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Luz en mi Camino

12 mayo, 2023 / Carmelitas
Sexto Domingo de Pascua

He 8,5-8.14-17

 Sl 65(66),1-7.16.20

1Pe 3,15-18

Jn 14,15-21

Todos los textos proclamados este domingo aluden al Espíritu Santo. Jesús, en el evangelio, anuncia la venida del Paráclito, del Espíritu de la verdad; en los Hechos, Pedro y Juan van a Samaria para que los bautizados reciban el Espíritu mediante la oración y la imposición de las manos; y Pedro, en la segunda lectura, habla de la participación del creyente en el misterio pascual de Cristo, que murió en la carne pero vive en el Espíritu. De este modo, la Iglesia nos va preparando para la cercana celebración de Pentecostés.

Durante la Última Cena y debido a la proximidad de su pasión y retorno al Padre (Cf. Jn 13,1), Jesús dirige toda su atención a los discípulos para que tomen conciencia de la consolación perenne que les deja y para que ésta pueda tomar el lugar que le corresponde en sus corazones. En el evangelio de la semana pasada, veíamos cómo les exhortaba a que superasen la “turbación del corazón” (Jn 14,1) creyendo y teniendo plena confianza en Dios y en Él mismo, porque sólo Él es el Camino que conduce al Padre, el único que desvela el ser de Dios e introduce al hombre en su seno para que viva eternamente unido a Él (Jn 14,6). Y ahora, sobre la base de esa fe, les habla en términos de amor y les anuncia que, aunque se va y ya no le verán físicamente, no les abandona sino que les envía el Espíritu de la verdad (Jn 14,15-17), en quien Él mismo volverá a ellos (Jn 14,18).

Pero si la tristeza y el dolor que sienten los discípulos en estos momentos de despedida es signo de que aman a Jesús, también es un claro indicio de que dicho amor es todavía muy imperfecto. Por esta razón, Jesús les enseña que la madurez del amor, que anhela su presencia y la unión con Él, debe ser alcanzada observando sus mandamientos (Jn 14,15). A lo largo del periodo pospascual, tiempo en el que nosotros vivimos, el amor a Jesús y el obrar sus mandatos son inseparables y se reclaman mutuamente en el seguimiento fiel y verdadero del Señor. La ecuación es fácil: si uno ama a Jesús entonces inevitablemente guarda sus mandamientos, y si uno guarda los mandamientos de Jesús entonces demuestra que le ama verdaderamente.

Pero ¿qué significa guardar (tēréō) sus mandamientos? El término “guardar” conlleva escuchar, acoger, reflexionar y obrar la globalidad de la enseñanza de Jesús (= su Palabra), tal y como dirá un poco más adelante en su discurso: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra… El que no me ama no guarda mis palabras» (Jn 14,23-24). Ahora bien, aunque todo aquello que Jesús dijo o hizo es una exhortación para que cada hombre oriente y ajuste su vida a Él, quiso condensar sus mandamientos en uno sólo, que también sintetiza y abarca todos los mandatos y prescripciones veterotestamentarias: «Os doy un mandamiento nuevo… Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34; 15,12; Cf. 5,46). Por consiguiente, el auténtico amor a Jesús no se demuestra sólo con buenas palabras, sentidos afectos o bonitos recuerdos acerca de Él, sino asumiendo concretamente en la vida ordinaria las actitudes de la oveja que escucha la voz del Pastor y le sigue fielmente, confiada de que le conduce hacia los verdes pastos y las aguas de la vida. Además, el discípulo no sólo sabe que Jesús es la norma absoluta de su vida, que su Amor hacia él es exigente y que amar a Jesús le obliga a someterse completamente a su Persona, sino que es consciente de que esta relación de amor mutuo entre Jesús y él es una realidad interna, que vive en su propio ser y que le obliga e impele a amar desde dentro, por la acción del Espíritu Santo.

Si hasta estos momentos Jesús ha ayudado, cuidado, enseñado, guiado, animado y fortalecido a sus discípulos, ahora, a punto de partir — pues sus palabras se emplazan en la misma noche en la que será entregado en manos de los pecadores, y en la que sus discípulos, a quienes está hablando, le negarán y abandonarán —, les asegura que no les dejará solos. Cuando los padres mueren, los hijos quedan para siempre huérfanos, pero Jesús, que se ha dirigido ya a sus discípulos con términos paternales llamándoles “hijos míos” (Jn 14,33), les asegura que no quedarán huérfanos, que el Padre les dará el Espíritu Santo para que esté siempre con ellos, junto a ellos y en su mismo ser. Estas palabras de Jesús son también de consolación para cada uno de nosotros, sobre todo para que sepamos afrontar con serenidad y paciencia aquellas ocasiones en las que la tristeza y la melancolía lleguen a nublar nuestra mente y a angustiar nuestro corazón, y nos hagan tener la sensación de que Dios-Padre y Jesús, nuestro Señor, nos han abandonado y dejado solos a nuestra propia suerte.

El Espíritu es el “Espíritu de la verdad” porque es el Espíritu de Jesús que es “la Verdad”. Y el Espíritu está “en” los discípulos y les ayuda a permanecer en la Verdad encarnada y transmitida por Jesús acerca de Dios, y les protege de los falsos maestros y mesías, ayudándoles a discernir las doctrinas erróneas y las opciones equivocadas. Pero el mundo, que se ha cerrado a Jesús y le ha negado y rechazado, no puede recibir al Espíritu Santo, porque sólo creyendo en Jesús y observando sus mandamientos se está abierto a recibir su Espíritu, se puede sentir su presencia y tener experiencia de su acción.

Jesús también denomina al Espíritu con el término jurídico Paráclito, que hace referencia al abogado defensor en un proceso judicial. Además de Jesús, el Espíritu es el “otro Paráclito” dado por el Padre para que esté siempre con los discípulos (Jn 14,16-17), confirmándoles en el amor que Dios les tiene y defendiéndoles frente al mundo, al pecado y al Maligno (Cf. Jn 16,8-11). Por lo tanto, con su muerte, Jesús desaparece para el mundo porque éste sólo le conoce crucificado, muerto y sepultado, pero por medio del Espíritu, Jesús volverá a estar presente entre los discípulos como el Resucitado y podrán participar así de su misma Vida.

Todos sabemos que, para vivir plena e eternamente, no es suficiente tener comida, bebida y todas las demás cosas que uno puede necesitar en este mundo. Antes o después, uno experimenta la “orfandad”, el ser un huérfano de padres y el estar abandonado ante la inexorable naturaleza que le introduce, quiera o no, en el declive de la vida a través de la enfermedad y la vejez, y le sitúa impotente ante la cercana muerte y el abismo del “más allá”. Pero esta experiencia, más o menos acentuada o tamizada en cada persona, pone ante nuestros ojos de creyentes la extraordinaria esperanza de la vida eterna hacia la que caminamos y estamos llamados a vivir ya aquí en Cristo, aprendiendo a amar como Él nos ha amado. Porque Dios es amor y así se nos ha manifestado y entregado en su Hijo Jesucristo, sabemos que es imposible subsistir y vivir plenamente la salvación recibida en esperanza si no nos amamos, si no nos tenemos en consideración los unos a los otros, si no aprendemos a disfrutar de los amigos con los que el alma se esponja y la sinceridad campea a sus anchas, si no aprendemos a dar la vida amando hasta el extremo incluso a nuestros enemigos. Sin estas cosas, tan sencillas pero tan necesarias, el alma enferma, la mente se anquilosa, la soledad del huérfano reina en el corazón, la fe queda apagada y sin fruto, y la misma salud física termina por resentirse, afectada por las “sombras de muerte” que dominan su interior y se extienden como telón de fondo de la misma vida.

De todo esto era consciente el Señor al despedirse de sus discípulos y pensando en todos los hombres que iban a creer a través de ellos (Cf. Jn 17,20). Por eso les anuncia un nuevo modo de estar con Él, otra compañía real, perceptible y, aunque invisible, más cierta e interior que el propio “yo” del creyente. Jesús se ha quedado entre nosotros dejándonos “el mismo amor con que nos ha amado”: primero con su ejemplo (Jn 13,15), después con su entrega hasta morir en la cruz y, por último, resucitando y entregándonos el don de su mismo amor — que es también el mismo amor con que el Padre ama a su Hijo y nos ha amado a nosotros (Cf. Jn 3,16) —, es decir, el Espíritu Santo.

Pero esta “nueva presencia” de Jesús no es intimista ni subjetivista, sino que reclama la comunión objetiva de fe y de amor del creyente con la Iglesia, por la que Jesús reza para que sea una (Jn 17,11.20-21). De hecho, Jesús permanece entre nosotros a través de la proclamación de su “evangelio”, anunciado por la Iglesia generación tras generación y transmitido de padres a hijos, de amigos a amigos, de maestros a discípulos, y que va extendiéndose, según los tiempos marcados por Dios, a toda la creación. Y también permanece en los sacramentos, signos sensibles y humanos en los que se esconde y manifiesta la comunión eclesial, y el poder y el misterio salvífico de Dios a favor del hombre.

Jesús, como hemos visto, es el Camino para llegar al Padre, y su revelación y sus enseñanzas son, para siempre, la formulación concreta que hay que seguir y guardar para alcanzarle. Por eso, sometiéndonos a ellas y dejándonos guiar por ellas, viviremos unidos a Jesús y recibiremos por medio de Él el don del Espíritu Santo y la esperanza cierta de alcanzar en el Cielo la comunión plena de vida y de amor con Él, con el Padre y con todos los hombres.

La Iglesia nos invita hoy a meditar en todo esto y a esperar ardientemente la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, para poder recibir los dones que el Señor nos quiera dar para el bien de la humanidad.

 

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