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Luz en mi Camino

8 junio, 2019 / Carmelitas
Solemnidad de Pentecostés

He 2,1-11

Sl 103(104),1.24.29-31.34

Jn 20,19-23

1Cor 12,3b-7.12-13

La Solemnidad que hoy celebramos es fundamental para la vida y el crecimiento de la Iglesia en la multiplicidad de sus dones, ministerios y funciones, tal y como nos dice Pablo en su carta a los Corintios. Por otra parte, la primera lectura y el evangelio presentan dos relatos diversos sobre el don del Espíritu Santo que nos ayudan a comprender la grandeza de esta fiesta de Pentecostés.

En la narración de los Hechos, el grupo de discípulos se encuentra reunido en oración, rogando y esperando el cumplimiento de la promesa que Jesús les ha prometido (He 1,8). El envío del Espíritu coincide con la Fiesta de Pentecostés —también llamada Fiesta de las Semanas o de la Recolección —, que se celebraba siete semanas después del inicio de la cosecha (Cf. Ex 23,16). Pentecostés significa “quincuagésimo” y era el nombre que los judíos de lengua griega daban a esta fiesta, celebrada “en el día cincuenta” como conclusión de las fiestas pascuales.

Esta celebración estaba vinculada originariamente a la agricultura. En los días del rey Salomón ya es mencionada (Cf. 2Cr 8,13) como la segunda de las tres grandes fiestas anuales (Cf. Dt 16,16). El día de su conmemoración era un día santo en el que no podía realizarse ningún trabajo servil y en el que todo varón israelita tenía que acudir al Templo (Cf. Lv 23,21). De las casas se ofrecían las primicias del trigo o de la cebada, llevando al santuario una ofrenda de dos panes de harina fina y nueva cocidos con levadura, que eran mecidos por el sacerdote ante el Señor, juntamente con los sacrificios de animales realizados como ofrenda de expiación y de paz (Lv 23,17-20; Cf. Dt 16,9-10). Era un día de gozo y de acción de gracias a Dios por haber bendecido las cosechas, y de expresión del temor del Señor que embargaba el corazón de cada israelita (Cf. Jr 5,24).

Con el paso del tiempo, la fiesta fue adquiriendo un significado histórico-salvífico. Se tomó conciencia de que aquellas acciones de agradecimiento y de temor eran realizadas por un pueblo redimido — de ahí las ofrendas por el pecado y la paz —, que había sido liberado de la esclavitud de Egipto y vivía unido en santa alianza con YHWH-Dios. Fue así como Pentecostés llegó a convertirse en la época intertestamentaria y, sobre todo, tras la destrucción de Templo de Jerusalén el año 70 d.C., casi exclusivamente en la memoria de la entrega de la Ley en el Sinaí (Ex 19,1), celebrada 50 días después de la salida de Egipto.

En la teofanía del Sinaí, Dios se había manifestado en el fragor de truenos, de viento impetuoso, de fuego y de terremotos, y ahora, en Jerusalén, aflora la imagen de un nuevo Sinaí de índole espiritual e interior. Cada uno de los discípulos, unidos en oración unánime, se convierte en un “Sinaí” y en un templo en el que irrumpe el Espíritu, el sello de la Nueva Alianza, que se manifiesta con diversos símbolos llenos de significado.

Aparece, en primer lugar, de manera sonora, auditiva, con un ruido, un estruendo que proviene del cielo: «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban» (He 2,2). Lo que llena el lugar donde está reunida la pequeña comunidad de discípulos es este “ruido celeste” semejante a aquel que hace un viento impetuoso. La mención del “viento” ya deja entrever la venida del Espíritu, pues la palabra griega pneuma puede significar espíritu y viento.

Junto al aspecto auditivo se da un aspecto visual, la aparición de “algo” que proviene del mundo divino. Se trata de “lenguas” como “de fuego” que se distribuyen y se posan “visiblemente” en cada uno de los discípulos (He 2,3). En el AT, el fuego es signo de la presencia de Dios, que se apareció a Moisés en la zarza ardiente (Ex 3,2), guió a su pueblo en la columna de fuego (Ex 13,21), y bajó sobre el Sinaí con fuego (Ex 19,18).

Eso que les llena es, por tanto, el Espíritu Santo, el Espíritu mismo de Dios: «Se llenaron todos del Espíritu Santo» (He 2,4); y como signo de esta fuerza sobrenatural y amorosa que ha penetrado su corazón y su mente, todo su ser, “empezaron a hablar en otras lenguas”. Los hebreos, considerando la lista de las naciones presente en Gn 10, pensaban que en el mundo existían setenta lenguas diversas, y así lo expresa un midrash sobre el Éxodo: “La voz de Dios en el Sinaí, cuando fue pronunciada, se dividió en setenta voces de setenta lenguas, para que todas las naciones pudiesen comprender”.

Este texto de Hechos también nos recuerdo a Babel, la ciudad que simboliza la materialidad, el ensoberbecimiento humano y la opresión, donde fueron confundidas las lenguas y surgió entre los hombres la división, la desunión, la dispersión y la soledad porque no se comprendían unos a otros. Pero ahora, en Pentecostés, el Espíritu se establece como fuente de armonía, de unión y de comunión, pues el amor de Dios, manifestado en Jesucristo, se extiende a todas las gentes en todas las lenguas, para unir a todos en un solo pueblo que anuncie, en la plenitud de la alegría, su alabanza. Las “lenguas de fuego” es el lenguaje universal del anuncio evangélico, que conduce a la unión en la oración y en la alabanza al Dios vivo. Si en Gn 11,7 se dice que “ninguno comprendía lo que decía su prójimo”, ahora, gracias al Espíritu, “cada uno entiende las maravillas de Dios en su propia lengua” (He 2,6). ¡Qué importante es esto para nosotros! La lengua, nuestro idioma, no puede ser motivo de separación, instrumento político para establecer divisiones y separaciones entre unos y otros, porque Dios, en este día santo, nos recuerda que en Él todo corazón debe dejarse henchir por el don de su Espíritu, de su “lengua de fuego amoroso”, de tal modo que el propio idioma se convierta en instrumento de comunión y de comunicación de la alegría y de la vida divina recibidas.

En el texto del evangelio de Juan, la efusión del Espíritu coincide con la Pascua: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana» (Jn 20,19). Jesús, crucificado, muerto y resucitado es el manantial del que fluye el don del Espíritu Santo (Jn 19,30; 20,20.22). Durante la Última Cena, Jesús había prometido en cinco ocasiones a los discípulos el envío del Paráclito o Consolador, un término que posee un fuerte sentido jurídico y que da a entender que el Espíritu es el Defensor de los discípulos y de la Iglesia frente al desprecio que recibe del mundo y las persecuciones que sufre por el mal. Sí, el Espíritu acude en ayuda del discípulo para consolarlo y defenderlo como abogado defensor, fortaleciéndole en el amor incondicional del Padre manifestado en Jesucristo y haciéndole partícipe de su victoria sobre el mundo, la muerte y el mal.

Al donar el Espíritu, Jesús, situado en medio de sus discípulos, realiza un acto simbólico: «exhaló su aliento sobre ellos» (Jn 20,22), que evoca el evento primigenio de la creación, cuando el Espíritu “aleteaba sobre las aguas” (Gn 1,2) y, por voluntad divina, penetró en la criatura humana como aliento de vida (Gn 2,7; Sb 15,11). Es Jesús, el Hombre Espiritual, el que cumple ahora aquello que, al inicio de los tiempos, quedaba incoado en el hombre terreno, carnal. Por eso, junto con el signo, pronuncia el Resucitado unas palabras eficaces que realizan lo que significan: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados;…» (Jn 20,22b-23). Es en este momento en el que aparece sobre la faz de la tierra el hombre nuevo movido y recreado por el Espíritu de Dios, liberado del mal — gracias al sacramento del perdón celebrado en la Iglesia —, dominador sobre la debilidad de la propia carne, y capaz de amar hasta el extremo como Jesús mismo le ha amado (Cf. Jn 13,34).

Con Jesús y el don de su Espíritu, acontece una nueva creación, aparece una nueva humanidad que ya no camina hacia la construcción de Babilonia, sino hacia la nueva Jerusalén que baja del Cielo y cuyas primicias se viven en la Iglesia. Y esto es así porque el Espíritu se encarga de hacer “memorial”, es decir, de actualizar en el presente las palabras de Jesús, de hacerlas semillas fecundas en el corazón del creyente, ayudándole a comprenderlas más profundamente en relación con la vida, las obras y la persona de Jesús. De igual modo, sólo gracias al Espíritu, las ofrendas del “pan y del vino” se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y sólo gracias a Él, los fieles, alimentados con este Pan del Cielo, somos transformados en una ofrenda de alabanza viva y santa al Padre.

Sí, sólo el Espíritu nos desvela, en nuestro interior, la vida última, perfecta, y eterna que brota de la unión con Jesús; sólo Él, nos levanta de nuestras caídas continuas en el pecado y, transformándonos interiormente, nos resucita moralmente arrancándonos de nuestros vicios; es Él, asimismo, el que nos libra de la esclavitud del mal y del miedo, y nos ayuda a vivir en la libertad de los hijos de Dios, poniendo un nuestro corazón el amor del Padre y suscitando en nuestros labios la invocación con que a Él nos dirigimos como “¡Abba! Padre querido”.

Jesús resucitado está presente en medio de su Iglesia en su Espíritu, y en Él somos enviados a anunciar la buena nueva del Evangelio, para que todos los hombres lleguen al conocimiento de la verdad y, dejándose iluminar y fortalecer por el Espíritu, puedan acoger a Cristo en sus corazones, ya que su deseo, tal y como hoy celebramos, no es otro que redimir y transformar, con su Amor, la faz de toda la tierra.

 

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