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Luz en mi Camino

21 enero, 2022 / Carmelitas
Tercer Domingo del Tiempo Ordinario

Ne 8,2-4a.5-6.8-10

Sal 18(19),8-10.15

Lc 1,1-4; 4,14-21

1Cor 12,12-30

Sólo después de haber investigado con precisión la Tradición evangélica recibida “desde el principio” y apoyándose en “muchos” relatos fidedignos previamente escritos (como el evangelio según San Marcos), escribió Lucas un relato global de “lo que Jesús empezó a hacer y enseñar desde un principio… hasta que fue elevado” (He 1,1). El evangelista quería dejar claro que “estos eventos” obrados por Dios en Jesucristo son el cumplimiento de las promesas depositadas en Israel y mantienen su validez salvífica “entre nosotros” (Lc 1,1) a lo largo del periodo escatológico.

Lucas quiso, además, exponer la tradición apostólica de modo normativo, “por su orden” lógico (Lc 1,3) y siguiendo el esquema ya en uso del “camino de Jesús”, esto es, su periodo galileo, su camino hacia Jerusalén y sus últimos días en la Ciudad Santa donde murió, resucitó y ascendió al Cielo. De este modo, el evangelista resaltaba la solidez que tienen las enseñanzas cristianas en sí mismas y confirmaba, con ello, a Teófilo y a los demás cristianos en la fe recibida.

Junto con los Hechos de los Apóstoles, el evangelio compuesto por Lucas será recibido por la Iglesia como palabra inspirada por Dios, como “palabra del Señor”, y a partir de hoy, y a lo largo de este Año Litúrgico, su proclamación presidirá la mayoría de nuestras celebraciones dominicales.

Las lecturas del AT y del evangelio, cuyo contenido se emplaza en un contexto de índole litúrgica, nos recuerdan la importancia de la Palabra de Dios, y de la necesidad que tenemos de proclamarla, de escucharla y de responder en nuestro ser y en nuestro obrar cotidiano con un corazón sincero e íntegro.

La primera, tomada de Nehemías, se sitúa el marco de la Ciudad Santa, reconstruida fatigosamente después de la amarga experiencia del exilio babilónico. La celebración, que consistió fundamentalmente en la lectura de diversos textos de la Ley de Moisés (= Pentateuco), es guiada por el sacerdote y escriba Esdras (Ne 8,2.4). Tuvo lugar el séptimo mes (= Tishri: septiembre-octubre), probablemente del año 444 a.C., ante la presencia de una gran asamblea apiñada junto a la Puerta del Agua, un terreno no-sagrado situado al sudeste del Templo. Estaba formada por todos los habitantes de Jerusalén con “uso de razón”, es decir, por todos los que tenían más de 10-12 años de edad, fueran hombres o mujeres.

Siguiendo el orden litúrgico establecido, Esdras se puso en pie sobre un estrado de madera preparado para la ocasión y, tras abrir el rollo y haberse alzado la gente, bendijo al Señor (Cf. Ne 8,5-6). Los asistentes respondieron a una voz: «¡Amén! ¡Amén!», e inclinándose adoraron al Señor. Seguidamente, Esdras y los levitas fueron leyendo y explicando el libro de la Ley, «desde el amanecer hasta el mediodía» (Ne 8,3).

Los hebreos que habían retornado del exilio y que habían permanecido en Babilonia cincuenta años ya no conocían el hebreo, la lengua en la que estaba escrita la Torah. Por este motivo, después de que el lector proclamaba el texto en hebreo, un traductor explicaba en arameo su significado, para que todos los presentes entendiesen la lectura (Cf. Ne 8,8). Podríamos recordar aquí cómo antes el Concilio Vaticano II se proclamaban durante la misa las lecturas bíblicas en latín, una lengua que casi nadie en la asamblea cristiana entendía; la posibilidad de escuchar actualmente en nuestra propia lengua la palabra de Dios nos facilita su comprensión y debería impulsarnos a tener una mayor participación en la celebración.

Deteniéndonos en la lectura de Nehemías, parece evidente que al proclamar la palabra de Dios hay que tener en cuenta tres acciones fundamentales. En primer lugar, es necesario que el texto bíblico no sea leído de cualquier manera sino “con claridad” (Ne 8,8). El hecho de leer fragmentos diversos de la Ley presupone, asimismo, una preparación anticipada de la celebración, es decir, comporta haber programado, preparado y seleccionado previamente las lecturas que mejor pueden iluminarse y enriquecerse entre sí, y que se consideran las más adecuadas para la ocasión.

En segundo lugar, es necesario “interpretar el sentido” del texto (Ne 8,8-9) para poder comprender lo leído. Esta “interpretación”, como clarifica el verbo empleado (diastéllō: separar, distinguir), consiste en “separar” y en “definir con precisión” todos los matices para ayudar a comprender toda la riqueza, fuerza y enseñanza espiritual del texto bíblico, pues, como dicen los rabinos, “hasta que uno no ha sacado setenta sentidos a una palabra o a un texto de las Escrituras, todavía no lo conoce”.

Por último, es necesario que la lectura proclamada y explicada sea “comprendida” en su sentido sapiencial, que permite actualizar el texto al momento y a la situación presente. Este sentido alimenta la mente y el corazón del oyente e incide eficazmente en su persona para que crea y realice en su vida concreta la voluntad de Dios, del Dios vivo que se le está manifestando a través de la palabra escrita y que desea establecer con él un vínculo vivo, íntimo y amoroso.

Si este proceso es seguido con un oído abierto y un corazón humilde, se darán entonces dos actitudes complementarias, aunque a primera vista puedan parecer contradictorias. Por un lado, como testimonia el texto de Nehemías, aparecen las lágrimas de la conversión, como signo del sincero arrepentimiento asumido por el pueblo al comprender, a la luz de la Palabra, el propio pecado y la infidelidad a la Alianza: «El pueblo entero lloraba al escuchar las palabras de la Ley» (Ne 8,9). Por otro lado, como enseñaba el gobernador Nehemías, el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas, la última palabra que Dios dirige a un corazón quebrantado y humillado no es de condena sino de perdón, lo cual es motivo más que suficiente para vivir agradecidos al Señor y llenos de la esperanza y de la alegría que su bondad provoca. Por eso les invitan a manifestarlo en un banquete, símbolo de los tiempos mesiánicos en los que Dios mismo enjugará las lágrimas de todos los rostros (Cf. Ap 21,4): «“No estéis tristes, ni lloréis”… “Id y comed manjares grasos, bebed bebidas dulces y mandad su ración a quien no tiene nada preparado. Porque este día está consagrado a nuestro Señor. No estés tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza”» (Ne 8,9).

La segunda escena se sitúa en la sinagoga de un pequeño pueblo galileo llamado Nazaret, donde Jesús había crecido desde su más tierna infancia. Fiel a la Ley mosaica y a las costumbres judías, participa el día del descanso sabático en la liturgia sinagogal. Hacía algún tiempo que había comenzado su predicación pública y su fama ya se había extendido por toda la región (Cf. Lc 4,14-15). Quizá por este motivo, “todos” sus compaisanos se agolparon aquel sábado para escucharle, pues el jefe de la sinagoga le había invitado a proclamar la lectura y a explicársela seguidamente a toda la asamblea.

Siguiendo el ritual establecido, Jesús se puso en pie, desenrolló el volumen de Isaías que le había sido entregado, y leyó el anuncio profético que decía: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres… para anunciar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Este pasaje habla probablemente del profeta que ha compuesto los capítulos 60–62 de Isaías, pero la misión anunciada le excedía sobremanera y la tradición judía llegará a identificar a este personaje con el Mesías, a quien el Espíritu consagra y envía para anunciar el año de gracia del Señor.

Después de la lectura, Jesús devolvió el rollo y se sentó. En ese momento todos fijan sus ojos en Él, esperando escuchar atentamente la “homilía” explicativa del texto. Sin embargo, el evangelista sólo nos transmite una frase en la que sintetiza el mensaje y el sentido de todo aquello que Jesús anunció y que causó gran admiración en todos los asistentes: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír [literalmente: “en vuestros oídos”]» (Lc 4,21). Isaías había anunciado la liberación del pueblo de Israel que se encontraba exiliado y oprimido por el imperio babilónico, pero Jesús, ungido por el Espíritu Santo que reposa sobre Él (Cf. Lc 3,22), actualiza dicho mensaje y afirma que la profecía apuntaba a “lo que Él mismo está realizando” y que, por tanto, está siendo cumplida en su sentido más pleno en su persona, palabra y obra. Es decir, la esperanza de salvación futura que anunciaba Isaías para los pobres, cautivos, oprimidos y ciegos, es una realidad cumplida y ofrecida para toda la humanidad en Jesús de Nazaret.

Estas dos escenas que hemos comentado representan el antecedente histórico de la liturgia de la Palabra que celebramos los cristianos en el contexto eucarístico dominical. La Iglesia nos pone en contacto, cada domingo, con la Escritura, cuyas profecías y predicciones se han cumplido en Jesucristo, la Palabra hecha carne, hacia quien deben ser orientados los ojos y oídos de quienes escuchan las lecturas y la homilía del sacerdote. Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, continúa haciéndose presente en nuestra asamblea, en “nuestros oídos”, a través de su palabra proclamada, explicada y comprendida. Por eso tenemos que preguntarnos cómo escuchamos y con qué disposición acogemos la palabra del Señor: ¿Nos dejamos iluminar por ella?; ¿Nos dejamos conducir hacia el conocimiento y compunción de nuestro pecado, serenar en nuestras preocupaciones e introducir en la alegría que brota del perdón y de la unión con Dios en su mismo Espíritu?

Debemos saber, igualmente, que la gente también espera ver cumplidas “hoy” en nosotros las Escrituras. El mundo quiere ver que nuestra existencia se conforma a la Palabra que anunciamos, escuchamos y creemos cumplida en Cristo-Jesús. Pero ¿de qué modo? Ciertamente no como en Jesús, que es el cumplimiento perfecto de las promesas divinas, pero sí que quieren ver su acción en nosotros; sí que desean contemplar nuestra constante lucha contra el pecado y vislumbrar la fuerza del Evangelio que nos impulsa a levantarnos siempre de cada tropiezo y caída; sí que quieren observar, en definitiva, nuestra confianza inquebrantable en el Amor de Dios manifestado en su Hijo y derramado en nuestro corazón que nos ayuda a vivir con esperanza y alegría en cada circunstancia de nuestra vida.

Tomemos pues una mayor y más profunda conciencia de cuánto necesitamos entrar en contacto con Dios y con su Hijo Jesucristo a través de las palabras de la Escritura, y pidamos al Señor un oído atento para escuchar su Palabra, una mente abierta a su luz y un corazón disponible para poner por obra las mociones del Espíritu, con el fin de poder ayudar, como nos dice Pablo, a la edificación del cuerpo de Cristo en la comunión de todos los cristianos.

 

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