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Luz en mi Camino

23 diciembre, 2021 / Carmelitas
Solemnidad de la Natividad del Señor (Noche Buena)

Is 9,1-3.5-6

Sl 95(96),1-3.11-13

Tit 2,11-14

Lc 2,1-14

La Navidad es la fiesta de la luz, de la alegría, del alborozo. Las luces, la música, los banquetes y cenas suculentas inundan calles, plazas y casas, y a todo ello se unen los múltiples regalos y los excesos en tantos ámbitos, al estar, como estamos, envueltos en un consumismo que nos inunda por doquier con miles de anuncios publicitarios. Tampoco faltan, ¡es cierto!, los buenos sentimientos y los mejores deseos de paz y felicidad bien aderezados con villancicos, panderetas, castañuelas y zambombas, junto con una mayor sensibilidad hacia los niños, quienes se ven envueltos, en su mayoría, en un mar de caricias y atenciones extraordinario.

Sin embargo, al leer el evangelio de Lucas vemos que la luz, la alegría y la paz que suscita el nacimiento del Mesías están también marcadas por signos de oscuridad, dolor, miedo y violencia. El rostro de Niño Jesús ya está señalando, desde su nacimiento, aquel del Crucificado y Resucitado. Sí, ya en la Navidad de nuestro Señor, la verdadera Navidad, se proyecta la sombra de la cruz, de aquella Cruz desde la que brota la salvación, la luz y la vida para toda la humanidad.

De algún modo, sólo aquel que no se “evade” de la realidad que nos circunda y en la que vivimos, es capaz de comprender, sensatamente, que la Navidad, además de ser una fiesta de gran alegría, es también un día de sufrimiento. De hecho, sólo ambos aspectos de la Navidad hacen posible que “el Señor que nace” se muestre cercano de todos los hombres: tanto de aquellos que pueden celebrar su nacimiento en un ambiente de paz, tranquilidad y cariño, como de aquellos que, por el contrario, ni lo celebran o lo rechazan o lo maldicen o lo viven en un marco henchido de sufrimiento, de pena y de tristeza profunda.

El evangelio proclamado esta Noche Santa testimonia que nuestro Señor nace en un momento histórico preciso, en tiempos de la “paz augusta”, cuando Cirino, gobernador de Siria, lleva a cabo el censo ordenado por Augusto (que reinó del 31 a.C. al 14 d.C.). Es significativo que el emperador estableciese un censo en el que, como se percibe en el texto, las personas más pobres son tratadas como marionetas obligadas a moverse de un sitio a otro sobre la faz de la tierra para ser numerados, sometidos y, posteriormente, “sangrados” a través de los impuestos.

El censo romano es signo de esclavitud, y recuerda que Jesús nace en un pueblo que se encuentra oprimido, en medio de los pobres, a los que, sin embargo, los poderosos tenían bien en cuenta para sus proyectos políticos.

Este censo fue el motivo por el José, junto con su esposa María, que se encontraba encinta por obra del Espíritu Santo, tuvo que bajar desde Galilea a Judea, a la ciudad de David, para registrarse allí ateniéndose al edicto imperial que reclamaba censarse en el lugar de origen tribal (Cf. Lc 2,1-5). Pero también fue así, utilizando estos eventos humanos, como Dios llevó a cumplimiento la profecía de Miqueas relativa al nacimiento del Mesías en Belén de Judá (Cf. Mi 5,1). En medio de todas estas circunstancias y acontecimientos humanos, es Dios el Señor de la historia y el que manifiesta que el centro de todo es aquel Niño que nace: Él es el centro del universo, de la historia y de la humanidad.

Los pastores, personas seminómadas que vivían en el campo y a quienes el judaísmo oficial consideraba impuras por su contacto con los animales, son a quienes primero se anuncia el nacimiento de Cristo, del Señor. A ellos, pobres y marginados de la sociedad, les hace partícipes Dios de las primicias de la Navidad, de su alegría y esperanza salvíficas (Cf. Lc 2,8-12). Ellos se convierten así en signo para todos los hombres: el ser humano, pobre y necesitado, es enriquecido por aquel que se ha hecho pobre por amor a él (Cf. 2Cor 8,9; Flp 2,6-8).

Así fue: Jesucristo, siendo Dios, nació pobre. Su madre María, la esclava del Señor, dio a luz al Verbo encarnado circundada de pobreza (Cf. Lc 2,6-7.12). En un establo, alejada de las miradas indiscretas de la gente, tuvo a Aquel por el que todo había sido creado, y lo depositó en un pesebre (Cf. Lc 2,7; Col 1,16-17). Hombre entre los hombres, débil y necesitado (“envuelto en pañales”), nació sin casa propia y así permanecerá en su vida pública: sin lugar donde reclinar su cabeza (Cf. Lc 9,58).

Aquel pesebre, lugar donde se depositaba el forraje y el pienso para los animales, escavado probablemente en la roca, acogió a Aquel que es el “pan de vida” para todos los hombres y que yacerá sobre la roca del sepulcro como vencedor de la muerte; aquel pesebre recibió al “Pan de amor” partido por el sufrimiento y el dolor causado por el hombre pecador contra Él, por el sufrimiento que ya allí, en su nacimiento, se vislumbraba y comenzaba a padecer. Lo dirá Juan en su prólogo (que será proclamado en la misa del día de Navidad): la oscuridad lucha continuamente contra la Palabra encarnada (Cf. Jn 1,5.11), contra este Niño que, rechazado y desconocido por su propia gente, será condenado y crucificado finalmente sobre el monte Calvario.

Jesús nació en la oscuridad de la noche, como símbolo de la desorientación en la que está inmersa la humanidad, que no sabe hacia dónde camina y que se mueve oprimida y tiranizada por el mal, el pecado y la muerte. Y es en medio de esa noche donde brilla la luz de Cristo que quiebra las tinieblas más espesas y esclavizantes. A esta Luz ya no le seguirá noche alguna, sino la Aurora del Día eterno (Cf. Za 14,7; Ap 21,23). Esta noche doblegada por la Luz es la que ahora celebramos los cristianos; una noche ya avanzada en la que esperamos el irrumpir del Día definitivo y en la que caminamos a la Luz del Señor, muerto y resucitado, haciendo nuestras las palabras del apóstol: «Y esto, teniendo en cuenta el momento en que vivimos. Porque es ya hora de levantaros del sueño; que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada. El día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm 13,11-14).

También la sangre de los inocentes — símbolo de todas las víctimas inocentes de la historia humana —, mostrará la hostilidad, la violencia y la opresión que se abate sobre el Mesías (Cf. Mt 2,16-18). Al igual que lo muestra la huida a Egipto (Cf. Mt 2,14-15), como prófugos y refugiados políticos, asumiendo sobre sí la suerte de todos aquellos que así han vivido y viven sobre la faz de la tierra. El Niño-Jesús carga sobre sí, y su familia lo comparte, el sufrimiento de todos los exiliados, inmigrantes y desheredados de la tierra.

Todo ello va dejando claro que Jesús no ha venido a formarse un reino semejante a los del mundo, basados en el poder, la fuerza y la gloria del mundo, sino a participar de la condición humana más humilde, pobre y débil, para que su gracia alcance a todos los hombres en la realidad misma de su ser y en toda su existencia. La salvación, como dice la segunda lectura, acontece con la abolición del mal, “renegando a la impiedad y a las pasiones mundanas, y viviendo con sobriedad, justicia y piedad en este mundo, aguardando la bienaventurada esperanza y la Manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tit 2,12-13).

Es necesario considerar estos aspectos de pobreza, dolor, alegría y esperanza de la Navidad para poder vivirla de manera auténtica, pues nos ayudan a salir de una falsa fiesta en la que Jesús no aparece. Este Niño, para quien quiera encontrarlo, se esconde, como siempre, en el corazón de los hambrientos, de los esclavos, de los encarcelados, de los enfermos, de los ancianos solos, de los abatidos por la pobreza, de los que carecen del calor de una familia y amigos, de los que se están alejados de la propia casa y tierra, de los de corazón quebrantado por el desamor, por las desuniones y separaciones. Esta Navidad del dolor y del sufrimiento tiene que ser tenida en consideración para que la presencia de Cristo esté viva y latente en nuestra alegría y en nuestras fiestas en las que celebramos su nacimiento.

La humildad del nacimiento de Jesús prepara la futura manifestación de la gloria del amor divino que colmará de vida y de felicidad los corazones humanos. Acojamos el anuncio de esta Buena Noticia del nacimiento de Cristo-Salvador para que renazca la esperanza por el conocimiento de la presencia del Reino de Dios en medio de nosotros, en las circunstancias más pobres y dolorosas de nuestra vida, puesto que el Dios-Niño ha querido compartir con nosotros toda nuestra existencia, hasta la misma muerte.

 

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