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Luz en mi Camino

29 diciembre, 2022 / Carmelitas
Solemnidad de la Sagrada Familia: Jesús, María y José

Sir 3,2-6.12-14

Sl 127(128),1-5

Mt 2,13-15.19-23

Col 3,12-21

Este primer domingo después de Navidad, la liturgia eclesial nos invita a contemplar la Sagrada Familia de Nazaret, inicio y modelo sublime de toda familia cristiana. Esta solemnidad, instituida por León XIII cuando la familia rural estaba desapareciendo debido a la irrupción de la sociedad industrial y urbana, insta a las familias cristianas a que miren a la familia de Nazaret y aprendan a encarnar los valores que ésta vivió en medio de su pobreza pero enriquecidos del amor de Dios. Jesús, la Palabra encarnada, la manifestación del amor y de la voluntad de Dios, debe encontrar su morada en el centro del hogar cristiano, de la relación matrimonial, en la que cada uno de los cónyuges, a semejanza de María y José, debe buscar, desear y tener como meta la unión de amor con Dios en Jesús.

Sin embargo, la vida familiar cristiana no es para nada fácil, y así lo pone en evidencia el evangelio hodierno. El Niño-Dios, y con ello también María y José, corre peligro de muerte, es perseguido y buscado para ser asesinado. El rey Herodes, que encarna el poder de las tinieblas y representa a aquellos del pueblo elegido que no quieren recibir al Mesías-Dios, sobre quienes el evangelista Juan en su prólogo decía que «vino a su casa mas los suyos [=Israel] no lo recibieron» (Jn 1,11), quiere matar al Niño porque teme perder su trono y poder terrenos. La soberbia y la codicia humanas, aliadas con la ira y la envidia, provocan una ceguera que no sólo impide ver la bondad, mansedumbre, grandeza y gloria del Dios que tanto ama a los hombres que asume su misma naturaleza, sino que conduce a enfrentarse contra Aquel mismo que es la luz y el origen de toda la creación, contra Aquel de quien depende absolutamente la misma existencia y la vida de todo hombre, también aquella de Herodes.

No faltan actualmente los países en los que, por diversas circunstancias, las familias (o algunos de sus miembros) se ven constreñidas a abandonar su casa, tierra y nación, y a vivir como prófugos. Y en nuestra sociedad, no faltan, por un lado, las familias aburguesadas y aposentadas en el propio bienestar y en la propia seguridad que pierden su sabor cristiano y la misma razón de “ser familia”, pero también es verdad que, por otro lado, son numerosas las familias que combaten por vivir el matrimonio y los valores cristianos en una situación sociopolítica que les es muy adversa. Para muchas, el elevado peso de los impuestos, la subida de los productos de primera necesidad y los salarios desproporcionadamente bajos que reciben, les hace realizar continuamente un sobresfuerzo para poder sacar adelante los hijos y tener las condiciones mínimas para poder subsistir lo más dignamente posible. Las políticas tampoco ponen la atención debida a los turnos de trabajo deshumanos del hombre y de la mujer que les mantienen alejados del hogar todo el día, ni a los contratos esclavizadores e irrisorios, ni a la manipulación de las mujeres y niños, y prefieren proponer a bombo y platillo “modelos de pareja” banales, equivocados e ilusorios, sin reparar en que todo ello asfixia al auténtico matrimonio y a la familia cristiana, a la que pueden ofrecer, de manera hipócritamente interesada, un “caramelo” de ayuda económica por el neonato, pero ningún programa serio de apoyo y de protección del hogar familiar. ¿No son estas políticas, sostenidas por partidos y personas concretas, auténticos “Herodes” que quebrantan y separan el amor que une al esposo y a la esposa y conforma la vida familiar?; ¿No minan el amor cuando potencian el aborto, el divorcio a la carta, o la eutanasia de la persona anciana o enferma que ya no puede sanar? La familia se ve así movida por dos fuerzas irreconciliables y que le reclaman la primacía: u opta por el amor-caridad o por la economía o el bienestar absolutizado; o se inclina por la vida familiar como tesoro irremplazable o se atiene al “Herodes” de turno, con sus presiones, propaganda y violencias, que desea matar al Niño, desmembrar a la familia y promover la ideología del poder adquisitivo, del tener dominante, individualista y egoísta.

Sin embargo, al igual que María y José, no es en los gobiernos en los que la familia cristiana tiene puesta su esperanza, sino en Dios, pues sabe que, al igual que proveyó por Jesús, María y José, aunque no les evitó las incomodidades y los sufrimientos que el mal les causaba, también les ayudará en su situación si se mantienen firmes en la fe y en la esperanza, pues el Señor tiene cuidado premuroso de los suyos y no dejará, como más adelante Jesús mismo enseñará y prometerá, que se pierda ninguno de ellos, ni nada de ellos, ni siquiera un cabello de la cabeza (Cf. Mt 10,30).

Una característica propia de la familia cristiana es que está fuertemente unida al fundamentarse en el cumplimiento de la voluntad divina. Jesús, como vimos el día de Navidad, no separa a María de José ni a José de María, sino que los une de manera extraordinaria. José pensó dar a María el acta de repudio, pensó que no había lugar para él en el plan que Dios estaba realizando con ella y a través de ella, pero Dios mismo le reveló que no era así, sino que tenía la misión de ser el esposo de María, el padre legal del Niño-Jesús engendrado en ella por obra del Espíritu Santo, y el Custodio terreno de ambos. El encuentro con Jesús, por tanto, une a los esposos cristianos de manera única, indivisible, una unión que se hará evidente en el amor mutuo que ambos se profesan.

Son varios los aspectos que confluyen en esta unión de la familia cristiana y que contribuyen a fortalecerla. Uno es el aspecto socio-biológico, en cuanto a la unión carnal de los esposos, a los hijos que de esta unión nacen, y a las relaciones interfamiliares que surgen de dicha unión matrimonial. Otro aspecto es moral, pues, aunque no se repare en ello, es evidente que cuando un miembro de la familia sufre todos sufren, que cuando uno peca o comete errores públicos o privados todos se ven afectado por ello, que cuando uno triunfa o es honrado todos comparten su alegría y se ven por él edificados. De alguna manera, en la familia se hace más evidente lo que Pablo aplica al Cuerpo de Cristo en la Iglesia: «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo» (1Cor 12,26). Existe, de alguna manera, una obligación moral innata a ayudar a los miembros familiares que se encuentran en dificultad, y que en el AT quedó explicitada en la norma jurídica del go’el, es decir, del “rescatador” o “redentor”, que consistía en que el pariente próximo (padre, marido, hermano) tenía el deber de rescatar al hijo, la esposa o al hermano que había caído en una situación de esclavitud o se encontraba ahogado por deudas o afectado por una ofensa o injuria pública; Dios mismo se presentará como el go’el de su hijo Israel (Ex 4,22) para liberarlo y rescatarlo de la esclavitud de Egipto y del exilio babilónico (Cf. Is 41,14; 43,14). Por último, otro aspecto de unión muy importante es el religioso: la familia cristiana se encuentra unida en la fe, en la oración y en la celebración de los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, en la que todos comen y beben del mismo pan y vino, del mismo Cuerpo y Sangre de Cristo. Todos estos aspectos asumen una dimensión espiritual extraordinaria y apuntan hacia la unión radical que establece y conforma el amor a Dios y al prójimo.

Considerando esto que acabamos de decir, se comprende cómo en los momentos de crisis, cuando los sentimientos se tambalean y no sirven ya de apoyo, es la docilidad interna, sincera y firme al cumplimiento de la voluntad de Dios la que sostiene y hace que “la casa-familia no caiga” (Cf. Mt 7,24-27). El amor recíproco entre el esposo y la esposa ha sido querido por Dios y es en este querer divino en el que dicho amor debe purificarse, crecer y llegar a plenitud.

En cuanto a los hijos, el mandamiento de “honrar al padre y a la madre” está vinculado a una promesa de bendición que, en Jesucristo, alcanza su culminación: la unión con Dios, que es la vida eterna (Cf. Ef 6,2-3). Dios está a favor de la familia y quiere que los hijos, desde su niñez hasta su madurez, amen y respeten a sus padres siempre, pues a través de ellos han recibido el don de la vida que es el fundamento de todo lo demás. El “honrar” comporta ayudar de manera concreta a los padres en sus necesidades, sean económicas, físicas o espirituales, sobre todo cuando, llegado el caso, ya no puedan valerse por sí mismos. Así lo dice Ben Sirac: «Quien honra a su padre expía sus pecados; como el que atesora es quien da gloria a su madre», e insiste para subrayar su importancia: «Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido su cabeza, sé indulgente, no le desprecies en la plenitud de tu vigor. Pues el servicio hecho al padre no quedará en olvido, será para ti restauración en lugar de tus pecados» (Sir 3,3-4.12-14). El amor a los padres toma rasgos sacramentales, pues es capaz de expiar los pecados y de alcanzar la bendición de Dios. La vejez, el Alzheimer, la demencia senil, las enfermedades y torpezas físicas, corren el peligro de hacernos caer en la tentación de despreciar o abandonar a los padres, cuando aún nos vemos o estamos “en la plenitud de nuestro vigor”. Esta tentación debe ser rechazada, combatida y vencida en la firme adhesión al cumplimiento de la voluntad de Dios que es “honrar a nuestros padres”, siendo compasivos con ellos y llevando su carga con amor, porque sólo el amor alcanza el perdón de los pecados y la plenitud de vida que no pasa porque nos une a Dios.

Tal y como señala el apóstol Pablo, la misericordia, la bondad, la humildad, la mansedumbre y la paciencia son los sentimientos con los que debemos revestirnos y los que deben gobernar nuestro ser interior siempre y, particularmente, en las relaciones familiares (Cf. Col 3,12-13). Son, en realidad, los mismos sentimientos de Jesús, de Dios mismo (Cf. Flp 2,2-5), los únicos que dan como fruto la verdadera paz, unidad, alegría, gozo y ganas de vivir. Lo diré de otro modo: si una casa está llena de electrodomésticos, de cuadros y pinturas extraordinarias, de los últimos adelantos informáticos, del más confortable inmobiliario y de los más lujosos vestidos, pero falta la comunicación, la comprensión y el amor, lejos de ser un nido de felicidad y un trocito de cielo, se convertirá en la antesala de un infierno. Por tanto, sólo fundada en el amor y la voluntad de Dios, según los cuales cada miembro del hogar busca el bien, el crecimiento sano y la auténtica felicidad de los demás, la familia será una pequeña “Iglesia doméstica” y un manantial de bien para toda la sociedad, a través de la cual el mismo Dios, que es Amor (Cf. 1Jn 4,8), extenderá su amor y bondad a toda la humanidad.

 

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