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Luz en mi Camino

15 junio, 2019 / Carmelitas
Solemnidad de la Santísima Trinidad

Pr 8,22-31

Sl 8,4-5.6-7.8-9

Jn 16,12-15

Rm 5,1-5

Ante el misterio de la Santísimo Trinidad que hoy celebramos, no es de extrañar que uno sienta cierta zozobra, turbación y estupefacción, pues ante este Misterio de Amor que contemplamos en la fe, nos faltan palabras y se nos queda pobre el lenguaje por más florido, culto y perfecto que pudiera llegar a ser. Quedamos un tanto perplejos y no sabemos cómo explicar que Dios es uno y trino, que “el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios, pero no son tres dioses sino un solo Dios. Y sin embargo, el Padre no es el Hijo, ni el Hijo es el Padre, ni el Espíritu Santo es el Padre ni el Hijo, sino que son tres Personas distintas y un solo Dios verdadero”. Sí, creo que ante esto, todos preferiríamos responder con el asombro, el temblor, el espanto y el silencio, si no fuera porque Dios mismo ha querido desvelar de modo paulatino y sencillo la verdad de su ser y dárnoslo a conocer a través de la creación, de la historia salvífica y, sobre todo, por medio de su Hijo Jesucristo, y lo ha hecho acomodándose a nuestro entendimiento y a nuestra limitada capacidad receptiva y operativa.

El universo y la creación entera no es sino una obra maravillosa de Dios, cuya contemplación, como dice el salmista, causa admiración: “¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra! ¡Qué admiración cuando contemplo el cielo, obra de sus dedos, la luna y las estrellas que ha creado!” (Sl 8,4). Y en esta portentosa y hermosa obra, Dios ha querido poner una perla preciosa hacia la que dirigir todo su amor: el hombre, a quien «creó a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó» (Gn 1,27). Y lo creó con su Palabra (“Hagamos”) e insuflando su aliento en él para que fuera “un ser viviente” (Gn 2,7). De este modo, el ser trinitario de Dios que latía en el origen de la creación, obra de su Palabra y de su Espíritu que aleteaba sobre ella (Cf. Gn 1,2; Sl 104,30), se concentra en la creación del hombre para que en él “palpite” la imagen y semejanza divina, que es expresión de la dignidad que Dios otorga al ser humano para que pueda vivir en una continua e íntima relación con Él, pues, como dice la primera lectura, Dios mismo, en su Sabiduría creadora, en su conocimiento profundo y amoroso de toda la obra de la creación, “se deleita con los hijos de los hombres” (Pr 8,31).

Este encuentro gozoso con la humanidad, ha conducido a la reflexión cristiana a identificar la Sabiduría divina con Cristo mismo, en quien se encuentran la divinidad y la humanidad, siendo la imagen de Dios invisible, el Verbo de Dios en quien todo ha sido creado, y la vida y la luz de todos los hombres (Cf. Jn 1,2-4; Col 1,15-17).

Por tanto, crear es para Dios una gran fiesta, una obra en la que muestra su omnipotente y maravilloso diseño de amor y de paz. Y es el hombre el que tiene que descubrir este misterio de Dios y participar, en el asombro y la gratitud eterna, de la armonía y felicidad divina que en la creación se revelan. Tanto es así que, al crear al hombre a su imagen, Dios se hizo, de algún modo, “dependiente” de su criatura, con la que deseaba entablar un diálogo permanente de amor, pues sabía que dicho diálogo no podía ser pleno hasta que Él mismo desvelase, a lo largo de esa misma relación, la plenitud de su mismo ser. Dicha relación que, tras el pecado original, podemos llamar “historia de la salvación”, comportará hacer al hombre partícipe, por pura gracia, de la misma naturaleza divina, es decir, conllevará el que Dios eleve la imagen del hombre transformándola plenamente en la imagen y semejanza de su Hijo único.

Así pues, la creación supuso que Dios quebrase su “soledad perfecta”, y esto condujo a que, por pura liberalidad y gratuidad, Dios mismo se revelase en la historia y rompiera “su silencio”, hasta llegar a rasgar, con su Encarnación, su misma transcendencia. Por tanto, decir “Trinidad” significa hablar de la plena comunicación y del don total que Dios hace de sí mismo.

La Trinidad se revela de manera evidente en Jesús mismo y en su obra redentora. En sus palabras desvela que el Padre nos entrega en su Hijo todo aquello que es y que posee; y por medio del Hijo, que es uno con el Padre, se nos da el Espíritu que reposa en la Iglesia y la guía a la verdad plena. La Trinidad es don, comunicación, amor que nos recrea y nos capacita para entrar en su misma voluntad, en su mismo “triángulo” de un único y solo amor.

Jesús sabía que para completar su obra y ayudarnos a conocer la grandeza del misterio de comunión que se vive en Dios, tenía que enviarnos el “Espíritu de la verdad”, para que revelara en lo íntimo de nosotros mismos todo el misterio de Dios y “nos guiará hasta la verdad plena”, pues el Espíritu es el que interpreta y hace comprensible para nosotros quién es Jesús y qué obra redentora ha realizado en su pasión y resurrección a favor nuestro.

El Espíritu se ha quedado con nosotros para siempre, y mientras no pongamos obstáculos a su labor, ira efectuando su trabajo de “escultor” maravilloso que talla la dura, rebelde y resistente piedra de nuestro corazón, ablandándolo, moldeándolo, perfeccionándolo, embelleciéndolo y conduciéndole a entregarse plenamente al cumplimiento de la voluntad de Dios. La imagen que Dios tiene de cada hombre en su mente es aquella de su propio Hijo, y es a esa imagen a la que el Espíritu quiere moldearnos para convertirnos en “otro Cristo”, en “hijos adoptivos del Padre” y en “hermanos de Jesucristo”. Es deseo del Espíritu, en definitiva, introducirnos dentro de ser trinitario de Dios.

Si sabemos cómo es el Espíritu, conoceremos cómo es el ser de Dios. Y Jesús nos habla del Espíritu como el Espíritu de amor, que no busca la propia gloria, sino aquella del Hijo y del Padre. Este obrar del Espíritu pone de manifiesto la humildad, simplicidad y el Amor de Dios en cada una de sus Personas. Es así, de hecho, como obra el Hijo, pues, como testifica el evangelio, Jesús jamás buscó en su vida y en su muerte su propia gloria, sino aquella del Padre (Cf. Jn 8,50). Nunca pretendió tomar la iniciativa, sino que se sometió completamente, en palabras y acciones (Cf. Jn 5,30; 7,16; 12,49-51; 14,24; 17,4), a la voluntad del Padre (Cf. Jn 4,34; 14,31). Por eso quien practica, unido al Hijo, su misma abnegación, no buscando la propia voluntad sino aquella de Aquel que le ha mandado, vivirá verdaderamente en el Amor de Dios, en el seno de la Trinidad.

Jesús, como afirma Pablo en su carta a los Romanos, nos ha conducido al Padre liberándonos del mal, de todo aquello que podía separarnos de Dios. Y del Padre desciende el Espíritu Santo sobre los corazones de los creyentes, sellándolos con el mismo amor con que Dios ama, con el mismo amor manifestado en Cristo Jesús, fundamentándolos así en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios e impulsándolos a obrar como verdaderos hijos suyos (Rm 5,4-5).

El misterio de la Trinidad nos introduce, por tanto, dentro de la intimidad de Dios, y desvela hasta qué punto Dios transforma en grandeza nuestra pequeñez, realizando en nosotros un obra tan extraordinaria que, si fuésemos conscientes, jamás saldríamos del asombro y jamás cesaríamos de decir con el salmista: “¿Qué es el hombre, quién soy para que te acuerdes de mí, para que me des la gracia de entrar en Ti y para que Tú mismo vengas a mí y te me des completamente?” (Cf. Sl 8,5). Y es que Dios no sólo quiere hacer morada en nosotros, sino que, revelándonos su propio ser, se hace morada nuestra uniéndonos a Él en su mismo Amor.

Toda nuestra vida, desde el bautismo, está marcada por la Trinidad. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, fuimos bautizados, es decir, fuimos “sepultados” en el conocimiento del misterio de la Trinidad, en la comunión de amor de las tres Personas divinas. También los sacramentos posteriores al bautismo van iluminando nuestro conocimiento de Dios y fortaleciendo nuestra comunión con la Trinidad, de modo muy particular la Eucaristía, en la que pedimos al Padre que envíe el Espíritu Santo, para que el pan y el vino que ofrecemos se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, el Hijo. Y lo pedimos para que, al comer su Cuerpo y beber su Sangre, nosotros mismos seamos transformados por el Espíritu Santo e introducidos cada vez más profunda e íntimamente en la vida de amor de la Trinidad.

También nuestra celebración litúrgica es convocada y celebrada en el Nombre de la Trinidad, y emplazada, desde el inicio, bajo el signo de la cruz que cada uno de los participantes realiza y a través del cual expresa la primera profesión de fe en el misterio divino, en el mismo momento en el que el sacerdote que preside, tras haber venerado el altar, dirige su rostro a la asamblea y le dice: “En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Esta profesión de fe trinitaria manifiesta nuestra identidad cristiana y el “amén” unánime con que el pueblo responde expresa su “adhesión a la Verdad de Dios, uno y trino” y le constituye propiamente como asamblea cristiana.

Por todo lo dicho es evidente que la vida del hombre sólo alcanzará su plenitud cuando viva completamente en unión de amor con Dios, una unión de la que el cristiano ya participa en la fe. Vivimos en el Padre, que “nos ha creado”, como hombres en proyecto, como preciosas perlas preciosas en potencia. Perlas que tienen que llegar a reproducir la misma imagen y preciosidad de la más excelsa Piedra preciosa que es su Hijo. Y es el Espíritu el artista, el sagrado Orfebre, que no cesa de labrarnos, esculpirnos, cincelarnos y pulirnos con ternura y paciencia de amor infinitas. Somos, sí, el centro del más hermoso triángulo de amor jamás imaginado, y ello por pura gratuidad. Pero nosotros podemos y debemos de ayudar a entrar en este “triángulo” ajustando nuestra vida a la enseñanza de Jesús, y para ello es necesario que oremos incesantemente, porque es en la oración donde Dios-Trinidad nos descubre nuestra dimensión espiritual y nos desvela su presencia amorosa en nuestra alma, y, al mismo tiempo, también debemos de dirigirle una plegaria continua por toda la Iglesia y por toda la humanidad, para que la vida del hombre, creado a su imagen y semejanza, llegue a ser una vida en comunión con las tres Personas divinas.

 

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