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Luz en mi Camino

25 febrero, 2023 / Carmelitas
Primer domingo de Cuaresma

Gn 2,7-9; 3,1-7

Sl 50(51),3-6.14-17

Mt 4,1-11

Rm 5,12-19

La Cuaresma, iniciada el pasado Miércoles de Ceniza, es el tiempo litúrgico que, después de cuarenta días, nos dejará en el umbral de la Semana Santa, en el Domingo de Ramos. Es un tiempo de preparación y de purificación y, quizá también, de lucha espiritual, que nos ayuda a abandonar nuestros egoísmos y a progresar en el camino del seguimiento del Señor y en la fidelidad a su voluntad.

En los primeros capítulos de su evangelio, Mateo ha subrayado la relación de Dios con Jesús: en el nacimiento virginal, protegiéndole en su niñez, en la proclamación de Juan el Bautista y, por último, revelando en el bautismo que el Espíritu reposa sobre Él y su relación paternal: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3,17). La lectura de las tentaciones (Mt 4,1-11), que sigue inmediatamente al bautismo, plantea ahora la relación de Jesús con Dios.

Poco antes de dar inicio definitivo a su vida pública, Jesús sufrió un particular ataque de Satanás, mientras en la soledad se dedicaba a la oración y a programar su inminente actividad evangelizadora. Dado que posteriormente, a lo largo de su ministerio público, tenía que enfrentarse a las oscuras potencias del mal (espíritus inmundos o demoníacos) que esclavizan al hombre, e incluso iba a ser acusado de realizar los exorcismos por obra de Satanás, el Adversario mismo de Dios (Mt 12,22-32), era necesario aclarar desde el principio, y a través de la tentaciones, cuál era su verdadera relación con Satanás y cuál aquella que mantenía con Dios, con cuyo poder (= Espíritu) pretende actuar.

Cierto que en una sociedad en la que la conciencia de pecado se diluye hasta perderse y la gente vive en gran medida siguiendo el cínico lema de “vencer la tentación cayendo en ella”, incluso las tentaciones pueden sonar a meras fábulas. Pero será el mismo Jesús, el Inocente crucificado por amar a los suyos hasta el extremo (Cf. Jn 13,1), el que convencerá al mundo en cuanto al pecado (Cf. Jn 16,8-11), es decir, en cuanto a la incredulidad y desconfianza que el hombre tiene de Dios (que es Amor; Cf. 1Jn 4,8).

Es característico de las tentaciones de Jesús que se efectúan “cara a cara” con Satanás. Jesús tiene conciencia de estar luchando contra “el príncipe de este mundo” (Cf. Jn 12,31; 14,30), pero al hombre moderno también le resulta difícil aceptar la existencia del Diablo como “realidad personal”. Sin embargo, ante Jesús, la Luz, el Diablo es puesto al descubierto (Cf. Jn 12,31-32; 1Jn 3,8) y delineado como una “personalidad” diversa del hombre y con una intención radicalmente maligna — aunque nunca comparable, en cuanto principio, a Dios, a quien está sometido como criatura (Job 1,6; 2,1; Cf. Mt 4,10) —, que interfiere continuamente (Cf. 1Pe 5,8-9) en la relación del hombre con Dios, tratando de orientar su libertad para que rechace a Dios, inclinándole hacia la elección de lo negativo, autodestructivo y pecaminoso (Cf. Gn 3,1.4-5). Esto significa que la impiedad no se explica aludiendo simplemente a la libertad humana, sino que está afectada por “esa personalidad maligna” que, por el pecado, puede ejercer dominio y poder sobre el hombre.

Es el Espíritu Santo, manifestado corporalmente en el bautismo y reposando sobre Jesús, el que conduce a Jesús al desierto para que se enfrente con la tentación y, en la libertad, manifieste quién es y a quién sirve. Las tentaciones presentan un crescendo geográfico (desde el desierto hasta lo alto de una montaña, pasando por el templo) que indica, de alguna manera, el aumento de intensidad en la tentación.

El desierto suscita en el hebreo recuerdos imborrables de eventos pasados que reclaman ser revividos en cada generación, pues fue en el desierto, con la Ley de Santidad morando ya en medio del pueblo y caminando hacia la Tierra Prometida, donde Israel vivió y sucumbió a las tentaciones y donde fue testigo, al mismo tiempo, del auxilio providente y misericordioso de YHWH-Dios.

El ayuno y el hambre (Mt 4,2) expresan la condición humana de Jesús, que está entregada totalmente al cumplimiento de la voluntad del Padre, de quien todo lo espera y recibe. Por otra parte, la palabra, que ocupa un lugar central en las tentaciones, descubre la intención y el ser de quien habla (Cf. Mt 15,15-20). Al evangelista le interesa exponer aquello que el Diablo sugiere y aquello que Jesús responde, porque es en la palabra, según la mentalidad semita, donde el hombre puede y debe arriesgar su libertad. Ambos, el Diablo y Jesús, se enfrentan con palabras de una precisión perfecta, sin que se filtre entre ellos una ambigüedad o un malentendido. Y Jesús vencerá a Satanás usando exclusivamente la “espada del Espíritu”, esto es, la Palabra de Dios (transmitida en la Torah).

A la base de las numerosas interpretaciones dadas a este pasaje (cristológica: qué tipo de mesías y de mesianismo sigue Jesús; tipológica: Jesús como el auténtico representante del verdadero Israel; simbólica: como expresión de las tres dimensiones fundamentales del mesianismo de Jesús: profética, sacerdotal y regia; psicológica: Jesús como el hombre auténtico que supera el materialismo, sensacionalismo y el poder; espiritual: como exhortación a la comunidad para que supere las tentaciones de intemperancia, vanidad y codicia; y, vinculada a ésta, como cumplimiento del Shemá), está el mensaje fundamental transmitido en el texto de la perfecta obediencia de Jesús a la voluntad del Padre (revelada en la Escritura) y, junto con ella, la manifestación de su filiación divina.

El Tentador, que afirma y asume la filiación de Jesús, comienza invitándole a que se preocupe por sí mismo de su propia vida, al margen del Padre (Mt 4,3-4). El “pan” simboliza la necesidad vital propia de la naturaleza humana, sin el cual la vida del hombre se encamina, de modo acelerado, hacia la muerte. Sintiendo hambre, Jesús sabe que está en juego su vida y el Tentador le instiga a usar su condición divina para saciarse y continuar viviendo. ¿No es cierto que, esta pobre y “única” vida que tenemos necesita del “pan” y depende del mismo y, por consiguiente, dicho “pan” posee un valor absoluto que justifica cualquier obrar?; además, ¿no consiste el “bienestar” en concentrar todos los medios y toda la atención (personal y social) sobre la satisfacción de las necesidades vitales? A estas o a semejantes preguntas, Jesús nos responde afirmando que “el hombre no vive sólo de pan”, y, citando Dt 8,3, indica que Él posee una vida y, por tanto, un modo de obrar, que supera a aquella que depende del pan y que consiste en su unión incondicional y llena de confianza con el Padre, obedeciéndole en todo, es decir, en “toda palabra que sale de su boca”. Jesús se niega a hacer un milagro que no sea querido u ordenado por la misericordia y el amor de Dios, y afirma que, ante la voluntad de Dios, las necesidades vitales asumen un lugar secundario y no deben ponerse como valores absolutos y dominantes. Jesús manifiesta así la solidez y veracidad de su relación con Dios, y de igual modo enseñará al discípulo a orientar su vida hacia Dios, buscando su Reino y su justicia, y confiando siempre en su potente y bondadosa providencia (Cf. Mt 6,11.25-33).

La segunda tentación (Mt 4,5-7) tiene lugar en la Ciudad Santa. Jesús ha sido llevado al alero del Templo, y Satanás se dispone a tentarle en el mismo terreno donde superó la primera tentación: la fidelidad a Dios. Le recuerda, entonces, cómo el salmista proclama la providencia de YHWH para aquellos que confían en Él (los ángeles manifiestan la ayuda concreta de Dios mismo; Sl 91,11-12), y le instiga a que lo compruebe: «¡Tírate abajo!» (Mt 4,6). En definitiva, le dice Satanás, “si estás poniendo tus necesidades vitales, tu misma vida, en segundo plano, por detrás de tu fidelidad a Dios, entonces sé coherente y sigue su Palabra. Si te ha prometido protección: ¡Ponle a prueba y comprueba si es verdad!”. Pero Jesús le responde apuntando al principio divino desde el que debe interpretarse la palabra transmitida en el Sl 91: «No tentarás al Señor tu Dios» (Mt 4,7; Cf. Dt 6,16). La confianza en Dios, también cuando falta el “pan”, no puede esconder una intención secreta y torcida, ni siquiera inconscientemente, de querer someter el poder de Dios al propio servicio, a la propia ambición religiosa. La finalidad de Satanás es arrancar a Jesús de la obediencia filial al Padre, para que asuma una conciencia autónoma de sus poderes de Hijo y los use con prepotencia. Las palabras y el comportamiento de Jesús expresan su relación amorosa y confiada con Dios y una obediencia absoluta que refleja, en sí misma, un señorío extraordinario.

La última tentación (Mt 4,8-10) se emplaza al extremo opuesto de la primera. No se dirige al hombre que lucha por tener el mínimo necesario para subsistir, sino al hombre que mira lejos de su propia persona y vida aspirando al dominio del mundo. Aquí entra en juego la fascinación del poder y del mayor dominio posible. Abandonando las Escrituras, el Tentador desvela claramente su intención: apartar a Jesús de servir exclusivamente al Padre para que le “adore” a él. La montaña alta y la gloria sirven para describir el impresionante poder y grandeza que destellan la riqueza, la fuerza y el dominio sobre lo creado (de todo lo cual, según el texto, puede disponer Satanás y darlo a quien el quiera). Al Reino de los Cielos contrapone el Tentador los reinos del mundo, situando de nuevo a Jesús ante una alternativa radical: el poder o el servicio filial, que se traduce en adorar al Diablo o a Dios. Pero Jesús, nombrando al Tentador: «¡Apártate, Satanás!» (v.10), manifiesta el dominio y la autoridad que tiene sobre Satanás, y citando Dt 6,13, donde aparecen los verbos adorar y servir (= dar culto), ofrece la respuesta justa: no hay servicio a Dios sino en la humildad de la postración, y no existe postración auténtica sino cuando se expresa en la vida como un servicio concreto de amor. Jesús no rechaza ser rey y dominar el mundo (Cf. Jn 18,33-37) sino adorar a Satanás en vez de a Dios, a quien, sirviéndole, reconoce como el único Señor y de quien espera recibir el poder sobre toda la creación (Cf. Mt 28,18). En esto consiste, por tanto, el fundamento de la relación auténtica con Dios: en reconocerle como el único y absoluto Señor en todas las circunstancias, de ahí que, en el ámbito humano, Jesús únicamente reconozca aquella autoridad que es ejercida como servicio y no como dominio sobre los otros (Cf. Mt 20,24-28).

El Diablo, vencido por la perfecta obediencia de Jesús al Padre, le deja, y los ángeles, como signo de la asistencia y providencia de Dios, le sirven dándole de comer. De este modo, Jesús recibe de Dios lo que no quiso conseguir por su propia fuerza a instigación del Diablo (Mt 4,3-4).

Al inicio de su vida pública, Jesús rechazó y venció las tentaciones que se extendieron a lo largo de toda su vida. Renunció a la fuerza mesiánica y a la voluntad de poder, para servir y morir con la sola autoridad que tenía de su Padre. La relación de Jesús con Dios se conforma de modo perfecto a aquella que, en el bautismo, reveló el Padre acerca de Él. Esta misma relación paterno-filial estará presente a lo largo de su vida pública, en ella introducirá a sus discípulos, y hacia ella tendrán que ser conducidas todas las gentes, tal y como exhorta Jesús a sus apóstoles con las últimas palabras que de Él nos transmite el evangelista: «Id y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy (= “Yo soy”, es decir, Emmanuel) con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20).

 

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