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Luz en mi Camino

26 agosto, 2023 / Carmelitas
Luz en mi camino. 21º Domingo del tiempo ordinario (A)

Is 22,19-23

Sl 137(138),1-2a.2bc-3.6.8bc

Rm 11,33-36

Mt 16,13-20

    En el conocido fragmento evangélico que este domingo nos ofrece la liturgia, Simón-Pedro confiesa, a nivel personal y también como portavoz del grupo de discípulos, que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, por su parte, le anuncia a Simón la misión que está llamado a ejercer dentro de la Iglesia y las promesas que a ella van asociadas.

    Durante su ministerio galileo, Jesús se ha manifestado como un maestro poderoso en palabras y obras, poseedor de una autoridad extraordinaria y de un corazón compasivo y misericordioso abierto a todos los marginados de la sociedad (Cf. Mt 8,16-17; 9,36). Este modo de hablar y obrar ha llevado a la gente, y hasta al mismo rey Herodes, a plantearse la cuestión sobre quién era aquel nazareno que poseía tal sabiduría y dones taumatúrgicos (Mt 14,1-2). Sin embargo, tal y como deja entrever Jn 6,60-71, la actividad en Galilea había llegado a un punto crucial que Jesús interpretó como el momento querido por Dios para dar un paso adelante en la revelación de su Persona y en el cumplimiento de la misión recibida del Padre. La respuesta que los discípulos darán sobre el conocimiento que tienen de Él confirmará está decisión y será suficiente para que Jesús vaya desvelándoles otros aspectos fundamentales relativos a su mesianismo y al modo como va a llevar a cabo la liberación de Israel y, en definitiva, la redención humana.

    La escena evangélica se desarrolla fuera de los márgenes de la Tierra Prometida, cerca de Cesarea de Filipo. Esta ciudad se encontraba junto a las fuentes del río Jordán, a los pies del monte Hermón. La tradición emplaza la confesión de Pedro en la actual Banyas, conocida antiguamente como Paneas, que significa “ciudad del dios Pan”. Este dios era considerado como la divinidad de las aguas, de los bosques y de la fertilidad, por lo que eran muy numerosos los peregrinos que acudían a su gruta para pedirle salud y prosperidad. De alguna manera, las palabras de Simón-Pedro resuenan en este ámbito pagano como un desafío a todo ese deseo de vida y felicidad que los gentiles buscaban a tientas y erradamente porque desconocían al verdadero Dios vivo y, como en su confesión subraya, a su enviado Jesucristo. Será Jesús el que señale inmediatamente después el camino que Él mismo va a seguir para alcanzar la vida eterna y bienaventurada (Cf. Mt 16,21).

    Las opiniones que tienen los hombres acerca de Jesús varían, pero todas confluyen en reconocerle como un gran profeta y, por tanto, como alguien que goza de una íntima y auténtica relación con Dios. La gente, sin embargo, no le conoce de cerca y sus respuestas no satisfacen a Jesús, ya que continúan considerándolo como un enviado más entre otros muchos que le han precedido y otros que le seguirán, pero no como aquello que verdaderamente es. Los discípulos, por el contrario, sí que tenían una gran intimidad con su Maestro, le habían seguido y escuchado, y habían recibido de Él explicaciones en privado sobre las parábolas y sobre el Reino de Dios (Cf. Mt 13,10-17), por lo que cabía esperar que su contestación a la pregunta cristológica fuera mucho más profunda y acertada.

    Es Simón-Pedro quien, respecto a la persona de Jesús, anuncia algo realmente extraordinario: Jesús es para él el Cristo, es decir, el último enviado por Dios, el rey esperado para los tiempos finales, el Hijo de Dios vivo. Aunque Simón-Pedro todavía no comprendía plenamente la honda y verdadera dimensión de lo que confesaba (Cf. Mt 16,22), sí que, por revelación del Padre, como le desvela Jesús, ha adquirido un conocimiento apropiado de su Persona y se le ha concedido la capacidad de formularlo y la fuerza de confesarlo. En efecto, el ser humano es “carne y sangre”, es decir, es una criatura tan limitada, débil, frágil y abocada a la corrupción, que por sí mismo es incapaz de penetrar y comprender las cosas celestiales y, mucho menos, la realidad eterna de Dios (Cf. Sb 9,13-16). Por eso para conocer a Jesús, la verdad divina de su persona, y creer en Él, se necesita absolutamente la ayuda directa del Padre, tal y como lo sostiene también el evangelista Juan cuando pone en boca del mismo Jesús esta afirmación: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (6,44).

    Al escuchar esta respuesta de Simón, Jesús le contesta bendiciéndole y anunciándole por medio de diversas imágenes su futura misión en la Iglesia, en el nuevo pueblo de Dios que nace y se fundamental en Él, el Cristo e Hijo de Dios.

    La imagen de la construcción ilustra que la Iglesia se edifica sobre una “roca” capaz de resistir todo tipo de inclemencias (Cf. Mt 7,24-27). Jesús subraya esta verdad y la vincula estrechamente a Simón imponiéndole un nombre nuevo: Pedro, cuyo correspondiente arameo es Kefá (“roca”; Cf. Jn 1,42). Este vocablo masculino fue traducido al griego por pétros (piedra), habida cuenta de que el femenino pétra (roca) no se ajustaba adecuadamente a la condición varonil del discípulo. Por eso en la frase griega aparecen ambos sustantivos (“Tú eres pétros y sobre esta pétra…”), pero, considerando su trasfondo arameo, hemos de entender que Jesús utilizó el mismo término y que, por tanto, la frase dice así: “Simón… tú eres roca y sobre esta roca edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Esto significa que Simón es considerado como “roca” en toda su realidad personal y no sólo por su confesión de fe. Pedro, en su persona y en cuento discípulo y apóstol de Jesús, tiene la misión de hacer visible la unidad de los cristianos que se reúnen en torno a él, la cabeza, y de mostrar el fundamento, la protección y la estabilidad que Jesucristo, en cuyo Nombre actúa, otorga a la Iglesia.

    Un aspecto muy importante de esta edificación eclesial es que las potencias del Hades, esto es, las potencias del reino de los muertos que se contraponen frontalmente al Reino del Dios vivo, jamás podrán sobreponerse a la Iglesia hasta el punto de destruirla. Ciertamente que los cristianos sufrirán persecuciones, tribulaciones y sufrimientos suscitados por el Maligno (Cf. Mt 10,16-25; 24,9-13), pero la comunidad congregada en Cristo, a quien representa visiblemente Pedro, será capaz de resistir y de participar de la misma victoria de su Señor.

    Las llaves simbolizan el poder que posee Jesús (Cf. Ap 3,7) sobre el Reino de los Cielos y que trasfiere a Pedro para que sirva al pueblo de Dios y sea dispensador, sobre la tierra, de los bienes de la salvación. De este modo, a través de Pedro se garantiza la trasmisión e interpretación autorizada de la palabra de Cristo, y la comunicación visible de los dones divinos a los fieles. La primera lectura de Isaías ilustra esta transmisión de poder. El profeta, para señalar el cambio de poder que acontece en el reino de Judá, afirma que las llaves del palacio real de Jerusalén van a pasar, por voluntad divina, del mayordomo Sobná a Eliacin, como signo del hombre justo a quien Dios confiere el gobierno de su pueblo.

    Vinculado al símbolo precedente está la imagen jurídica semita del “atar y desatar”, con la que se indica el poder para “prohibir o permitir”, “condenar o absolver”. En el contexto en que se emplaza, indica que Pedro recibe el poder magisterial y disciplinar en lo referente a las cuestiones eclesiales. A él compete interpretar con autoridad la enseñanza de Jesús y declarar lo que respecto a ella es erróneo o falso, así como amonestar, exhortar, guiar al pueblo de Dios y discernir, de modo infalible, la voluntad de Dios revelada en Jesucristo. Además, lo que prohíba o permita será validado en el Cielo, es decir, Dios mismo confirma sus decisiones doctrinales y disciplinarias. Los católicos, apoyados en la Tradición, creemos que el obispo de Roma es el sucesor de Pedro y que, a lo largo de los siglos en los que Jesús va edificando su Iglesia, comparte la misión que Pedro recibió.

    Pidamos hoy a Dios, nuestro Padre, que nos otorgue la luz de su Espíritu y nos infunda la fe necesaria para confesar a Jesús como el Mesías y el Hijo de Dios, y que ayude al Papa en su misión, iluminándolo y fortaleciéndolo para que nos guíe hacia Jesucristo, la Roca sobre la que está edificando, con las piedras vivas y santas de los justos, la Jerusalén celeste en la que, por gracia, esperamos vivir eternamente.

 

 

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