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Luz en mi Camino

2 septiembre, 2023 / Carmelitas
Luz en mi camino. 22º Domingo del tiempo ordinario (A)

Jr 20,7-9

Sl 62(63),2.3-4.5-6.8-9

Rm 12,1-2

Mt 16,21-27

Después del primer anuncio de la pasión, Jesús comienza a desvelar más profundamente a sus discípulos el tipo de mesianismo que Él encarna para llevar a cabo la misión salvífica que el Padre le ha encomendado. En su proyecto, Jesús se ajusta perfectamente a lo que Dios ya había previsto desde antiguo, esto es, que su Cristo padeciese en Jerusalén por la salvación de la humanidad y que, por medio del amor, transformase los sufrimientos causados por el pecado y el mal que anidan en el corazón humano, abriendo de ese modo en su propia carne, con su muerte y resurrección, el acceso de la humanidad a la unión plena con Dios.

    Este proyecto salvífico le resulta escandaloso a Pedro y se opone abiertamente a Jesús, diciéndole: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16,22). También Jeremías, como testimonia la primera lectura, pasó por una profunda y dolorosa crisis ante el sufrimiento que le acarreaba su misión. Mirando hacia atrás y recordando el momento de su vocación, comprendía que no había sido voluntad suya el ejercer el ministerio profético, sino de Dios. Había sido “seducido” en lo más profundo de su ser a aceptar los planes que el Señor le presentaba con una fascinación tal que le arrastraban y embelesaban más allá de toda consideración racional, de toda negativa y de toda reticencia. «Me forzaste y me pudiste», dice Jeremías al Señor, acusándole casi de haberse portado con él como un truhán, dado que la cautivadora tarea encomendada, lejos de haberle proporcionado consolación alguna, le había conducido a anunciar violencias y destrucciones, y a sufrir continuamente en su propia carne “oprobio y desprecio diario” (Jr 20,8).

    Por eso en estos momentos tan dramáticos de su vida, Jeremías se siente fuertemente tentado a olvidar aquel comienzo en el que Dios le cautivó y a abandonar definitivamente la vocación recibida: «No me acordaré de Él, no hablaré más en su Nombre» (20,9). Sin embargo, la palabra de Dios no le dejaba tranquilo y continuaba siendo más fuerte que Él, continuaba venciéndole como le pudo al inicio, continuaba seduciéndole con la misma intensidad, e incluso más, que la primera vez: «Pero ella [la palabra del Señor] era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía» (20,9). Así es, Jeremías ya no percibe la palabra del Señor como algo externo a su persona, sino como la realidad más profunda de sí mismo que le desvela quién es y para qué vive. Por eso, tras intentar una y mil veces “contenerla” sin éxito, se da por vencido y decide regresar a su martirio cotidiano para ser consumido en el fuego con que aquella Palabra le seducía, le encendía y le atormentaba al mismo tiempo.

    A diferencia de Jeremías, Jesús camina decididamente hacia su destino sin lamentarse y, sin mirar atrás, abraza ya desde lejos la cruz que le espera, seguro de que su sufrimiento conseguirá alcanzar la gloria del Padre para Él y para todos lo que a Él se acojan. Pedro, que poco tiempo antes le había confesado como el Cristo y había recibido palabras de elogio y de bendición por el don de revelación recibido, y había sido hecho depositario de promesas extraordinarias en relación con la Iglesia, pensaba todavía en un mesías victorioso y glorioso al modo humano, y reacciona contra el anuncio de la pasión, de la humillación, del fracaso y de la muerte. La gloria de la resurrección todavía permanecía para él incomprensible (Cf. Mc 9,32).

    Ahora bien, Jesús asume y revela dicho camino porque sabe que es la expresión y el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre. Su sufrimiento es necesario (como expresa el impersonal dei — “tiene que” — en griego) para vencer, en su amor extremo, el mal, el pecado y la muerte, y para hacernos capaces de pasar, unidos a Él, a través de esas realidades para entrar en la vida eterna. Por lo tanto, este camino de Jesús es el que tiene que recorrer el discípulo, aprendiendo de su Maestro a negarse a sí mismo, a cargar con su cruz y a seguirlo fielmente en su mismo modo de amar, ya que sólo así ganará y salvará verdaderamente su vida (Cf. Mt 16,24-25).

    En efecto, seguir e imitar a Cristo significa pasar por la puerta estrecha y la senda angosta (Cf. Mt 7,14), que nos ayuda a salir del egoísmo que, encerrándonos en nosotros mismos, nos hace pregustar la soledad de la muerte existencial. Por eso el Señor insiste en decirnos que no es posible “salvar la propia vida” a través del egoísmo, ya que éste nos aísla totalmente de Dios y del prójimo: «Si uno quiere salvar su vida, la perderá… ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?» (Mt 16,25-26). Sin embargo, es este ancho camino del egoísmo el que continúa ofreciéndonos el mundo, tal y como se hace claramente visible en nuestra sociedad actual, en la que casi todo se orienta hacia el culto al cuerpo, hacia la obtención de un bienestar material mayor, hacia la búsqueda obsesionada de la salud y de la forma física, y hacia el disfrute desenfrenado de todo. Jesús, por contra, nos exhorta a “perder la vida” entregándonos a Él por amor (“por causa suya”), es decir, nos invita a obedecerle fielmente siguiendo el camino del amor que Él ha trazado con su propia vida (Cf. Mt 16,25).

    Así pues, la vida de unión con Dios no se alcanza absolutizando las cosas terrenas y pidiéndoles a ellas esa vida y felicidad plenas que todos anhelamos. Por eso Pablo, sabedor de que Dios nos ha creado por amor y para amar al modo como Él mismo nos ama, enseña a los cristianos de Roma que la felicidad se logra ofreciéndose uno mismo, “su cuerpo”, como sacrificio vivo, es decir, entregándose al servicio de Dios y de la búsqueda de su santidad. Se trata, en efecto, de un “sacrificio vivo” porque el creyente, habiendo acogido consciente y personalmente el amor que Dios le tiene, trata de ponerlo en práctica en todos los ámbitos de su existencia, y esto le reclama negarse a sí mismo para afirmarse en Dios, teniendo que cambiar la mentalidad mundana que le impulsa a buscar la vida en el egoísmo, en el dinero, en el placer absolutizado y en el dominio y el poder, y eligiendo continuamente la voluntad de Dios, que es lo que le agrada, lo auténticamente bueno y santo, lo perfecto (Cf. Rm 12,1-2).

    Como ya hemos señalado, para Pedro, al igual que para los otros discípulos, era un absurdo que el Mesías fuera despreciado, y más aún por aquellos que, siendo las autoridades político-religiosas del judaísmo, tenían que reconocerle como el Cristo de Dios. Por eso no duda en ponerse delante de su Maestro y en asumir el puesto que no le corresponde, renovando inconscientemente para Jesús la tentación de Satanás, en cuanto trata de disuadirle a abandonar el camino de la cruz y le insta a que opte por un mesianismo de índole mundano que seguramente sometería a todas las naciones bajo el dominio de Israel, pero a través del cual jamás lograría ganar para Dios los corazones libres de los hombres.

    Jesús reacciona con determinación y dureza ante esta actitud de Pedro, y le recuerda que, en cuanto discípulo, su lugar no es aquel de ponerse delante del Maestro, sino detrás de Él, siguiéndole: «¡Ve detrás de mí!» (Mt 16,23). E inmediatamente después, enseña a todos los que quieran seguirle que el discipulado comporta participar de su mismo destino de entrega a la voluntad del Padre. El discípulo, por amor a Jesús y al hermano, tendrá que crecer en el amor y serle fiel en medio de las privaciones y sufrimientos cotidianos, teniendo que estar dispuesto a sacrificar su vida con tal de no separarse jamás de Él. Además, Jesús asegura que merece la pena “perder la vida” por Él, ya que es el único modo de encontrarla y ganarla para siempre, es decir, el único modo de entrar en la comunión de vida con Dios.

    Conscientes, por tanto, de que nada terreno puede preservar para siempre la vida que Dios nos ha dado, aunque poseyésemos el mundo entero, puesto que ninguno podemos escapar por nosotros mismos de la muerte, afirmémonos en buscar todavía con más ahínco la unión con Dios, Señor y dador de la vida. Pidamos, por tanto, a nuestro Señor Jesucristo que nos conceda la gracia de seguirlo por el camino de la cruz para vivir cada vez más intensa y profundamente en su amor, movidos siempre por el deseo de poder alcanzar un día la salvación y la verdadera felicidad que es la eterna unión de amor con Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

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