He 15,1-2.22-29
Sl 66(67),2-3.5.6.8
Ap 21,10-14.22-23
Jn 14,23-29
Enseñando a sus discípulos durante la Última Cena, Jesús, a la vez que les desvela el ser trinitario de Dios, les anuncia que muy pronto podrán vivir una unión extraordinaria y maravillosa de amor con el Padre, con Él mismo y con el Espíritu Santo, hasta el punto de convertirse en “morada” del mismo Dios. Esta unión, que es la fuente de la que mana la auténtica paz y la verdadera alegría, se hará realidad después de la resurrección mediante el don del Espíritu Santo y la fe de los discípulos en Jesús.
A diferencia del mundo, el discípulo sí podrá “ver” a Jesús resucitado y vivir unido a Él porque “le ama y guarda su Palabra” (Jn 14,23a). Además, dado que Jesús es la Palabra encarnada del Padre, también el Padre ama al discípulo y ambos, el Padre y el Hijo, “harán morada en él” (Jn 14,23b). Jesús desvela, de este modo, que el discípulo está llamado a ser el “lugar de culto” en el que se manifestará “su amor hasta el extremo” (Jn 13,1), puesto que, amando a Jesús y “amando a los demás como Jesús mismo le ha amado” (Jn 13,34), será transformado en el “lugar” en el que Dios — que es Amor — mora. Esto ayuda a comprender que “en la casa del Padre hay muchas moradas” (Jn 14,2), porque Dios hace que cada uno de los que creen en su Hijo se convierta en su propia morada.
Aquello que decía el poeta Arato en el s. iii a.C. y que Pablo citó en el Areópago diciendo a los atenienses: “en Dios vivimos, nos movemos y existimos” (He 17,28), es para el cristiano la realidad más profunda y verdadera de su existencia y de su ser. Con sus palabras, Jesús revela el cumplimiento de la promesa veterotestamentaria de que Dios iba a morar en medio de su pueblo. Esta promesa había quedado simbolizada al final del Éxodo con “la nube que cubría la Tienda del Encuentro y la gloria de YHWH que llenaba la Morada” (Ex 40,34). Pero en Jesús, el tipo ha dado paso al antitipo, a la realidad, pues «la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14). Y esta realidad también se extiende a los que creen en Jesucristo y le aman, porque Él mismo pone su morada dentro de ellos, cumpliendo plenamente, hasta límites insospechados, que “el Señor es nuestro Dios y nosotros somos su pueblo” (Sl 100,3).
En el contexto de la Última Cena, la Eucaristía expresa claramente el morar de Dios en el discípulo cuando éste “come el Cuerpo y bebe la Sangre” de Jesucristo. Esta verdad sacramental desvela que el cristiano, en cuanto “templo” del Dios vivo (Cf. 1Cor 3,16-17), jamás está ni vive solo, ya que Dios está con él y en él como verdadero Emmanuel (= “Dios con nosotros”). Así lo ilumina también la lectura del Apocalipsis cuando señala que el proyecto de Dios, para la Iglesia y la humanidad, es la edificación de la Ciudad Santa, en la que ya no habrá templo alguno porque Dios y el Cordero serán su Templo (Ap 21,22). Al final de los tiempos, Dios será Huésped de cada miembro vivo que, como piedra preciosa, engalanará de belleza la Ciudad, y la Ciudad entera morará completa y definitivamente dentro de Dios, que será “todo en todos” (Cf. 1Cor 15,28). La imagen de la Nueva Jerusalén muestra la más excelsa unión de amor de los hombres con Dios-Padre y el Cordero. Y los cristianos, mientras caminan en este mundo, ya gustan dicha unión en el seno de la Iglesia, sobre todo en la celebración del sacramento eucarístico.
Jesús especifica asimismo que el Padre enviará, en su nombre, el Paráclito, esto es, el Espíritu Santo (Jn 14,26), cuya tarea principal será aquella de enseñar (didáskō). Este verbo, utilizado en la didajé cristiana y judías, indica que el Espíritu es el único Maestro de “toda la enseñanza” referida a Dios y cumplida en Jesús. Por eso a partir de ahora es a su escuela y puestos “a sus pies” (como hacían los discípulos para aprender de los rabinos, Cf. Lc 10,39; He 22,3), como los discípulos tienen que aprender la voluntad de Dios. El Espíritu tendrá además la función de (ayudarles a) recordar todo aquello que Jesús ha dicho (Jn 14,26), es decir, les dará a entender de qué modo se van cumpliendo las palabras anunciadas por Jesús y cómo participan de ellas y las van experimentando en su propia vida.
Esta presencia activa del Espíritu, enseñando y recordando, es muy importante, ya que durante la vida pública de Jesús, los discípulos escuchaban su enseñanza pero a menudo no la entendían porque tenían el corazón endurecido (Cf. Mc 8,17; 9,32), lo cual también les obstaculizaba para llegar a comprender quién era realmente Jesús. Sí que le oían con el oído físico, pero no con el oído interior del alma, con el oído espiritual. Las palabras de Jesús, y con ello su misma persona divina, no les llegaban al corazón, y esto les impedía responder acogiéndolas y obrando desde el impulso que nace de la convicción profunda del ser. Sin embargo, después de la pasión y resurrección de Jesús, el Espíritu Santo infundido sobre ellos (Cf. Jn 20,22) les dará el conocimiento interior de su persona y enseñanza. Así lo testifica la lectura de los Hechos cuando afirma que los discípulos, con la ayuda del Espíritu Santo, entienden la enseñanza y obras de Jesucristo y comprenden que aquel que cree en Él, sea judío o gentil, no necesita ser circuncidado para ser salvado y entrar en la unión con Dios (Cf. He 15,28-29).
Jesús también dice a sus discípulos: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Ahora bien, Jesús vincula esta paz, profetizada como don para los tiempos mesiánicos (Cf. Is 57,19; 60,17), a su misma persona (“mi paz”), porque Él es el Mesías esperado en quien se hace efectivo el don de la paz, es decir, la plenitud de unión de vida con Dios. Jesús es “nuestra paz” (Cf. Ef 2,14), Aquel en quien la vida humana es introducida en la felicidad plena porque Dios hace morada en ella. Esta paz viene, por tanto, de lo Alto, de Jesús crucificado y resucitado, y no procede del mundo que, en constante oposición a Dios, “no cree en Jesús” y, por tanto, no puede recibir el Espíritu Santo, ni la revelación de la persona de Jesús (Jn 14,17.19.22).
La paz de Jesús no se refiere a la ausencia de problemas y de sufrimientos, ¡que los hay y muchos!, sino a la armonía que nace dentro del creyente como consecuencia de la recepción del perdón de los pecados y de la reconciliación con Dios que Jesús lleva a cabo por medio de su pasión y resurrección. Por eso nos exhorta a que “no se turbe nuestro corazón ni se acobarde”, porque la paz unida a su amor perfecto elimina el miedo y la cobardía. S. Juan lo dirá así en su primera carta: «No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto elimina el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no es perfecto en el amor” (1Jn 4,18). Es evidente, por tanto, que mientras el mundo y los poderes políticos tan sólo pueden ofrecer y dar una paz ficticia, frágil y externa, que inmediatamente es destruida por los conflictos, las crisis y los miedos, Jesús nos ofrece y nos da una paz que resiste todas y cada una de las circunstancias adversas que encontramos en nuestra existencia terrena, incluyendo la misma muerte.
Jesús da su paz a cada uno de sus discípulos y a toda la comunidad cristiana, porque quiere que su paz sea compartida. Así se pone de manifiesto en la invitación que el sacerdote dirige a la asamblea cristiana un poco antes de la comunión: «Daos fraternalmente la paz». Esta “paz que nos damos” no es, por tanto, un gesto que se intercambian “amiguetes” entre sí para decirse: “¡Qué alegría verte de nuevo!”, ni tampoco es una paz que conseguimos por nosotros mismos a fuerza de una voluntad férrea, sino que es la paz que Cristo nos da y que nosotros compartimos. Es, de hecho, la única paz que podemos compartir verdaderamente, pues es recibida como un don tan inestimable y tan precioso que nos hace capaces de perdonarnos, amarnos y acogernos mutuamente, no obstante todas nuestras diferencias, nuestros enfados y nuestras incomprensiones cotidianas. Por eso esta paz, que confirma que Jesús está sentado a la derecha del Padre, es fuente de auténtica alegría para el discípulo.
Demos gracias a Dios que ha querido, por pura liberalidad, hacernos morada suya por obra del Espíritu Santo, y pidámosle, con corazón agradecido, que este gran don, del que son inseparables la paz y la alegría que brotan de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, se convierta, en cada momento de nuestra vida, en un motivo más que suficiente para entregarnos cada vez más al cumplimiento de su voluntad, sirviendo, con sincera caridad, al bien de los hermanos.