realidades terrenas en las que vivimos, sino como el contraste entre dos conductas existenciales: por una parte, aquella que está en sintonía con Cristo, que se guía según su enseñanza y mandamiento de la caridad fraterna y está impulsada por el Espíritu Santo, y, por otra parte, aquella que está en desacuerdo con Él y se mueve a impulsos de los propios deseos carnales y mundanos ajenos a la voluntad divina.

El comportamiento del cristiano no nace, por tanto, de la Ley o del deseo carnal, sino que es consecuencia de la dignidad de “hijo de Dios” que, por la fe, ha recibido de Jesús, muerto y resucitado. La misma fe sobre la que el evangelio narra su incipiente aparición: «Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado al sepulcro; vio y creyó» (Jn 20,8).

Todo tiene lugar el primer día de la semana, el día que permanecerá para los cristianos como el día del Señor: el domingo. Aunque la luz del amanecer estaba próxima, cuando María Magdalena se acerca al sepulcro “aún estaba oscuro” (Jn 20,1). Y era importante señalar este pormenor para connotar no sólo la oscuridad exterior, sino también, en su valencia simbólica, las tinieblas, tristezas y miedos que afligían el interior de María Magdalena (al igual que aquel de los demás discípulos, Cf. Jn 20,11.19), al no estar todavía iluminado por la fe pascual. Tanto es así que, si bien la losa ya no cerraba la entrada del sepulcro, ni el cuerpo de Jesús se encontraba dentro, María Magdalena interpreta estos hechos negativamente y así se lo expone a Pedro y al otro discípulo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn 20,2).

Y ambos discípulos, en cuanto recibieron esta noticia, corrieron raudos hacia el sepulcro. El otro discípulo precedió a Pedro, pero reconoció su primacía dejándole entrar en primer lugar dentro del sepulcro (Jn 20,4-5). Una vez dentro, se dieron cuenta de que todo se encontraba en un “orden” que no evidenciaba que el cuerpo del Señor hubiera sido robado: “las vendas de lino (estaban) tendidas (en el arcosolio) y el sudario, con que habían cubierto la cabeza, no tendido con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte” (Jn 20,6-7).

Todo lo que contemplaron estaba en función de que la fe acaeciera. La piedra removida de la entrada, el cuerpo “desaparecido” y la disposición de las vendas y el sudario, transmiten en sí mismas un mensaje divino que, basado en todo lo que Jesús ha enseñado, obrado y anunciado (en conformidad con la Escritura; Cf. Jn 20,9), suscita finalmente el gran milagro de la fe: el discípulo amado “entró, vio y creyó” que Jesús había resucitado (Jn 20,8).

La extraordinaria noticia de la resurrección del Señor puede, sin embargo, ser despreciada o devaluada por el hombre, al no comprender lo que significa para él en medio de la situación de oscuridad y de dolor en la que se encuentra. Poner nombre a esta “oscuridad” y al sufrimiento que la embarga no es difícil. Basta pensar en las víctimas de las innumerables guerras existentes por todo el orbe; en las familias desmoronadas; en los menores abusados; en los jóvenes — y no tan jóvenes — destrozados física y moralmente por la vorágine de la drogadicción, del alcoholismo, de la prostitución o de la delincuencia; en las mujeres despreciadas y violentadas; en los millones de abortos y sus posteriores consecuencias para las mujeres y la sociedad; en los ancianos despreciados y abandonados; en los enfermos terminales; y en tantas personas que, solas y vacías en su interior, se enredan en el universo virtual de la web para vivir una vida paralela falsa, irreal y traumática.

Pues bien, es en este panorama oscuro y desolador, en el que hoy, en este día Santo, en esta mañana gloriosa, se anuncia para todos el “amanecer de un nuevo Día”, porque, tal y como celebramos y cantamos en la Vigilia Pascual ante el Cirio, símbolo de Cristo, Luz del mundo: “Esta es la noche en que Cristo ha vencido la muerte y del infierno retorna victorioso. Esta es la noche que perdona los pecados y lava las culpas”, porque “¡Cristo ha resucitado de la muerte (que era la nuestra)!”, y porque los que creen en Él son incorporados a su muerte y resurrección salvíficas. Por eso, en Jesucristo, la verdadera alegría es devuelta a los tristes, la esperanza a los desahuciados, la inocencia a los perversos, la dignidad a los miserables y la vida eterna al hombre condenado a morir.

Que hoy renovemos verdaderamente nuestra fe en Cristo, y que nuestro corazón, lleno de agradecimiento a Dios, se alegre por el don extraordinario de su Hijo, muerto y resucitado por nosotros. Él es la Luz que nos ha arrancado de la oscuridad del Mal, la Esperanza salvífica que reina en nuestros corazones, y la Vida de Amor que gustamos, nos empeñamos en vivir y anhelamos alcanzar plenamente en el Cielo.

 

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