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Luz en mi Camino

6 noviembre, 2022 / Carmelitas
Trigésimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario

2Mac 7,1-2.9-14

Sl 16(17),1.5-6.8b.15

Lc 20,27-38

2Te 2,16–3,5

Dos verdades de nuestra fe han provocado, a lo largo de la historia, las mayores burlas, escarnios y persecuciones contra el pueblo cristiano. Una es la confesión de que Jesús es el Hijo de Dios, Dios mismo hecho hombre; la otra, vinculada a la primera, es la fe en la resurrección de la carne, fundamentada en la misma resurrección de Jesús de entre los muertos. La liturgia de este domingo, considerando cercano el final del año litúrgico, nos habla precisamente de la resurrección.

Al igual que tantos pueblos antiguos, los hebreos — ajenos a la fe en la resurrección —, consideraban que la muerte suponía una ruptura irreparable con los hombres y con Dios. Pensaban que, después de morir, los hombres descendían a las profundidades de la tierra, a los infiernos (en hebreo Sheol), donde — olvidados para siempre — transcurrían una existencia miserable, similar a las larvas, e indigna, por tanto, del ser humano y de Dios.

Con el paso del tiempo, algunos fueron inspirados a creer que la intimidad tenida con Dios durante la vida terrena, no podía perderse de modo definitivo. Esta esperanza se ve reflejada en algunos textos, y así lo expresa, por ejemplo, el salmista, seguro de que el Señor, tras morir, le llevará consigo: «No abandonarás mi vida en el sepulcro, ni dejarás que tu fiel vea la corrupción» (Sl 16,10).

La esperanza en la resurrección (también del cuerpo, en cuanto la persona, según la mentalidad semita, es una unidad de cuerpo y alma) fue extendiéndose paulatinamente en la creencia del pueblo hebreo. A ello contribuyó, en gran medida, la persecución helenista desencadenada por el rey Antíoco Epífanes IV (s. ii a.C.), al querer imponer las costumbres y creencias griegas, y prohibir aquellas hebreas. Muchos hebreos resistieron heroicamente. Un ejemplo de ello lo ofrece la primera lectura, que relata el caso de una madre con siete hijos a los que se obligaba a comer carne de cerdo prohibida por la Ley mosaica. Para poder participar al culto divino, era necesario estar en pureza ritual y, por tanto, abstenerse absolutamente de comer carne porcina. Comerla hubiera sido el signo que manifestaba el abandono de la propia religión. Sostenidos precisamente por su fe en la resurrección, los siete hermanos y la madre resistieron de manera memorable. Eran conscientes de que, antes o después, tenían que morir, pero llenos del temor de Dios estaban seguros de que intervendría a su favor y les honraría, resucitándoles, con la vida eterna.

Jesús profesó esta certeza en la resurrección, y, junto con su pasión, anunció también su propia resurrección. Los fariseos creían, igualmente, en la resurrección, realidad que los saduceos negaban. Son estos últimos los que se aproximan a Jesús exponiéndole su dificultad al respecto, seguros de tener un razonamiento válido e irrevocable contra la resurrección. Aunque inventada, la historia presentada la fundamentan sólidamente sobre la ley del levirato (del latín levir, “cuñado”, que traduce el hebreo yâbâm), cumpliendo fielmente, y hasta sus últimas consecuencias, la ley mosaica, según la cual «si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano» (Lc 20,28; Cf. Dt 25,5). Esta ley tenía por finalidad perpetuar la descendencia del hermano muerto y asegurar la estabilidad de los bienes familiares.

Según el relato, la mujer se convirtió en esposa de los siete hermanos, al ir estos muriendo, uno detrás de otro, sin dejar descendencia. Finalmente, también la mujer murió. La pregunta que, en estos momentos, plantean los saduceos pretende ser una objeción definitiva contra la resurrección: «Ésta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer» (Lc 20,33). La cuestión parece no tener respuesta posible. Por una parte, la mujer no puede pertenecer a todos los hermanos a la vez; y, por otra, no hay argumentos que otorguen, a alguno de ellos, un derecho mayor sobre ella. Por eso para los saduceos es evidente que este tipo de situaciones ridículas, absurdas e irracionales hacia las que conduciría la resurrección de los muertos, constata que ésta no existe y tiene que ser rechazada.

Jesús, sin embargo, consciente de la importancia trascendental de este tema, quiere corregir a los saduceos en su errónea concepción y clarificar la realidad de la resurrección. Los saduceos tienen una falsa concepción de la relación de Dios con los hombres y de la potencia divina. Para ellos, Dios es simplemente el Dios que prescribe las leyes, normas y mandatos que aseguran el recto ordenamiento de la vida humana sobre la tierra, y cuyo poder creador quedó agotado ya con el universo y la realidad terrena conocida. Pero Jesús no acepta tales presupuestos, y apoyándose también sobre la Torah, señala que el Señor, al aparecerse a Moisés — en el episodio de la zarza, antes de dar la Ley —, se vincula a Abraham, Isaac y Jacob. Dios, por tanto, antes de ser el Dios de las prescripciones, es el Dios de la relación personal compasiva que guía, sana y promete la salvación. Dios no se manifestó en primer lugar con leyes, de un modo impersonal, sino que entabló una relación personal con Abraham, Isaac y Jacob. Y afirma Jesús que dicha relación, fundada en la bondad divina, no es relativa ni pasajera, sino definitiva. Por lo tanto, dicha relación no cesa con la muerte, porque la omnipotencia de Dios es inseparable de su bondad, y dicha omnipotencia es vida en sí misma. Dios no se preocupó de cuidar por un poco de tiempo a Abraham, Isaac y Jacob, para abandonarlos al morir, sino que, al dirigir hacia ellos su bondad, los destinó para siempre a la vida, porque Dios es el Dios vivo y el Dios de los vivos, porque «para Él todos viven» (20,38).

Enfangados en su errónea concepción, piensan los saduceos que las únicas condiciones humanas posibles son aquellas que existen y conocen en la tierra, y que si existiese la resurrección de los muertos, ésta sólo podría concebirse dentro de los parámetros actuales de la vida terrena. También en este punto Jesús les aclara que, pensando así, están desvalorizando la potencia de Dios. Dios es inagotable en su potencia creadora. La resurrección final no es el retorno a la vida terrena, sino la inauguración de una vida completamente nueva en relación con Dios. En dicha vida nueva ya no existe la necesidad de tomar mujer o marido, ya no existen las relaciones sexuales. Existe el amor, pero no la vida sexual. Jesús lo dice así: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido» (20,34-35).

Es erróneo pensar que, después de la muerte y la resurrección, la vida transcurrirá envuelta en placeres materiales. Muchas religiones, como la musulmana, tienen una idea material de la nueva vida, semejante a la actual pero sobreabundante de placeres, particularmente sexuales. Esa idea, sin embargo, es pobrísima, y desvaloriza y empequeñece el mismo ser de Dios, indecible e incomprensible en términos humanos, del Dios con el que se vivirá en unión plena después de la resurrección.

Sin apagar nuestra curiosidad por los detalles de la vida eterna, Jesús dirige nuestra atención hacia lo fundamental de dicha vida: Dios omnipotente ama al hombre y se entrega a él de modo personal, y aquellos a los que tal amor alcanza son introducidos por siempre en su Reino de vida. Los hombres, por tanto, tienen que adquirir una justa concepción de Dios, confiando en su amor providente y en su omnipotencia.

Tenemos que tener claro que, detrás del problema de la resurrección, late la cuestión decisiva de quién se piensa que es Dios y qué relación tiene con los hombres. Aunque aparentemente los saduceos y Jesús hablaban del mismo Dios, el modo como ambos le conciben difiere completamente. Los saduceos creen en un Dios distante, creador y legislador; mientras que Jesús nos desvela el verdadero ser de Dios como fuente eterna de amor y de vida.

Hoy, como ayer, este mensaje del “Dios vivo y de los vivos” puede ser rechazado, pero nuestra fe en la resurrección no es un añadido, sino un punto fundamental que pone en cuestión la fe en el verdadero Dios. Preguntas como: “¿Dónde vivirá tanta gente después de la resurrección?; ¿Qué haremos, si no aburrirnos, a lo largo de toda la eternidad?; ¿No es absurdo estar contemplando siempre a Dios como si viéramos una película en una pantalla de cine?”, y otras semejantes, se basan sobre los mismos erróneos presupuestos que sostenían los saduceos. Todo se juzga según la imaginación humana, limitada a la experiencia espacio-temporal terrena. Faltos de fe y equivocados en el concepto de Dios, no consideran la eterna novedad de su omnipotencia y de su amor.

Es así como Jesús ilumina la fe en la resurrección, enseñanza a la que tenemos que prestar gran atención, pues lo que nosotros esperamos no es una vida terrena sino una vida celeste. La enseñanza se convierte en una llamada a buscar, ya desde ahora, los bienes de arriba: el amor, la alegría, la paz y la unión con Dios y con los hermanos. Son los valores definitivos que tenemos que ir preparando ya en esta vida, conscientes de que Dios nos llama a una vida mucho más profunda y completa, más preciosa y feliz que la vida de placeres materiales que conocemos.

 

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