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Luz en mi Camino

25 marzo, 2022 / Carmelitas
Cuarto Domingo de Cuaresma

Jos 5,9a.10-12

Sl 33(34),2-3.4-5.6-7

Lc 15,1-3.11-32

2Cor 5,17-21

Llena de fuerza y de misericordia, la voz del Padre continúa resonando para nosotros a lo largo de la Cuaresma: «Este es mi Hijo predilecto, ¡escuchadle!» (Lc 9,35). Es así como explicita su deseo de que toda la humanidad, incoada en los discípulos, encuentre en su Hijo el camino que conduce e introduce plenamente en su Reino, donde será verdaderamente bienaventurada. Sin embargo, tal y como se señala en este cuarto domingo, este camino salvífico reclama un serio proceso de reconciliación.

Es cierto que todos queremos ser felices, pero, si somos sinceros, hemos de reconocer igualmente que todos hemos errado al elegir el camino y la fuente de la felicidad. En relación con la voluntad divina, este error consciente y libre se llama pecado y, a nivel espiritual, se concretiza en esa noticia y experiencia profunda de la conciencia humana de saberse alejada de la fuente de la vida y de la alegría, y de haber quedado atrapada en su propio egoísmo y obligada a “vivir para sí misma” (Cf. Rm 7,14-24). Sin embargo, Dios jamás ha cesado de mostrarnos su amor (salvífico) para hacernos volver a Él y transformar nuestra enemistad en amistad. Además, el deseo de felicidad ha permanecido intacto en lo profundo del ser humano y se manifiesta como un principio interior fundamental para buscar a Dios. Por eso podríamos decir que el Padre, en su Hijo, ha venido a despertar en lo profundo del corazón humano el deseo de la auténtica bondad y bienaventuranza, e impulsarle así a acoger el camino que le purifica, recrea y vivifica plenamente en Él.

Para llegar al Padre no existe, por tanto, otro camino que su Hijo. Él es la Tierra Prometida en la que, como enseña simbólicamente la primera lectura, “el maná cesa”, pues aquel que encuentra a Jesucristo ya no deseará otro alimento al margen de su unión de vida y amor con Él. Pero no es fácil, ni mucho menos, escucharle y seguirle para ir pasando (“hacer Pascua”) por medio de Él hasta el Padre, pues nuestro hombre-viejo no sólo nos esclaviza, sino que nos hace vivir como enemigos de Dios y del prójimo.

Jesús, en quien creemos y a quien anunciamos como embajadores (Cf. 2Cor 5,20), es el “lugar” en el que el ser humano es reconciliado con Dios. Esta reconciliación es exigida a toda la humanidad que, en la parábola evangélica, está ejemplificada en los dos hijos. Por un lado, es requerida a aquellos que, como el hijo-menor, están alejados de Dios pensando que el disfrute carnal de los placeres mundanos, absolutizados e idolatrados, son la verdadera libertad y felicidad; por otro lado, se demanda también a aquellos que, como el hijo-mayor, están “junto” a Dios sirviéndole pero se encuentran, al mismo tiempo, “alejados” interiormente de Él por haber dado más valor al cumplimiento externo de las normas que a la unión íntegra y amorosa con Él, lo que les lleva a condenar al hermano-menor por no haber “observado” los mandamientos y reglas “familiares”, viéndose así encerrados en su orgullo y egoísmo, e incapacitados para entrar en la verdadera alegría y vida de “comunión familiar” simbolizada en el banquete.

La parábola nos da a entender que el camino de la reconciliación (= que Jesús encarna plena y perfectamente) es un camino de vuelta al Padre desde la miseria de nuestro pecado y desde el juicio mezquino y soberbio contra nuestro propio hermano. Y se comprende, por consiguiente, que dicho camino restaura las relaciones de enemistad entre Dios y el hombre, y entre los hombres entre sí, transformando a todo aquel que le sigue en amigo e hijo de Dios y en hermano de su prójimo.

La conversión, sobre la que se hablaba la semana pasada, forma parte de la reconciliación y comporta un sufrimiento que el hombre no puede soportar ni afrontar por sí mismo. Escuchar a Jesús y seguirle, entregándose completamente a Él, exige irremediablemente un desapego de todo aquello que impide dicho seguimiento y el cumplimiento de su voluntad, y este “desprendimiento” genera un profundo sufrimiento. Dejar de robar, de abortar, de fornicar y adulterar, de emborrarse o drogarse, de buscar el propio interés, de encerrarse en el propio orgullo, de engañar y mentir, de murmurar,…, para pasar a cumplir la voluntad de Dios, es algo de lo que, al hombre-viejo, le resulta sumamente difícil y doloroso desarraigarse, en cuanto está apresado hasta el mismo tuétano en esas obras y vicios de la carne. Ahora bien, es el sufrimiento de la conversión y, por tanto, de la reconciliación, ¡y no otro!, el que Jesús ha cargado sobre sí y desde el que, con infinito Amor (= donando su Espíritu), nos perdona, nos exhorta al retorno y nos fortalece, hasta el punto de hacer posible que perseveremos unidos a Él y pasemos así al Padre, puesto que «al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a Él, recibamos la justificación de Dios» (2Cor 5,21).

El hijo-menor, que representa a los publicanos y pecadores (Cf. Lc 15,1), simboliza el extremo de la miseria en la que el pecado sume al hombre. Su dignidad de hijo está completamente desfigurada y “perdida” por haber obrado la propia voluntad egoísta y carnal, subsistiendo a malas penas en una “tierra extraña” en la que se encuentra desprotegido, desaliñado, descalzo, hambriento y abocado sin remedio a morir y desaparecer para siempre. Sin embargo, es ahí, en esa situación vital de miseria extrema en la que gusta su propia muerte (“muerte ontológica” antes que física), donde escucha en lo profundo de su corazón el recuerdo de la felicidad saboreada en la casa del padre: «Entrando en sí mismo pensó: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras que yo aquí me muero de hambre» (Lc 15,17). Este recuerdo — memoria de la bondad y generosidad (“abundancia”) con que su padre ama —, no sólo hace que el hijo-menor vuelva a tomar conciencia de que es “hijo” (en cuanto dice: “mi padre”), sino también que se vea impulsado a retornar a la casa paterna desde su postración: «Me levantaré e iré adonde está mi padre» (Lc 15,18). Sin este recuerdo, que renueva en él el deseo de la verdadera felicidad y vida, no habría podido entrar en sí mismo, ni tomar conciencia de que, aunque indigno, era hijo, y de que su padre todavía podía obrar con misericordia hacia él.

El hijo-menor no sólo regresa humillado en extremo sino con actitud humilde, porque es consciente de que todo depende de su padre. Sólo si él le acoge nuevamente podrá vivir, en caso contrario la muerte será su final inminente. Por eso le dice: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15,18-19; Cf. 15,21). Y es con este reconocimiento y con esta actitud de verdadera humildad como debemos llegar a nuestra última semana para hacer Pascua. Y es así como el cristiano debe esperar y buscar cada día, en su sentimiento y en su obrar, “pasar” al Padre, aproximándose a Él con un corazón contrito, humillado y completamente abierto ante Él, sin tapujo ni hipocresía alguna, confiado de que en su miseria no es abandonado por el Padre, sino acogido, renovado y transformado a imagen y semejanza del Hijo predilecto.

Pero la casa del padre, lugar de júbilo, está de algún modo incompleta sin el hijo-mayor, que simboliza a los fariseos y a los escribas (Cf. Lc 15,2). Es más, también el hijo-menor se sentiría “incompleto” si su hermano-mayor no le acoge y prefiere verle fuera de “su casa”, pagando en la lejanía de su miseria y pecado la vida de libertino que en un determinado momento eligió vivir. Sí, el hijo-mayor tiene que hacer también un camino de reconciliación, pero diverso de aquel del menor. Su entrada en la casa del padre le exige pasar de la obediencia externa de la ley, a amar al padre que ha establecido dicha ley; y sólo le amará verdaderamente si ama lo que el padre ama y del mismo modo como ama (cumpliendo así de modo perfecto la ley que le esclaviza). Por eso la reconciliación con el padre le reclama reconciliarse con su hermano-menor, alegrándose — como el padre y con el padre —, de que haya vuelto a casa, ya que alejado de ella estaba muerto, es decir, estaba perdido para siempre como hijo y como hermano, mientras que al haber regresado desde su miseria, ha sido recuperado para siempre como hijo y como hermano. Por tanto, al hermano-mayor nada se le quita, puesto que todo lo del padre le pertenece, pero sí que, junto con el hermano-menor, recupera en su corazón la dimensión filial y fraterna que había perdido y que sumía su vida en profunda amargura.

Unidos a Cristo, la Cuaresma es el camino de retorno que nos prepara para la Pascua, para el paso definitivo a la casa del Padre. Escuchando, acogiendo y siguiendo a Jesús, que ha dado su vida por nosotros, llegaremos al umbral de la Semana Santa perfectamente preparados, puesto que: (a) Conducidos a la realidad profunda de nuestro ser, habremos conocido y aceptado que somos pecadores, enemigos de Dios, incapaces de amar verdaderamente, e indignos de ser llamados hijos suyos; (b) Acogiendo el amor de Dios en su Hijo, que nos recuerda la verdadera Bienaventuranza, habremos salido de nosotros mismos siguiendo a Jesús, para presentarnos ante el Padre con un corazón contrito y humillado que sabe que todo depende de su Amor misericordioso; (c) Por último, siendo conocedores de la propia miseria y, a la vez, de la Bondad del Padre, viviremos reconciliados con el prójimo pecador que también tiene que regresar al Padre, acogiéndolo y amándolo como el hermano que, al fin, puede o podrá descansar en la casa del Padre después de una vida de miseria y sufrimiento.

Estas tres dimensiones están unidas íntima y fuertemente por un único Amor: aquel que Dios nos ha manifestado en su Hijo Jesús, al entregarlo como propiciación por nuestros pecados. Él destruyó en su propio Cuerpo la enemistad que habíamos establecido y nos abrió definitivamente, en su propia carne, el camino hacia la Vida, hacia (la casa de) el Padre. Por eso, junto con Pablo y unidos a la Iglesia, hoy resuena en todo el mundo, y en particular para todos nosotros, la exhortación de la Buena Noticia que dice así: “En nombre de Cristo reconciliaos con Dios” (Cf. 2Cor 5,20).

 

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