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Luz en mi Camino

11 enero, 2020 / Carmelitas
Solemnidad, Bautismo del Señor

Is 42,1-4.6-7

Sl 28(29),1-11

Mt 3,13-17

He 10,34-38

El tiempo litúrgico ordinario da inicio con la celebración de la solemnidad del bautismo de Jesús. Y parece adecuado que sea así, pues el bautismo del Señor en el Jordán señala el inicio o la inauguración de su actividad pública, a la vez que sintetiza todo el proyecto salvífico divino que llevará a cabo, es decir, su vida de Siervo para salvar a la humanidad a través de su muerte y resurrección. Mirar hoy el bautismo del Señor es contemplar, por tanto, nuestra realidad de bautizados y de discípulos de Jesús.

El ministerio de Juan, que predicaba un bautismo de conversión y la venida del “más fuerte que él”, y el éxito de su misión pues «acudía a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán» (Mt 3,5), son el detonante que mueve a Jesús a aparecer en la esfera pública para dar inicio a la misión más importante y sin parangón posible que jamás ha existido — y que la Iglesia continúa haciendo presente y anunciando hasta el fin del mundo —, esto es, la salvación de la humanidad.

En el relato evangélico se distinguen dos momentos fundamentales: en primer lugar aquel del bautismo (Mt 3,13-15) y, a continuación, aquel de la teofanía-revelación (Mt 3,16-17). El Dios-encarnado por amor, o mejor, el Niño que es el Amor encarnado, visible y accesible a todos los hombres, se acerca ahora, en su madurez humana, a realizar su misión movido por ese amor extremo a Dios y a los hombres que colma y desborda su corazón. Sólo este amor explica por qué Jesús, “el más fuerte”, se deja bautizar por Juan, que es inferior a Él; solo este amor le lleva a someterse a un bautismo de “conversión” (metánoia) siendo el Inocente, el Cordero sin mancha. De hecho, Juan se sorprende, reconoce su inferioridad y no quiere bautizar a Jesús, pero su amor es el que discierne y ordena que «conviene que cumplamos así toda justicia» (Mt 3,15), es decir, realizar plenamente la voluntad de Dios, su proyecto de salvación manifestado al pueblo de Israel y sellado en las Escrituras.

“Cumplir” no significa aquí simplemente observar la voluntad de Dios sin más, ajustando los pasos a lo establecido por la Ley mosaica, pues sobre este particular no eran pocos los judíos que lo realizaban de manera perfecta (Cf. Flp 3,6), sino también completar, perfeccionar y manifestar totalmente la “justicia divina” revelada en el AT. Dios es justo porque “justifica”, porque “hace justo o santo” al hombre, y Jesús va a “cumplir toda justicia” justificándonos, es decir, cargando con nuestros pecados, “abriéndonos” el Cielo y mostrándonos el camino de la santidad en su misma Persona. Por eso, precisamente, se pone en la fila como un “pecador”, pero lo hace “por amor a los pecadores”, pues se “sumerge” en la aguas como símbolo de que asume y carga sobre sí todas las consecuencias del pecado humano que le conducirán a la muerte y a la sepultura, para transformarlas en su Amor, saliendo del agua victorioso como signo de su futura resurrección. “Cumpliendo toda justicia”, Jesús se ocupa de las cosas del Padre (Cf. Jn 2,49), que no son sino salvar a los hombres, por eso el Padre se complace en Él, en su Hijo único (Cf. Mt 3,17).

La palabra “justicia” también aparece en el primer canto del Siervo de Isaías: «Yo, el Señor, te he llamado con justicia» (42,6), y hace referencia a la misión del siervo que es también el elegido de YHWH: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo, mi elegido, a quien prefiero» (42,1). Es Jesús, sin embargo, el que encarna todo lo referido al Siervo-de-YHWH y el que da sentido pleno a las palabras del profeta. Él es el Siervo que rebosa del amor de Dios, manso, humilde, obediente, y también fuerte para afrontar las consecuencias del pecado de los hombres, afrontando el sufrimiento y la muerte sin echarse atrás, tal y como lo mostrará en su pasión. Jesús es, por eso, la auténtica Luz de las gentes, de toda la humanidad (Cf. Is 42,6), a la que libera de la oscuridad del Mal en donde se cobijó para defender su vida pero donde se encontró, por el contrario, encerrada y esclavizada en una prisión mortal.

En Jesús, los cielos están abiertos para la humanidad, es decir, el hombre puede acceder en Jesús a la comunión de vida con Dios-Padre, a la vida eterna (Cf. 1Jn 1,2). El Espíritu Santo, que desciende y reposa sobre Jesús, le unge como el Mesías y le fortalece para realizar su misión de solidaridad y de salvación, para que pueda anunciar la Buena Noticia a los pobres, liberar a los prisioneros, abrir los ojos a los ciegos, expulsar los demonios y sanar todas las enfermedades, es decir, para salvar integralmente al hombre, en cuerpo y alma.

La “voz del cielo”, que es la voz del Padre, y el descendimiento del Espíritu Santo sobre Jesús, el Hijo, desvelan la íntima unión de las tres personas divinas, presentes y activas en la humildad y humillación de la naturaleza humana de Jesús: toda su misión es expresión del Dios, uno y trino. Las tres personas divinas forman una inclusión con el final del evangelio (Mt 28,19), donde se hace referencia a la fórmula trinitaria que, por orden del Resucitado, deben emplear sus discípulos para bautizar: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

La solidaridad de Jesús con el hombre pecador, es decir, su aceptación a cargar con todos sus pecados — derramados simbólicamente en el agua del Jordán por aquellos que se hacían bautizar por Juan —, queda reflejada también en la geografía misma donde esto acontece. El Jordán, testigo de numerosos momentos cruciales de la historia salvífica (Cf. Lot: Gn 3,16; Jacob-Israel: Gn 32,10; 33,18; Jos 3,15-16; Elías: 2Re 2,8.11; Eliseo-Naamán: 2Re 5,14) es relevante en este contexto por su profunda depresión, a la que su mismo nombre alude: Jordán significa “el que desciende”. Nacido a los pies del monte Hermón, el Jordán camina cerca de 300 sinuosos kilómetros hasta llegar al Mar Muerto, donde muere y es sepultado a casi 400 mt por debajo del nivel del mar, el punto más bajo de la superficie terrestre. Es así como Dios, a través de la geografía, nos invita a comprender el verdadero y misterioso significado del bautismo de su Hijo en el que queda simbolizado su descendimiento a lo más profundo de los infiernos en los que se encuentra el corazón humano, para rescatarlo y, con su resurrección, introducirle en el mismo Cielo como hijo de Dios.

Hoy, en nuestros días, donde impera la pérdida de conciencia de pecado, el laxismo moral, la burla de los valores cristianos, la desvalorización misma de la persona que se entiende como un bien consumible que debe relativizar todo (vida no nacida, matrimonio, familia, Dios) si quiere vivir y gozar; hoy, en estos tiempos en los que ni aquellos que más miserias públicas cometen, sean famosos, políticos o deportistas, no dudan en afirmar que de nada tienen que arrepentirse ni nada tienen que corregir en sus vidas, no es extraño que el texto y el mensaje evangélico proclamado les resulte banal y no les diga absolutamente nada. Son ejemplo, sin embargo, del pueblo que camina en las tinieblas, de la ceguera y sordera humanas, de la prisión en la que nos mete el pecado y de la esclavitud del Mal a la que estamos sometidos. Ahora bien, Jesús es Aquel que por ellos y por todos nosotros se hace penitente, baja a la fosa del Jordán y acepta, en nombre de todos y de cada uno de los hombres, ser bautizado, ser sumergido en la muerte que a todos nos correspondería por nuestros pecados y que, sin embargo, es a la que le sometemos a Él, y que Él acepta porque nos ama hasta el extremo y “conviene que por este amor inmenso nos justifique”.

Si meditamos en todo esto que la celebración hodierna deja traslucir, es posible que nos demos cuenta que nosotros, los que hemos participado en la muerte y resurrección de Jesús a través del sacramento del bautismo, estamos llamados a ser hoy, en nuestra generación, la conciencia y la luz de una sociedad inconsciente e incrédula. Llamados a participar en la misma misión de nuestro Señor al ser movidos por su mismo Amor, por la fuerza del Espíritu Santo derramado en nuestros corazones y que nos hace exclamar: ¡Abbá Padre!; un Padre que nos ha abierto el Cielo y que, en su Hijo, se complace también en nosotros, sus discípulos-siervos y sus hijos.

 

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