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Luz en mi Camino

15 octubre, 2022 / Carmelitas
Vigésimo Noveno Domingo del Tiempo Ordinario

Ex 17,8-13

Sl 120(121),1-8

Lc 18,1-8

2Tim 3,14–4,2

La liturgia de la Palabra acentúa este domingo la oración continua, que debe fundamentarse en la fe y en la plena confianza en Dios. La primera lectura, que presenta a Moisés orando a favor de Israel, ofrece un trasfondo apropiado para comprender la lectura evangélica, en la que Jesús inculca a los discípulos la necesidad que tienen de orar siempre y sin desalentarse.

En la llanura de Refidím, en el mismo lugar donde Israel había murmurado contra Moisés y se había querellado contra YHWH por la falta de agua, preguntándose si verdaderamente el Señor estaba entre ellos (Cf. Ex 17,7), lugar que desde entonces pasó a llamarse Masá (tentación) y Meribá (querella), Israel fue atacado por los amalecitas (Cf. Ex 17,1-2.18). Era un nuevo momento de sufrimiento para el pueblo, pero también un nuevo momento para manifestar su fe y crecer en la unión con YHWH-Dios. Mientras todo Israel se enfrentaba, por primera vez y guiados por Josué, con sus armas de guerra contra Amalec, sólo Moisés, en nombre de todo el pueblo y asumiendo sobre sí la actitud de cada israelita, se dispuso a combatir con el arma de la oración, en permanente vigilia delante del Señor.

Moisés era consciente de que sin la ayuda del Señor, “el que hizo el cielo y la tierra” (Sl 121,2), de nada servía el coraje y la fuerza de los israelitas y, de algún modo, ya hacía suyas, en su oración, las palabras que más tarde formulará el salmista y rezará Israel: «Danos ayuda contra el adversario que es vano el socorro del hombre. ¡Con Dios hemos de hacer proezas, y Él hollará a nuestros adversarios» (Sl 60,13-14); y en otro salmo se afirma igualmente que sólo la acción de YHWH, a quien el pueblo invoca, permite vencer a Israel y estar de pie frente a los enemigos: «Unos con los carros, otros con los caballos, nosotros invocamos el nombre de YHWH, nuestro Dios. Ellos se doblegan y caen, y nosotros en pie nos mantenemos» (Sl 20,8-9; Cf. Sl 33,16-17). Y Moisés, siendo constante y tenaz en la oración y confiando plenamente en YHWH, comprende al final de la tarde, cuando el sol se pone y está a punto de comenzar un nuevo día (según la concepción semita), la eficacia de la oración al contemplar la derrota del enemigo amalecita (Cf. Ex 17,12-13).

Esa perseverancia, firmeza y eficacia, también se evidencian en la viuda de la parábola que Jesús dirige a sus discípulos (Cf. Lc 18,1-8). Dos personajes son centrales en el relato. Por una parte, un juez inicuo, incrédulo y sin caridad alguna, completamente entregado a lograr, por medio de su profesión, sus egoístas intereses (Cf. Lc 18,2). No faltan ejemplos en cada generación de este tipo de jueces, a los que se les puede aplicar las denuncias que ya los antiguos profetas les dirigían, como aquella de Isaías cuando dice: «¡Ay! Los que decretan decretos inicuos, y los escribientes que escriben vejaciones, excluyendo del juicio a los débiles, atropellando el derecho de los míseros de mi pueblo, haciendo de las viudas su botín, y despojando a los huérfanos» (10,1-2).

Y es que, en consideración a tales palabras, el segundo personaje de la parábola es una viuda que, por carecer de marido, del cabeza de familia, se ve expuesta, al igual que ocurría a los huérfanos, al abuso de todos los que desean hacerse con sus pocos o muchos haberes (Cf. Lc 18,3). Hasta tal punto estaban indefensas estas “clases sociales”, que Dios mismo se presenta como Defensor suyo, como «Padre de los huérfanos y tutor de las viudas es Dios en su santa morada» (Sl 68,6), y exhorta a hacerles justicia para que los pecados de Israel sean verdaderamente lavados: «Aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1,17). YHWH se manifiesta a favor de los débiles, de los “sin-derechos”, de los que se ven aplastados por el peso de la injusticia humana, y reclama al mismo hombre, y particularmente a los israelitas, que restablezca esta justicia antes de que él mismo se vea sometido al juicio divino.

Ahora bien, lo que causa admiración es que la viuda, aunque es objeto de injusticia y opresión por parte de su adversario y se encuentra indefensa ante él, no se resigna a dicha situación (que sería como aprobar la injusticia), ni se aflige, ni desespera, ni — por decirlo con un terminología actual — “entra en depresión”, sino que, apoyada en su firme deseo de obtener justicia, saca fuerza y coraje para reclamar el restablecimiento de sus derechos violentados y pisoteados ante aquel arrogante juez que con tanta indiferencia la trata. A pesar de los rechazos, de los intentos de enmudecerla y de los desprecios que a buen seguro tenía que soportar cada día, la voz de la viuda, la única arma que le quedaba, resonaba una y otra vez, día tras día, en la sala del juzgado reclamando justicia: «¡Hazme justicia frente a mi adversario!» (Lc 18,3). Su queja era una simple gota, pero terminó colmando el vaso de la “impaciencia” del juez, que comprendió que jamás iba a poder apagar las ansias de justicia de aquella mujer y determinó, por una vez, dejar a un lado su arrogancia y hacerle justicia para verse liberado de aquella martilleante voz que golpeaba su conciencia y denunciaba su inmoral proceder.

Algunas enseñanzas que de esta parábola y de la subsiguiente aplicación que de ella hace Jesús podemos sacar, podemos sintetizarlas en los siguientes tres puntos que, a continuación, comentaré brevemente: (1) El discípulo, a semejanza de la viuda, debe orar sin desfallecer; (2) Dios-Padre siempre escucha y está cerca de los discípulos para salvarles (“hacerles justicia”); (3) El verdadero creyente espera la venida del Hijo del hombre con fe viva, con una fe existencial que pone de manifiesto, precisamente, en su oración continua.

La primera enseñanza a tener en cuenta es, por tanto, que la viuda es presentada como paradigma de constancia, que clama, reclama y espera contra toda esperanza, frente a un juez malvado. Le queda la voz y su firmeza interior, su amor, podríamos decir, en pos de lo justo. Personifica así a los discípulos de Jesús que, siguiéndole, están entrando en el Reino de Dios. Éstos se encontrarán en medio del mundo como “ovejas entre lobos”, perseguidos, vilipendiados, difamados,… por haber puesto sólo en Dios-Padre y en su Hijo, Jesús, toda su esperanza y confianza. Por eso tienen que mantenerse siempre unidos al Padre a través de la oración continua y persistente, “día y noche” (Lc 18,6), para no sucumbir, afirmados en la esperanza que brota, precisamente, de esa misma unión que, a través de la oración, viven con Dios.

La oración es, sin duda, un milagro que Dios suscita en el creyente al entablar con él un diálogo vital, esto es, histórico y personal, introduciéndole en la “misteriosa y maravillosa aventura” del camino de la salvación. Pero la oración, como parte de ese camino, es también una lucha espiritual que la Biblia presenta de muchos modos, como, por ejemplo, en la oración de Moisés que expone la primera lectura o en la lucha que Jacob sostiene contra Dios en el torrente Yabboq (Gn 32,23-33; Cf. Os 12,4-6) o en la persistente reclamación de justicia de la viuda del evangelio.

Los rabinos exhortan a estudiar la Torah constantemente, porque «quien está despierto por la noche o quien camina solo y permite que su mente se entretenga en pensamientos vanos en vez de en la Torah, es responsable de un pecado mortal» (Av 3,4; Cf. Sl 1,2). Pero Jesús ya no habla de esa continua meditación de la Torah, sino de esa continua unión con el Padre a través de la oración (que presupone, sin duda, el conocimiento de la Torah y de las Escrituras, como deja también vislumbrar la segunda lectura, 2Tim 3,14-16). La Palabra de Dios, escrita y encarnada, se convierte en el discípulo, a través del don del Espíritu Santo (Cf. Lc 11,13), en una relación vital e íntima con Dios. Esta relación se explicita en la oración, en la que el discípulo-hijo expresa su amor al Padre, a cuyo servicio se entrega y cuya voluntad desea cumplir de manera perfecta con todo su ser.

La segunda enseñanza a tener en cuenta es que Jesús deja claro que Dios-Padre no está lejos de sus fieles, ni es indiferente a su situación de sufrimiento. Todo lo contrario. Utilizando el argumento a fortiori, el Señor da a entender que si un juez tan perverso como aquel de la parábola terminó plegándose ante la súplica insistente de la viuda, cuánto más Dios-Padre, que es un Juez justo y bondadoso, actuará a favor de sus fieles que sufren en el mundo por su causa.

Podemos decir que al igual que YHWH es proclamado “defensor de las viudas” en el AT, los discípulos de Jesús deben saber que Dios-Padre es ahora su Juez defensor. Y deben saber, igualmente, que el obrar divino es misterioso y reclama la fe; y que dicho obrar se realiza, la mayoría de las veces, a través de caminos no esperados ni pensados por el hombre, aunque siempre culminan en la luz y en la vida bienaventurada para aquellos que a Él se acogen y en Él esperan (la resurrección de Jesús después de su crucifixión y muerte violenta será la confirmación definitiva de esta verdad). Es necesario, por tanto, que el discípulo esté en vela y vigilante en la oración, es decir, esté permanentemente unido al Padre en continuo diálogo de amor con Él, porque Dios obrará a su favor y la espera (unido a Él) no será “larga” (Lc 18,8).

Por último, la mención de la venida gloriosa del Hijo del hombre hace que la oración del creyente se tilde de un aspecto escatológico y se vea marcada, tras la resurrección-ascensión de Jesús, por el deseo de que Éste retorne pronto. Esta venida del Hijo del hombre llegará al improviso, de ahí la necesidad de estar vigilantes en todo tiempo y circunstancia. Pues «como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre. Comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca; vino el diluvio y los hizo perecer a todos» (Lc 17,26-27).

En estos tiempos que vivimos de excesivo materialismo, de gran superficialidad en las relaciones humanas, de abandono de la fe cristiana y desinterés por el Evangelio, tiempos en los que contemplamos la fatiga con que unos pocos se empeñan por vivir la verdad y el amor de Cristo sin dejar que la iniquidad y la frivolidad imperante les enfríe su corazón creyente, la pregunta final de Jesús: «Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18,8), se nos hace más apremiante, una verdadera apelación a mantenernos firmes en la fe que profesamos. La fe es esencial y fundamental para la oración. Sólo quien cree en Dios, y en Jesús, el Hijo del hombre, le reza y espera en Él. La fe y la esperanza en su Venida se expresarán en la oración perseverante. Quien no cree y espera en su bondad y amor extremos, no puede orar de modo adecuado. Además, no debemos olvidar que vinculada a la fe y a la oración constante está la promesa de la salvación (= “hacer justicia”; Lc 18,8) que nos ha dado Jesús, a la que también se refiere en el primer evangelio diciendo: «Al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de la mayoría se enfriará, pero el que persevere hasta el fin, ése será salvado» (Mt 24,12-13).

Pidamos hoy a Dios el don de la oración continua y, practicándola, no cejemos de pedirle que aumente y fortalezca nuestra fe, para poder crecer, como hijos suyos, en la esperanza y en la caridad, aguardando siempre vigilantes el retorno de su Hijo y nuestro Salvador Jesucristo (Cf. Tit 2,13).

 

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