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Luz en mi Camino

25 diciembre, 2022 / Carmelitas
Solemnidad de la Natividad del Señor (Misa del día)

Is 52,7-10

Sl 97(98),1-6

Jn 1,1-18

Heb 1,1-6

Si la Noche Buena narraba el nacimiento del Niño Jesús en Belén de Judá, el día de Navidad expone su procedencia y ser divinos, su misión y la respuesta y juicio que su presencia suscita en medio de la humanidad en la que ha puesto su Morada (Jn 1,14).

A lo largo del Adviento, Dios anunciaba su venida y suscitaba así la conversión y la esperanza en los corazones de todos aquellos que escuchaban esta Buena Noticia. Su palabra profética era capaz de provocar un giro en el modo de vivir de todos aquellos que la acogían, ante la inminente presencia del Señor. La liturgia del Adviento nos introducía así en la tensión veterotestamentaria que se abría hacia la intervención potente de Dios para liberar a su pueblo y cumplir sus promesas de asentarle en una tierra que mana leche y miel, de multiplicarle como las estrellas del cielo, de transformarle su corazón de piedra en uno de carne capaz de cumplir la voluntad de Dios y de enviarle un guía y gobernador poderoso, el Mesías, que establecería a Israel sobre todas las demás naciones. Todas estas promesas las sabemos cumplidas, los cristianos, en Jesucristo, pero de un modo jamás imaginado, pues en Él la esperanza ha dejado de limitarse al ámbito terreno para elevarse hasta lo más alto de los Cielos.

Es esta esperanza la que tenemos que comprender bien para saber lo que se nos ha dado. El Esperado no es un intermediario más sino la Palabra de Dios encarnada, su Hijo unigénito (Jn 1,1.14). Es Dios mismo, en su Verbo, el que se hace hombre para manifestar plenamente su ser, su relación con el hombre, su voluntad. El hombre, hecho de tierra, contempla que el Dios todopoderoso, por amor, se hace “carne”, es decir, débil, vulnerable, mortal, con el fin de mostrarle el camino que conduce a la vida eterna, al amor infinito, a la felicidad plena, y hacerle partícipe de todo ello si cree y acoge la Palabra encarnada, que tiene el poder de transformarle en hijo de Dios, de hombre-carnal en hombre-espiritual, y de introducirle en el seno mismo de Dios donde mora (Jn 1,18).

Este obrar de Dios reclama una respuesta por parte del hombre, sabiendo que existe una lucha entre las tinieblas del mundo y la luz, entre la muerte y la vida, pero también que Jesucristo, la luz y la vida, ha vencido a las tinieblas y a la misma muerte. Hemos de preguntarnos por eso si tenemos la vida y la luz, o, dicho de otro modo, si le acogemos o le rechazamos, pues si el Adviento ya nos llamaba a un cambio de vida, ahora la presencia de Jesús, Dios-con-nosotros, a través del mensaje evangélico, nos pide que nos convirtamos en sus discípulos, esto es, que pongamos en Él toda nuestra confianza y nos dejemos determinar por Él con todo nuestro ser, en todos nuestros pensamientos, palabras, proyectos y obras, pues Él es el Camino, la Verdad y la Vida, «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (1,9).

Comprendemos así que los últimos tiempos irrumpen definitivamente con la encarnación del Hijo de Dios, y que se nos ofrece la posibilidad de comenzar a vivir la transformación de nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, de empezar a gustar la plenitud de la imagen y semejanza de Dios a la que hemos sido creados, de iniciar un camino de santidad bajo el arco jubiloso de la bienaventuranza, puesto que Jesús, a quien se recibe en la fe, es el corazón de carne prometido, la imagen y semejanza plena de Dios y la bienaventuranza anhelada.

Por eso, al contemplar la presencia misma de Dios entre nosotros, podemos unir nuestras voces a aquellas del profeta Isaías y gritar: «Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo» (Is 52,9), porque ahora cada hombre sanado por el amor misericordioso de Dios es una piedra viva que pasa a formar parte de la nueva Jerusalén, de lo que nosotros, en la Iglesia, somos testigos.

En Jesús, el reino de Dios irrumpe entre los hombres y es posible entrar en su Reino, ser afectado, en lo más profundo del ser, por su poder real, que es amor transformante. Y esta verdad, encarnada en el Niño de Belén, es Buena Noticia, la más excelente, que da plena significación a las palabras del profeta: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: “Tu Dios es rey”» (Is 52,7). Una Noticia que ha llegado hasta los confines de la tierra (Is 52,10).

A través de su Hijo, Dios quiere manifestar y comunicar su vida a todos los hombres y se nos exhorta a no rechazarlo, sino a acogerlo con fe, esperanza y amor. En su Hijo, sabemos que Dios, a quien nadie ha visto jamás (Jn 1,18), es amor extremo, hasta el punto de entregarse a sí mismo, en su Hijo unigénito, por la salvación del todos los hombres. Renovemos, por tanto, nuestra unión con Jesús, nuestro discipulado, nuestro deseo de vivir la vida que Él mismo nos ha dado al derramar en nuestros corazones su mismo Espíritu (Rm 5,5).

Hoy, de nuevo, como prueba de la “gracia tras gracia” que de Él recibimos (Jn 1,16), acojámoslo como el Niño manso, humilde, sencillo y tierno, que es nuestra vida y nuestra luz, el que carga con nuestros pecados y nos perdona, el que nos levanta de nuestra postración y nos inspira el deseo de amar, nos capacita para perdonar, nos impulsa hacia la búsqueda de la verdadera justicia y paz, e infunde en nuestros corazones la certeza de que, en Él, somos hijos de Dios y herederos de la vida eterna.

 

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