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Luz en mi Camino

31 diciembre, 2020 / Carmelitas
Luz en mi camino. 2º Domingo después de Navidad

Sir 24,1-4.9-12

Sl 146(147),12-15.19-20

Ef 1,3-6.15-18

Jn 1,1-18

    La Sabiduría (ἡ Σοφία), con que Dios creó el universo y lo sostiene, quiso habitar en medio de los hombres: «Habita en Jacob, sea Israel tu heredad» (Sir 24,8). De ese modo, Dios manifestaba su cercanía al hombre y su deseo de intimidad con él.

    Para Israel, la Sabiduría se ha “encarnado” en la Torah, y de modo particular en las Diez palabras, es decir, en el Decálogo. También el Templo de Jerusalén era considerado obra de la misma Sabiduría, por eso en su culto se manifiesta el orden perfecto del mundo y Dios era glorificado en medio de su pueblo. Así lo dice el Sirácida: «La sabiduría se alaba a sí misma, se gloría en medio de su pueblo,… En la santa morada (= Templo), en su presencia, ofrecí culto y en Sión me establecí» (Sir 24,1.10). Por esta razón afirman los rabinos que, mientras el mundo goza de nueve partes de sabiduría, en Israel habita la sabiduría en su plenitud.

    Ahora bien, ¿cómo ha llegado la Sabiduría a habitar en medio de su pueblo? ¿Por qué? Según el texto bíblico, la Sabiduría «reside en la congregación plena de los santos» (Sir 24,12), por eso buscó en pueblo bendecido, elegido y santo, es decir, un pueblo en el que Dios hubiera derramado toda su complacencia y al que hubiera hecho capaz de saber mirar o contemplar la historia con Sus propios ojos. Este pueblo es Israel.

    En el libro del Éxodo se narra el nacimiento del pueblo de Dios: la liberación de Israel de Egipto, su marcha por el desierto hasta llegar al Sinaí, la entrega y recepción de Ley de santidad o el Código de la Alianza, la erección y consagración del Santuario y, finalmente, la gloria de YHWH que desciende y toma posesión del Santuario (= Tienda del Encuentro o Morada). Todo lo vivido por Israel tiene como finalidad el que Dios, el Señor, venga a habitar en medio de su pueblo y cumpla su promesa: «Vosotros seréis mi pueblo y Yo seré vuestro Dios». Por eso al final del Éxodo la gloria de Dios llenará la Tienda del Encuentro, como signo de que Dios pone su Tienda en medio de su pueblo y camina con él, conduciéndolo hacia la Tierra Prometida. Por consiguiente, Dios pudo venir a habitar en medio de su pueblo Israel, del pueblo que Él había elegido por amor a los patriarcas (Ex 3,1-12) y bendecido y santificado con la Ley de Santidad (= la Sabiduría).

    Todo ello era imagen vaga de la realidad que es Cristo, el Emmanuel, “Dios con nosotros”. En efecto, Dios establece definitivamente su morada en medio de su pueblo al hacerse “carne” y, por tanto, débil, frágil y mortal, como cada miembro de dicho pueblo. De ese modo, la figura veterotestamentaria se hace realidad. La Sabiduría-Palabra (= Jesucristo) habita, personal – real – sensiblemente, en medio de la humanidad, manifestándose como el Camino que conduce a la Tierra Prometida (= unión plena con Dios) y como el Templo en el que todo sacrificio es agradable a Dios. En Cristo, Dios el invisible se hace visible, el temible se hace cercano, y su gloria llena la humanidad, pudiendo ser contemplada en las palabras, obras, vida y persona de Jesús. En Él, como nos dice San Pablo, hemos sido bendecidos, en Él hemos sido elegidos y hemos sido destinados a la santidad para ser alabanza de su gloria (Cf. Ef 1,3.4.5-6).

    Gracias a Jesucristo, el Espíritu de la Palabra mora para siempre en medio de la humanidad, en la asamblea de los santos (= Iglesia). En efecto, por medio de la proclamación y del testimonio evangélico, la Palabra invisible puede ser sentida, escuchada y acogida, y el creyente puede experimentar su potencia creadora y vivificante, pues en ella está la Vida y ella es la Luz de todo hombre (Cf. Jn 1,4.9). Baste como ejemplo recordar la visita de María a su pariente Isabel: la Palabra hecha carne en el seno de María derrama su bendición en Isabel a través del saludo de María, es decir, las palabras de María transmiten el Espíritu Santo, el Espíritu mismo del Dios-Hijo que habita en su seno. Todos nosotros sabemos que una palabra rencorosa o iracunda provoca, tantas veces, rencor o ira, esto es, suscita en el que la escucha el mismo espíritu con que fue dicha. Del mismo modo, existe una Palabra que cambia la existencia y nos introduce en el seno del Padre. Ella nos hace presente la bendición y elección divinas, y tiene la fuerza de santificarnos.

    Pero el evangelio de hoy no sólo es el evangelio de la “palabra” es también el evangelio de la “mirada”. Nos apela a que aprendamos a mirarnos y a hablarnos, para que nada impida al Espíritu de la Palabra reposar en cada corazón. Tenemos que aprender a mirarnos como Juan el Bautista miró a Jesús y a hablarnos con el mismo Espíritu que encarnó la Palabra.

    También sobre este particular hemos experimentado, en tantas ocasiones, lo que significa mirarnos con celos, con envidia y con deseos y pasiones egoístas de todo tipo. Y no sólo respecto a gente alejada o ajena a nosotros, sino también dentro de nuestras mismas familias. Al otro le miramos como un ladrón, como alguien que nos quita algo que nos pertenece o como alguien que posee algo que sólo nosotros tenemos derecho a poseer. Lejos de tener los sentimientos de Jesús (Cf. Flp 2,5-8), que se consideró el último y el servidor de todos, nos creemos superiores a los demás y así lo refleja “nuestro mirar”: soy yo quien tiene que ser el centro de todos los afectos y estimas de la familia o de los amigos o de los compañeros de trabajo, y quien debe tener satisfechos todos los deseos y hacer que los otros se comporten y obren al ritmo que yo les marco. Obramos y pensamos de este modo equivocado e inmaduro, como ciegos que miran pero no ven, ya que nuestros ojos están ofuscados por el propio egoísmo y orgullo, auténticas vigas que nos incapacitan para contemplar el bien del otro y en el otro (Cf. Mt 7,5).

    Esa ceguera hace que nos olvidemos de que el otro es “un hombre enviado por Dios” (Jn 1,6). En efecto, esta afirmación referida a Juan, el testigo de la Luz, vale también, como no podía ser de otro modo, para la Luz misma (Jesús), y es el criterio con el que debemos mirarnos unos a otros, puesto que de «su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia» (Jn 1,16). Y en este caso, como nos enseña el evangelio, no importa el orden cronológico ― primero el Bautista y después Jesús ―, sino sobre todo el teológico: Jesús viene primero como Hijo. Y Juan no mira a Jesús como uno que le quita algo (“el pueblo bien dispuesto”) que él ha heredado o merecido por sus fatigas, sino que le ve como Aquel que “ha sido enviado por Dios en su historia” para darla sentido y plenitud. Sólo esa mirada le permite discernir y ver en Jesús al “Cordero de Dios”. Y sólo esa mirada teológica nos permitirá ver en el otro a uno amado por Dios, incluso antes de que naciera (Cf. Ef 1,4).

    Esa mirada de Juan cuestionará, posteriormente (Cf. Jn 1,19-28), a todos aquellos que vendrán a interrogarle acerca de su persona y de su obrar. De hecho, los sacerdotes, levitas y fariseos no se acercan a él con el deseo de convertirse, de cambiar su mirada, sino que se aproximarán con una mirada ya establecida y manchada. Es la mirada del mundo, del “hombre viejo”, que afecta a todos, sin importar la posición religiosa que uno ocupe. Y el Bautista, testigo de la Luz, les dirigirá, con humildad, hacia Aquel que habita en medio de ellos, pero a quien no reconocen porque no saben mirarle, incapacitándose para ver en Él el verdadero Templo donde se ofrece el verdadero Cordero, en quien todos hemos sido bendecidos, elegidos y santificados.

    Pidamos por eso al Señor, que se ha hecho carne por nosotros, que ilumine nuestros ojos y ponga en nuestra boca sus mismas palabras, para que podamos mirar toda nuestra realidad con su misma mirada y podamos transmitir su mismo Espíritu con nuestras palabras a todos aquellos que nos rodean, de tal modo que su bendición, su elección y santificación se extiendan y hagan realidad en toda la humanidad.

 

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