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Luz en mi Camino

29 junio, 2019 / Carmelitas
Solemnidad de San Pedro y San Pablo, Apóstoles

He 12,1-11

Sl 33(34),2-3.4-5.6-7.8-9

Mt 16,13-19

2Tim 4,6-8.17-18

Al celebrar en este día esta fiesta solemne en honor de los grandes apóstoles Pedro y Pablo, hacemos brevemente una reseña de cada uno de ellos en relación con Jesús y el Evangelio, tal y como dan testimonio de ellos los escritos del Nuevo Testamento.

Tales escritos evidencian unánimemente que Pedro fue un discípulo histórico de Jesús, a quien el Señor hizo testigo autorizado de su resurrección y garante de la tradición cristiana. Su importancia ya lo deja entrever el que, después de Jesús, sea el nombre (Pétros) que más veces recurre en el NT: 154. En 24 ocasiones va asociado a su antiguo nombre Simón (que aparece solo otras 20 veces). El arameo Kēfás (pedro/piedra) que aparece 9 veces, es utilizado sobre todo por Pablo (Cf. 1Cor 1,12; 3,22; 9,5; 15,5; Ga 2,9).

La liturgia hodierna nos propone el fragmento “petrino” de Mt 16. Esta tradición sinóptica subraya la particular vocación de Pedro, uno de los primeros llamados por Jesús para seguirlo, junto con su hermano Andrés y los compañeros pescadores Santiago y Juan. Jesús lo llamó para transformarlo de “pescador de peces”, un trabajo que termina con la vida terrena, en “pescador de hombres”, una misión que culmina en el Cielo, en la vida eterna (Cf. Mc 1,16-18).

Pedro fue asociado, por gracia, a la misión salvífica de Jesús y establecido por Él en una posición de mayor responsabilidad que el resto de apóstoles, motivo por el que siempre aparece nombrado en primer lugar en la lista de los Doce (Cf. Mt 10,2; Mc 3,16; Lc 6,14; He 1,13).

Tras escuchar la llamada de Jesús y adherirse a ella, siguió al Señor y fue uno de sus testigos privilegiados puesto que fue hecho partícipe de momentos de gran intimidad y relevancia del Maestro, como la Transfiguración (Cf. Mt 17,1-8), la resucitación de la hija de Jairo (Cf. Mc 5,37) y la oración en el huerto de Getsemaní poco antes de la pasión (Cf. Mt 26,37).

Pedro tuvo el honor de hospedar en su casa de Cafarnaúm a Jesús, quien, en cierta ocasión, curará a su suegra enferma (Cf. Mt 8,14-15). Es presentado asimismo como portavoz de los Doce (Cf. Lc 8,45, al ser tocado Jesús por la hemorroísa; también: Mc 10,28; He 2,14), y asociado íntimamente al Maestro como deja entrever la cuestión del pago del tributo al Templo (Mt 17,24-27). Pedro es, sin duda, el prototipo del discípulo que sigue a Jesús tanto en el entusiasmo como en los momentos de crisis (Cf. Mt 14,28; Mc 10,28-31).

En el entorno de Cesarea de Filipo, y en base a la profesión de fe emitida sobre la persona de Jesús, don de la gracia divina (y no fruto de la carne y la sangre; Mt 16,17), Pedro es constituido fundamento, “roca”, de la comunidad mesiánica de Jesús (“mi Iglesia”) y se le confía el deber de guiarla con autoridad (simbolizado en las llaves y en el poder de atar-desatar; Mt 16,18-19). Siguiendo a su Maestro, Pedro aprende que esta misión no se mueve por el poder y el prestigio, sino como entrega y participación en el mismo destino de su Señor hasta sus últimas consecuencias, hasta incluso llegar a perder, si fuera necesario, la propia vida. Sin embargo, la incomprensión del destino del Maestro (Cf. Mt 16,22; 17,23; 20,14; 26,33-35) irá introduciendo a Pedro en una profunda crisis que se manifestará plenamente en Getsemaní. Llamado a velar con el Maestro de modo íntimo e intenso, Pedro se verá vencido por la debilidad e incomprensión de la situación que están viviendo en aquel momento (Cf. Mt 26,36-46), huirá ante los soldados y negará tres veces a su Señor aunque su espíritu estuviera pronto y hubiera entrado en el palacio del Sumo Sacerdote. Tres veces le había enseñado Jesús acerca de su destino y tres veces le negó cuando el cumplimiento de dicho destino estaba aconteciendo (Cf. Mt 26,69-75).

Pedro supo, no obstante, llorar su culpa, aceptar su condición débil y pecadora, y mirar con confianza hacia Aquel que le miraba con ojos misericordiosos (Cf. Lc 22,61). En ellos encontró la fuerza para convertirse, arrepentirse y esperar que las palabras de Jesús, que hablaban también de resurrección, fuesen cumplidas y desveladas.

Será junto a la ribera del mar de Tiberíades donde recibirá el perdón y la rehabilitación de su discipulado y de su responsabilidad de pastor del rebaño de Cristo (Jn 21,15-17). La debilidad del apóstol, anunciada por Jesús mismo en el Cenáculo (Lc 22,31-32) al mismo tiempo que oraba por él para que no perdiera la fe, no impedirá que exprese la función de “roca” de la Iglesia, pues esta función no es meramente institucional sino querida por Dios y sostenida por su gracia, siendo, por ello, un carisma, un don del Espíritu Santo.

La confesión de Pedro y la promesa de Jesús del primado apostólico lo transmite el texto evangélico hodierno. La profesión de fe delinea perfectamente la identidad de Jesús y es aceptada por éste. Permanece, además, como la función de Pedro a lo largo de los siglos a través de sus sucesores, que tienen el encargo de mantener en la Iglesia la recta fe y de confirmar en ella a los hermanos. El primado que Jesús promete, constituye a Pedro y a sus sucesores en el signo y el centro visible de la unidad de la Iglesia.

La primera lectura muestra qué importante era Pedro para la vida de la primera comunidad, reunida en oración insistente e incesante por él. Muestra asimismo que la suerte del primero de los apóstoles le vincula fuerte y particularmente al destino mismo de Jesús, su Maestro y Señor. De hecho, según la tradición, tras haber predicado el evangelio a los judíos de la diáspora en el Ponto, en Bitinia, Capadocia y Asia, Pedro selló su amor por Jesús y sus ovejas, muriendo como mártir en Roma, siendo crucificado cabeza abajo porque no se consideraba digno de morir como había muerto su Señor. Eusebio nos transmite esta tradición en su Historia Eclesiástica (III.1.1-3), refiriendo este testimonio de Orígenes: «[…] (Pedro) venido, hacia el fin de su vida, a Roma, allí fue crucificado cabeza abajo por haber pedido él mismo sufrir de este modo el martirio».

Pablo, por su parte, se dedicó de modo radical a servir al Señor tras ser llamado por Él en el camino de Damasco (Cf. He 9,1-19). A partir de entonces, su meta fue alcanzar a Cristo y ayudar a cuentos fuera posible a lograr el mismo fin. Imágenes como “libación, navegación, lucha y carrera” ilustran la realidad de la vida de Pablo orientada hacia la proclamación del evangelio a los gentiles (Cf. 2Tim 4,17), para que conociesen a Cristo Jesús y caminasen santamente hacia lo Alto. Su conversión marcó, por lo tanto, un antes y un después en su vida. Jesucristo le agarró, le tomó para sí mismo (Cf. Flp 3,12) y le convirtió, de judío, fariseo y celoso cumplidor de la Ley, en una figura emblemática para el pueblo de Israel, en paradigma del amor de Dios que nos llega a través de Israel.

Pablo era, en efecto, hebreo por nacimiento y por religión, pero se expresaba en la lengua y formas del helenismo y, al mismo tiempo, era un ciudadano romano que deseaba encuadrarse en la estructura política del imperio. Esta dimensión multicultural que en él confluía le ayudó, con la luz de la gracia del Evangelio, a convencerse de que el cristianismo tenía que inculturarse en el ámbito grecorromano y ser expresado en nuevas categorías y lenguaje.

Pablo comprendió profundamente que en Jesucristo, Dios-Padre había manifestado su grandioso diseño salvífico. Comprendió que en la muerte y resurrección de su Hijo amado ofrecía a todos, judíos y gentiles, el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios, y el don del Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos de Dios en el amor. Por eso proclamaba que el hombre está invitado a acoger libremente este don de Dios en la fe, para que de ese modo Dios obre en Él y le transforme en una nueva criatura, abierta a la esperanza del destino glorioso al que todos estamos llamados (Cf. Rm 5,1-11).

Enseña el apóstol igualmente que es de ese don de Dios acogido en la fe del que brotan las obras justas en el creyente, que no son, por lo tanto, “mérito” para obtener dicho don o gracia (gratuitamente infundida por Dios en Cristo), sino que son “fruto del Espíritu” que ya obra en el creyente (Cf. Ga 5,22-24). El nuevo ser en la gracia y en la fe se manifiesta precisamente en las nuevas obras que realiza.

Ahora bien, Pablo, unido en su existencia y predicación a Cristo, no es otro fundador del cristianismo al margen de Jesucristo. Entre Jesús y Pablo se emplaza, como vínculo de unión y garantía del Evangelio, la comunidad cristiana primitiva, con la que el apóstol de los gentiles comparte la fe y la predicación, aunque su vocación y carisma le hayan llevado a desarrollar aspectos propios. Si Pablo es fundamental para la teología cristiana y para la misma historia cristiana, lo es porque está afirmado en la roca que es Cristo y en la piedra de la Iglesia. Nada puede contra ellas, nada obra al margen de ellas. En comunión con ambas, el mensaje paulino — acogido por la Iglesia como “palabra de Dios” —, resuena a lo largo de los siglos con toda su fuerza de fidelidad, de pasión, de perseverancia, de fe y de amor.

En la segunda lectura, Pablo, que siente próximo el final de su vida, afirma que las circunstancias que vive, negativas y preocupantes desde la perspectiva human, son, sin embargo, una conclusión normal de su propia misión, y que la sangre de su martirio no será una derrota sino una libación entregada por el sacrificio espiritual de los fieles a los que ha comunicado el Evangelio. (2Tim 4,6). Está por eso seguro de haber cumplido su misión y de haber conservado la fe en Cristo. Además, el hecho de que en el proceso hubiera sido ayudado a responder y a prevalecer sobre sus adversarios, le ayuda ahora a esperar, con espíritu firme, la salvación que anhela y que no es la temporal, sino aquella que le introduce definitivamente en la vida eterna.

Que al celebrar esta fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, brote de nuestro corazón el agradecimiento sincero a Dios por ellos y crezca en nosotros no sólo la alegría de haber recibido por medio de ellos la fe evangélica, sino también la confianza de tener ya, como primicia, la vida eterna (en cuanto comunión con Dios) en nuestro corazón.

 

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