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Luz en mi Camino

24 diciembre, 2022 / Carmelitas
Solemnidad de la Natividad del Señor (Noche Buena)

Is 9,1-3.5-6

Sl 95(96),1-3.11-13

Lc 2,1-14

Tit 2,11-14

El símbolo de las tinieblas-noche y de la luz-día nos ha acompañado a lo largo de todas las celebraciones litúrgicas del Adviento, preparándonos para esta noche del Mesías que estamos conmemorando, una noche vencida para siempre por la luz de Cristo, aurora inextinguible de la nueva historia que con Él y en Él irrumpe.

La noche del Mesías es aquella a la que sigue, como dice el profeta Zacarías, un día sin ocaso: «Un día único será — conocido sólo de YHWH —: no habrá día y luego noche, sino que a la hora de la tarde habrá luz» (Za 14,7). Pero antes de llegar a esta noche, la tradición judía distingue en la historia de la humanidad otras tres noches fundamentales: (a) La noche de la creación, en la que Dios creó la luz y rasgó la oscuridad que se ceñía sobre el abismo: «Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz» (Gn 1,3); (b) La noche de la alianza establecida por Dios con Abraham: «Y puesto ya el sol, surgió en medio de densas tinieblas un horno humeante y una antorcha de fuego que pasó por entre aquellos animales partidos. Aquel día firmó YHWH una alianza con Abram» (Gn 15,17-18); (c) La noche de Pascua o de la liberación, cuando YHWH pasó por Egipto liberando a los israelitas de la esclavitud: «Noche de guarda fue ésta para YHWH, para sacarlos de la tierra de Egipto» (Ex 12,42). A esas tres noches habría que añadir otra personal, intransferible, y necesaria para poder participar en la alegría del Mesías: la noche del espíritu. El último domingo de Adviento la vimos figurada en José. Para acoger la luz del Mesías es necesario dejarse purificar por ella, ya que esta Luz no es sólo algo (o, mejor, alguien) externo sino la Luz que ilumina el corazón profundo del hombre y lo va transformando en luz de la Luz. Es necesario dejarse introducir por Dios en la “crisis” a la que conduce su misterio de salvación, para que el propio “corazón” manifieste hacia dónde tiende: José, siendo justo, deseaba ajustar su proyecto a la voluntad divina, y fue iluminado, purificado y acogido como activo colaborador en el plan mismo de Dios.

Por consiguiente, antes de participar en la alegría de la noche luminosa del Mesías, hay que pasar por las otras cuatro noches que la preceden y anuncian, acogiendo plenamente: (a) La luz de la creación, aceptando ser una criatura donada por Dios; (b) La luz de la alianza, comprendiendo que Dios es gratuidad amorosa; (c) La luz de la liberación, reconociendo que sólo Él salva; (d) La luz de la purificación, ajustando responsablemente la vida a la voluntad de Dios. La noche del Mesías es, de hecho, la síntesis, culminación y cumplimiento de todas esas noches previas, a las que supera sobremanera, porque en “el Niño que se nos da” somos definitiva y realmente recreados, unidos en Alianza eterna al Padre, liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte, y santificados en su Amor derramado en nuestros corazones y que nos hace exclamar “¡Abba, Padre!”.

Las lecturas proclamadas están marcadas por esta Luz perfecta de la noche mesiánica. En su cántico, Isaías anuncia que la humanidad, “caminando en las tinieblas” — símbolo del caos, de la confusión y del mal —, ha visto una “luz grande” — símbolo de la armonía, del bien y de la bendición —. Esta “luz” se manifiesta en tres realidades que experimenta, de manera asombrosa, el pueblo.

Éste comienza a gozar, en primer lugar, de una alegría genuina, espontánea, semejante a aquella que se produce «en la siega, como se regocijan repartiendo botín» (Is 9,2). Tal felicidad se debe a otro hecho prodigioso: Dios está liberando a su pueblo, quebrantando el yugo y rompiendo las varas de sus torturadores (Is 9,3). Pero tanto la alegría como la libertad son fruto de un hecho simple a la vez que insólito y admirable: «¡Nos ha nacido un niño!» (Is 9,5); un Niño que es signo del mundo nuevo que establecerá definitivamente sobre la humanidad, tal y como sus propios nombres y títulos revelan: «“Maravilla de Consejero”, “Dios Fuerte”, “Siempre Padre”, “Príncipe de Paz”» (Is 9,5). Sólo este Niño es capaz de acrecentar la alegría y el júbilo (Is 9,2) porque carga sobre sí mismo el Mal — la opresión, esclavitud y tristeza — que asola a su pueblo.

El cántico de Isaías resuena en el evangelio proclamado. En medio de la noche (Lc 1,8), en que se sume la humanidad, aparece de repente la luz de Dios y el anuncio del don de la alegría — «Os anuncio una gran alegría» (Lc 1,10) — y del don de la verdadera libertad que es la paz — «¡Paz en la tierra a los hombres a quienes Dios ama!» (Lc 1,12) —, arraigados ambos en el nacimiento de un niño que es origen de todas las esperanzas humanas como evidencian sus nombres extraordinarios: «Salvador, Cristo y Señor» (Lc 1,11).

Dirá S. Pablo que este Niño es la “gracia de Dios” en quien todos los hombres encuentran la salvación (Tit 2,11), y quien — como “Consejero Maravilloso” que es — «les enseña a renunciar a la impiedad y a las pasiones mundanas» (Tit 2,12), contrarias a la voluntad del Padre. De ahí que, en esta noche del Mesías, todo corazón sea puesto ante la decisión fundamental de acoger o rechazar al “Niño que se le da”. Por eso celebrar la Navidad significa acoger con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas — en nuestra vida, en nuestros hogares, y en nuestra sociedad — al “Niño que se nos da”. Los signos concretos de que esto es así serán evidentes en cuanto “se renuncia a la impiedad y se vive esperando la Manifestación gloriosa de Jesucristo” (Tit 2,13) que es quien “nos rescata de la iniquidad y nos purifica para sí” (Tit 2,14), uniendo los corazones divididos, suscitando el amor de los esposos entre sí, de los padres hacia los hijos y de los hijos hacia los padres, transformando al ladrón en una persona generosa, y al adúltero y fornicador en una persona íntegra y casta, y al asesino – también de niños inocentes que laten en el seno materno – en un defensor de la vida,… Por eso el tiempo de Navidad no es vivido por el cristiano con la falsa libertad del desenfreno insensato, ni con la fútil alegría suscitada artificiosamente con el alcohol, las drogas o los mil y un excesos que el mundo ofrece, sino exaltando en su existencia, viviendo con «sensatez, justicia y piedad” (Tit 2,12), la gracia, la bondad y el amor de Dios recibidos en Cristo Jesús (Tit 2,11).

La Noche Buena, como puerta e inicio de la Navidad, reclama, por tanto, que, en este Niño, sean “purificados” los ojos de nuestra mente y corazón de todo sentimentalismo ilusorio, para que la romántica nieve, las candelas, los regalos, los árboles iluminados, los anuncios de neón, y los banquetes, no se conviertan en un absoluto que nos sujete y aprisione en la noche del desasosiego y de la angustia, impidiéndonos ver y comprender el “gran nacimiento” de Dios, pobre y humilde, en medio de nosotros, para enriquecernos, a más no poder, con su Alegría, Paz y Vida.

Mas la Navidad no nos deja encerrados en este mundo, pues el Niño donado no desea que vivamos simplemente “un poco mejor” en esta tierra. No es así. Quienquiera reciba a este Niño ya no podrá vivir sin Él, tal y como testificará, en lo profundo de su alma, la feliz esperanza de encontrarse con Él definitivamente (Tit 2,13). ¿De qué servirían las promesas, la alegría y la paz que gustamos si no aguardáramos, en esperanza cierta, el retorno glorioso de Aquel que es la Promesa, la Paz y la Alegría?

La Luz de esta noche mesiánica no sólo es un rayo resplandeciente de aquel Sol que alumbrará en la mañana de Pascua anunciando el retorno victorioso de Cristo sobre el pecado y la muerte, sino también del Sol que brillará para siempre el último Día, cuando Cristo volverá glorioso. Por eso en esta noche, después del tiempo de Adviento, nace espontáneamente en cada corazón que ha acogido el anuncio de la Venida del Señor, el mismo grito esperanzado, lleno de amor y de deseo, que elevaban los primeros cristianos, el mismo grito con el que la Escritura queda abierta a su cumplimiento definitivo, el mismo grito que la Esposa-Iglesia dirige a su Esposo-Cristo: “¡Ven, Señor Jesús, no tardes más!”.

 

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