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Luz en mi Camino

8 noviembre, 2021 / Carmelitas
Luz en mi camino. Solemnidad de la Dedicación de la Basílica de Letrán

Ez 47,1-2.8-9.12 (o bien: 1Cor 3,9c-11.16-17)

Sl 45(46),2-3.5-6.8-9

Jn 2,13-22

La celebración de la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, sede del obispo de Roma y, por tanto, primera catedral de la Iglesia católica, nos invita a reflexionar sobre la presencia de Dios en el espacio físico, una de las dimensiones propias de nuestra existencia humana e histórica.

Evitando caer en un dualismo que oponga drásticamente lo sagrado y lo profano, o en una errónea concepción integrista o mágica del ámbito material dedicado al culto y a las cosas santas, la basílica de Letrán sintetiza y representa, en cuanto espacio sagrado, a todos los espacios de las iglesias del mundo que reconocen a la Iglesia y al obispo de Roma como cabeza de todas ellas y como aquel que las preside en el Nombre de Cristo.

Como testimonia el Antiguo Testamento, Dios ha querido hacerse presente en el Templo de Jerusalén y desvelar allí que su casa es “casa de oración” para todos los pueblos (Is 56,7; Jr 7,10-11; Mt 21,13; Mc 11,17), es decir, el lugar donde el pueblo estaba llamado a encontrarse con su Dios, porque Dios, lleno de compasión, se “abaja” para escuchar las súplicas (Cf. Sl 65,3). En efecto, el transcendente e infinito se hace, por propia voluntad y liberalidad, inmanente y cercano, presente y accesible en el Templo, en cuyos límites materiales se deja, de algún modo, “encerrar”.

Dios conserva su libertad en la infinidad de su ser, pero elige, por amor al hombre, vincularse al Templo para escuchar al pueblo de la alianza. Y así es como lo expresará el rey Salomón en el momento de la consagración del Templo de Jerusalén y tras haber proclamado la imposibilidad de que algo finito (el templo) contenga al Infinito: «Escucha, pues, la plegaria de tu siervo y de tu pueblo Israel cuando oren en este lugar. Escucha tú desde el lugar de tu morada, desde el cielo, escucha y perdona» (1Re 8,30). El Templo no suprime, por tanto, la realidad de Dios y del hombre, sino que las reafirma: por una parte, ese espacio sagrado revela a Dios y le hace accesible, experimentable, sin agotar su infinitud, ni anular su transcendencia, ni negar su misterio insondable y su grandeza indecible; por otro lado, ese espacio sagrado acoge al ser humano en su pequeñez, en su debilidad, en su condición pecadora, en su fragilidad abocada a la muerte, y en su deseo profundo de infinito, de vida eterna, de unión con el Dios al que dirige su temerosa oración.

Y porque Dios está presente en el Templo, éste se convierte en una fuente de vida eterna, en un río de gracia y de dones divinos, como profetiza Ezequiel: «Esta agua sale hacia la región oriental, baja a la Arabá, desemboca en el mar, en el agua hedionda, y el agua queda saneada. Por dondequiera que pase el torrente, todo ser viviente que en él se mueva vivirá. Los peces serán muy abundantes, porque allí donde penetra esta agua lo sanea todo, y la vida prospera en todas partes adonde llega el torrente. A orillas del torrente, a una y otra margen, crecerán toda clase de árboles frutales cuyo follaje no se marchitará y cuyos frutos no se agotarán: producirán todos los meses frutos nuevos, porque esta agua viene del santuario. Sus frutos servirán de alimento y sus hojas de medicina» (Ez 47,8-9.12). El agua del Señor, o mejor, el agua que es el Señor vivifica todo y produce vida por dondequiera que pasa, sin que falte ya jamás el alimento y destruyendo con “sus hojas medicinales” el dolor y la muerte para siempre.

Estas imágenes se convierten en profecía del verdadero Templo de Dios que es Cristo mismo (Jn 2,21), de cuyo costado, atravesado por la lanza, salió “sangre y agua” (Jn 19,34), como signo del Cordero inmolado que entrega su vida para la salvación del hombre (su sangre) y de la fecundidad del Espíritu que infunde sobre toda la tierra (el agua). Así lo había anunciado Jesús cuando, puesto en pie en la explanada del templo de Jerusalén, gritó con fuerte voz el último día de la fiesta de las Tiendas diciendo: «“Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí”, como dice la Escritura: “De su seno correrán ríos de agua viva”. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él» (Jn 7,37-39a).

La realidad carnal, corporal, humana, del Verbo encarnado, se ha convertido en el espacio de la presencia perfecta de Dios en medio de los hombres (Cf. Jn 1,14). Todos los templos precedentes, tanto el espacial como el personal y eclesial, deben poner ahora en el centro de su realidad física o espiritual el tabernáculo de la presencia real de Dios que es Jesucristo, nuestro Señor. Y ahora se hace más patente que nunca que el verdadero culto no depende de la belleza arquitectónica del lugar en el que se ora o se celebran los sacramentos (aunque todo ayude a entrar en la oración y en la alabanza), sino que se funda en la escucha de la Palabra (que revela al Mesías) y en la vida santa que genera la unión con Jesucristo.

La Iglesia es un edificio de “carne”, de personas, de “piedras vivas”, porque está fundada sobre la persona de Cristo, la “Piedra Viva” (Cf. 1Pe 1,3-4). Sólo sobre esta Piedra encuentra todo el edificio consistencia, como dirá el apóstol Pablo: «Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto Jesucristo» (1Cor 3,11). Este cimiento lo ha puesto Dios mismo, por eso esta imagen arquitectónica evoca la construcción de un Templo nuevo, perfecto y definitivo, construido por Dios y no por mano de hombres (Cf. Jn 2,19.21).

Los cristianos, en cuanto “piedras vivas”, se convierten en “los verdaderos adoradores que adoran al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4,24). La alusión al espíritu no se refiere aquí a una particular condición o cualidad mística o psicológica que tiene la persona para adorar, sino a que la adoración está suscitada por el Espíritu de Dios-Padre y, por consiguiente, por su mismo modo de pensar y de amar. El Espíritu es la presencia de Dios en el creyente. Por otro lado, la verdad no significa en este contexto del evangelio joánico la afirmación de la sinceridad frente a la mentira, o la confrontación de la realidad vital contra la falsedad o lo simbólico, sino que se refiere a la revelación divina manifestada en Jesús y por medio de Él (Cf. Jn 1,17-18). La revelación de que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios, Dios-con-nosotros, se convierte en fuente de vida y de adoración íntima y profunda para aquellos que creen en Él.

Así pues, la iglesia, en su realidad espacial o física, se convierte en símbolo de la presencia de Dios en el templo (los creyentes) y en el espacio (realidades creadas). Sabedores, por tanto, de que Cristo, el Cordero de Dios, es el verdadero Templo (Ap 21,22) y también cada uno de nosotros, los cristianos, por obra del Espíritu Santo (Cf. 1Cor 6,19-20), pidamos hoy al Señor que, por medio del amor y de nuestra plena adhesión a Él en la fe y la esperanza, transforme nuestra vida en un verdadero culto de adoración al Padre y convierta nuestro ser en un auténtico templo de su presencia en medio de la humanidad.

 

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