He 1,1-11
Sl 46(47),2-3.6-7.8-9
Ef 1,17-23
Lc 24,46-53
Aunque separados canónicamente por el evangelio de Juan, el evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles forman una única obra. Ambas partes están enlazadas por el relato de la Ascensión de Jesús, que es tratado desde perspectivas diversas pero complementarias a la vez. También la segunda lectura, tomada de la carta a los Efesios, alude a la Ascensión cuando afirma que Dios, el Padre de la gloria, «ha sentado a Jesucristo a su derecha en el cielo» (1,20).
El término “ascensión” (anástasis) indica un “movimiento hacia arriba”, que en el caso de Jesús llega hasta “el mismo cielo”, es decir, hasta la morada misma de Dios. Precisamente Lucas presenta el camino de Jesús hacia Jerusalén (Lc 9,51–19,27) como su “subida” hacia esa meta y destino último de su existencia terrena; y así lo señala cuando, tras el acontecimiento de la Transfiguración, dice que “se iban cumpliendo los días de su ascensión”, es decir, el tiempo de ser llevado al cielo (Lc 9,51). Por consiguiente, y según el texto evangélico, Jesús concluye su ministerio terreno y el tiempo de sus apariciones a los discípulos con la ascensión, con la que obtiene la plenitud de su señorío sobre todas las cosas.
Jesús sabía que tenía que “subir” a Jerusalén para realizar su “éxodo” (Lc 9,31) y pasar completamente al Padre a través de su muerte, resurrección y, finalmente, con su Ascensión. De este modo, la humanidad no sólo es salvada en la carne de Jesucristo sino también “ascendida” al seno del Padre. Así pues, todo el misterio pascual — muerte, resurrección y ascensión — manifiesta, separada y conjuntamente, “el amor extremo” de Jesús por sus discípulos y revela el “amor del Padre” por todos los hombres.
Este amor universal de Dios se ve confirmado por la bendición que derrama Jesús sobre sus discípulos al separarse de ellos para entrar en el Cielo: «Levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, y fue llevado al cielo» (Lc 24,50-51). Jesús bendice a sus discípulos alzando las manos al igual que hacía el Sumo Sacerdote después del sacrificio (Cf. Lv 9,22; Sir 50,20-21), anticipando de este modo la inminente efusión del Espíritu Santo que es la bendición de Dios, es decir, el don de su misma vida y amor derramado en aquellos que creen en su Hijo. Este don corrobora que la muerte de Jesús ha sido el sacrificio perfecto del que procede toda bendición.
En la lectura de los Hechos, la Ascensión no sólo señala el periodo de la “ausencia” de Jesús, sino también el inicio del testimonio evangélico (He 1,6-11). Jesús mismo corrige a sus discípulos para que dejen de pensar y esperar en una mera restauración política de Israel («Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?») y les orienta hacia la tarea que tienen que realizar hasta su retorno glorioso, esto es: ser testigos del Resucitado para toda la humanidad, hasta los confines de la tierra (He 1,7-8). Esta misión nos incumbe a todos, puesto que, a partir de la Ascensión, el discipulado fiel ya no consiste únicamente en mantener una actitud pasiva esperando la plena manifestación del Reino de Dios, sino que reclama y comporta la actividad de difundir la Palabra, el mensaje cristiano de la salvación que uno mismo ha recibido y está viviendo.
Los apóstoles son testigos autorizados del “lugar” en el que se encuentra Jesús resucitado. Hasta cinco veces se subraya, con distintos términos y expresiones (vieron/vista/fijos los ojos al cielo/ viéndole irse/mirando al cielo), que los discípulos “ven” hacia donde es elevado Jesús. Por eso su testimonio es sólido y seguro: Jesús ha ascendido al Cielo, es decir, ha entrado en la transcendencia de Dios-Padre — como indica simbólicamente la nube que le aparta de la vista—. Esta verdad forma parte de nuestra profesión de fe, en la que confesamos que Jesús “subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre”.
Ahora bien, para poder ser testigos cualificados y garantes de la fe, los apóstoles tuvieron que esperar la Promesa del Padre y acogerla en sus corazones, tal y como lo subraya Jesús en el evangelio: «Yo enviaré sobre vosotros la Promesa de mi Padre» (Lc 24,49), y en la primera lectura, donde explicita que se trata de don del Espíritu Santo: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (He 1,8). Además, sólo porque está impulsada por la potencia del Espíritu Santo, la misión evangelizadora ya no estará limitada a Israel sino que abarcará a todo el mundo: «en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo» (He 1,8). Así pues, y como cumplimiento de la profecía de Isaías, la Ciudad Santa será el lugar desde el que la Buena Noticia acerca de Jesucristo se extenderá a todos los lugares del orbe: «Pues de Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la palabra del Señor» (Is 5,3b).
La entrada de la naturaleza humana de Jesús en Dios por medio de la Ascensión, muestra que la omnipotencia de Dios, “la extraordinaria grandeza de su poder” (Ef 1,19), está a favor del hombre para “divinizarlo” y unirlo a Él. Por eso nos dice Pablo que tenemos que crecer en la comprensión de «la eficacia de la fuerza poderosa que [Dios] desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro» (Ef 1,19b-21). Esto quiere decir que, en Cristo, admiramos y contemplamos la plenitud de vida y de gloria que estamos llamados a alcanzar, por lo que hemos de orar, junto con Pablo, para que Dios ilumine los ojos de nuestra mente y podamos comprender la esperanza a la que nos llama y «la riqueza de gloria que da en herencia a los santos» (Ef 1,18).
Sólo a la luz del Evangelio es posible comprender que, para llegar a Dios, no es necesario recorrer templos, santuarios o lugares sagrados, ni levantar el velo de púrpura que cubría el Santo de los Santos del Templo de Jerusalén, ni cumplir rituales interminables de purificación corporal, sino adherirse con plena confianza a Jesús, en “cuya carne” Dios ha abierto para todos un camino “vivo y santo” que nos purifica y nos introduce en el mismo Cielo (Cf. Heb 10,19-20).
Por consiguiente, la Ascensión no sólo es para nosotros el sólido fundamento de nuestra esperanza de reunirnos un día con Cristo, sino también, como el ángel del Señor indica en la primera lectura, un estímulo constante para ser sus testigos y, a través de la evangelización, transformar el mundo según el diseño salvífico que Dios ha realizado y manifestado en la pasión, muerte, resurrección y ascensión de su Hijo, Jesucristo.
A nosotros nos ha tocado vivir en el tiempo de la propagación de la fe y del testimonio de la esperanza y de la caridad que en Jesús hemos recibido, siendo conscientes, a la luz del Espíritu, de que toda la humanidad tiene que ser preparada y transformada por el anuncio evangélico y la fe en Jesús, para que, cuando Él retorne glorioso, la encuentre bien dispuesta para acogerlo, dado que «el mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse» (He 1,11).