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Luz en mi Camino

19 agosto, 2022 / Carmelitas
Vigésimo Primer Domingo del Tiempo Ordinario

Is 66,18-21

Sl 116(117),1-2

Lc 13,22-30

Heb 12,5-7.11-13

La primera lectura de este domingo trata sobre el tema de la salvación que alcanza tanto a Israel como a los gentiles. Este oráculo se emplaza después del exilio babilónico y es obra de un profeta del s. vi a.C., diverso del profeta Isaías que vivió en el s. viii a.C. y que da nombre a todo el libro. El profeta no quiere que Israel, una vez retorne a la Tierra Prometida, se encierre en sí mismo, y ofrece una visión de una multitud de pueblos que vienen a Sión conquistados por la Palabra de Dios. De este modo, abría el mensaje salvífico depositado en Israel hacia el universalismo, anunciando que todas las naciones llegarían a adorar al Señor, al verdadero Dios. Dirá, además, que Dios mismo tomará levitas y sacerdotes de entre los pueblos paganos (Cf. Is 66,23), por lo que las barreras de pureza racial, tribal, familiar y ritual que estaban establecidas para formar parte del sacerdocio levítico parecen ser superadas y quedar abierto el horizonte, y el sentido mismo, del sacerdocio. Será en el Nuevo Testamento cuando ese anuncio profético extraordinario se hará realidad dentro de la Iglesia, por medio de Jesucristo, el único y eterno Sumo Sacerdote (Cf. Heb 6,20).

La lectura de la epístola a los Hebreos ilumina la realidad del sufrimiento, la “puerta estrecha” de la que habla Jesús en el evangelio, como parte de la pedagogía divina que nos conduce hacia la madurez humana y de hijos suyos (Cf. Heb 12,5-7). Por ese motivo, la prueba, en vez de ser ocasión para abatirse y renunciar a seguir al Señor y a creer en Dios, debe ser causa de esperanza y debe ser vivida como Dios quiere que se viva, esto es, como una corrección profunda del Padre que nos ama y nos conduce a su amor y a amar como Él nos ama (Cf. Heb 12,6.11). Es necesario que aprendamos a ver este aspecto educativo del sufrimiento y no sólo su aspecto negativo. En el sufrimiento Dios está cerca y nos da su fuerza y su gracia, y en las pruebas debemos aprender a aceptar y a vivir sabiamente el sufrimiento que ocasionan para que éste, lejos de ser dañoso, produzca los frutos de paz y justicia queridos por Dios (Cf. Heb 12,11). Es así como entramos en comunión con el misterio del sufrimiento de Cristo que conduce a la gloria. Es así como el corazón alcanza una madurez y una bondad que es capaz de comprender a los otros y de consolarlos con la misma consolación recibida de Dios, ayudándolos a afrontar el sufrimiento en conformidad con Dios y, por tanto, con la serenidad, dignidad y grandeza de amor con que lo afrontó Jesucristo (Cf. 2Cor 1,3-7).

Jesús se presenta siempre con coherencia, firme y seguro en su camino y enseñanza, sin desviarse de su misión y de su destino. Por eso, precisamente, al pasar por cada ciudad y pueblo mientras camina hacia Jerusalén, donde sabe que morirá (Cf. Lc 13,33), va enseñando todo lo referente al Reino de Dios (Cf. Lc 13,22). Jesús responde, asimismo, a las preguntas que le plantean, y lo hace con firmeza y verdad, aunque ésta resulte incómoda y dura. Lo único que el Señor no hace es engañarnos y dejarnos en la pura fantasía y en el ilusionismo. En el texto hodierno, nos exhorta a que evitemos la curiosidad malsana que se interesa de modo abstracto sobre los problemas de la salvación, y a que nos entreguemos con todo nuestro ser a obrar según su enseñanza para entrar en el Reino de Dios.

La pregunta que aquí se plantea golpea en el núcleo central de toda la problemática del hombre y de Jesús mismo, a quien Lucas ha presentado ya desde el inicio como el Salvador (Cf. Lc 2,11): «Señor, le dice uno, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). Esta pregunta afecta directamente a Jesús porque, en el fondo, contiene también estas cuestiones: ¿Qué seguimiento tendrá su obra y persona?; ¿Cuántas personas lograrán alcanzar la salvación por medio de Él?; ¿Cuántos fracasarán y se condenarán?; ¿Por qué no podrán alcanzar esa salvación: por ellos o por la impotencia de Jesús, de Dios?

Aunque la preocupación por la salvación aparezca aquí expresada clara y directamente, Jesús no responde de modo directo, ni indica el número de los salvados. Es una pregunta teórica que, es cierto, resulta interesante y quizás útil para continuar especulando, pero es secundaria respecto a la vida concreta en la que cada uno debe tomar decisiones y responder o no al querer de Dios. Por eso el Señor abandona la discusión centrada en la cantidad y emplaza la cuestión en el ámbito personal y existencial. Hablar sobre el número de los salvados sería tan sólo un vano especular, mientras que Jesús enseña a tomar las decisiones válidas que conducen a la salvación. Nos recuerda, en definitiva, lo que es necesario hacer y lo que nos estamos jugando: la justa y necesaria preocupación por la salvación no está en saber el número de los que se salvan sino en obrar concretamente según la justicia.

Jesús nos habla de la salvación utilizando la imagen de un banquete que tiene lugar dentro de una casa en la que uno puede ser recibido o, por el contrario, rechazado y expulsado. Con su resurrección, Jesús introdujo en “la casa” de Dios su humanidad, y lo hizo amando a Dios y a nosotros en las circunstancias más dolorosas acaecidas en su pasión y muerte. Pues bien, si en Jesucristo la invitación a entrar con Él en el Cielo alcanza a todos, también es cierto que a todos se reclama esfuerzo, dedicación y entrega por lograrlo: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán» (Lc 13,24). Esta enseñanza deja claro que no nos salva el pertenecer a Israel, o a una determinada clase social, o a una comunidad o movimiento religioso, o la práctica de comportamientos exteriores y tradiciones recibidas, o las recomendaciones de personas poderosas e influyentes en el mundo, sino la observancia viva y jubilosa de los mandamientos de Dios, la búsqueda primaria de su Reino y justicia (Cf. Lc 13,24; Mt 6,33; 7,13-14), amándolo a Él y al prójimo según nos ha amado y enseñado a amar en su Hijo (Cf. 1Jn 10,19; Rm 5,8; 8,32). Sólo por este tipo de amor, que funciona a semejanza de un carnet de identidad de filiación divina, somos reconocidos y admitidos en el banquete de la alegría, de la paz, de la justicia y de la felicidad eternas.

Al hablar de “la puerta estrecha”, es evidente que Jesús no quiere decir que a la “entrada” de la vida eterna hay tan gran aglomeración y abarrotamiento de gente que unos a otros se obstaculizan y, por tanto, tienen que empujarse y forzarse para entrar, sea como sea, en medio de tan gran caos y antes de que la puerta sea cerrada. ¡No, no es así! Al afirmar que debemos esforzarnos, Jesús quiere decirnos que no basta tan sólo el buen deseo de querer salvarnos. Es cierto, y no debemos olvidarlo, que ni somos salvados ni nos salvamos con nuestras propias fuerzas, pero es igualmente cierto que nuestra salvación no tendrá lugar sin nuestra acción, conformándonos con mantener una actitud de mera y pura pasividad. Podríamos recordar aquí las palabras de S. Agustín: Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti. Así pues, y en definitiva, Jesús nos enseña que tenemos que debemos esforzarnos por alcanzar la salvación, sin dejarnos arrastrar por vivir una vida insulsa, creyendo erróneamente que Dios, siendo misericordia infinita, tiene que estar siempre y por fuerza muy contento con nosotros, acogiéndonos así como somos aunque vivamos al margen de Él e, incluso, en contra de Él.

Sin lugar a dudas que Dios es aquel que nos salva, pero lo hace tomándonos en serio como personas libres y responsables. Por eso quiere que nuestro mayor deseo sea alcanzar la comunión con Él; por eso “esforzarse” significa aquí: acercarse con toda decisión y conocimiento a Él, superando todo obstáculo que quiera impedirlo, entregándonos totalmente para que nuestra unión con Él se haga realidad (Cf. Flp 3,12-16). Es el ‘esfuerzo’ de quien se siente amado por Dios y responde con el mismo amor, hasta que el amante y el amado sean una misma cosa en el amor.

Jesús afirma, asimismo, que llegará el momento en que el amo de la casa “cerrará la puerta” (Cf. Lc 13,25). Con ello nos enseña que nuestro esfuerzo no será eterno sino que tendrá una duración limitada, y nos exhorta, al mismo tiempo, a que no dejemos nuestro esfuerzo por llegar a Dios a un tiempo futuro, al momento, por ejemplo, de la vejez “cuando uno no tenga ya otra cosa que hacer”. Como muy tarde, con nuestra muerte la ‘puerta’ se cerrará y nuestro destino se decidirá; entonces será demasiado tarde para desear, llamar, buscar, pedir (Cf. Lc 23,25; Mt 7,7-8). Además de que el tiempo sea limitado, tenemos que darnos cuenta de que no somos los propietarios soberanos del mismo: es Dios mismo quien nos lo concede y el único Señor del tiempo y, por tanto, de la vida. No somos nosotros quienes cerramos la puerta sino Dios, por lo que desde el principio tenemos que estar preparados y ponernos en camino hacia Dios siguiendo fielmente a Jesús como discípulos suyos.

Como ya hemos señalado, es necesario, además, realizar las acciones justas: no sirve tener una relación externa con el Señor (Cf. Lc 13,26), es decir, no es suficiente haberle conocido y escuchado en su vida terrena, o tener ahora un conocimiento del Evangelio y de la vida cristiana. Es necesario obrar justamente, ya que el Señor de la Casa expulsa a aquellos que se creían sus dignos huéspedes con estas palabras: «Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad» (Lc 13,27), es decir, expulsa y no reconoce como suyos a aquellos que hacen el mal y no han querido saber nada de su Reino y justicia. Con esos tales, el Dios justo y misericordioso no tiene comunión ninguna. El esfuerzo por unirnos con Dios debe demostrarse en la acción: en la aceptación de corazón de la voluntad divina y en el cumplimiento concreto de la misma. El que rechace la comunión con Dios y prefiera realizar su propio proyecto de vida al margen de Dios, ya se está excluyendo a sí mismo de la salvación y, por tanto, de la comunión plena y eterna con Dios. Además, Dios respetará la decisión de la persona que así obre y confirmará que no tiene nada que ver con ella: ¡Alejaos! – ¡Aléjate! (Cf. Lc 13,27).

Aunque no indica el número de los salvados, Jesús sí que señala quiénes forman parte de la comunidad de los salvados: los patriarcas del pueblo de Israel (Abraham, Isaac, Jacob), los profetas, y muchos hombres que vendrán desde todos los extremos de la tierra. Es, de algún modo, el cumplimiento de lo que también anunciaba el salmista: «Yo cuento a Egipto y Babilonia entre los que me conocen; Tiro, Filistea y Etiopía, todos han nacido en Sión» (Sl 87,4-6). Jesús ilumina de este modo que en el Reino de Dios no sólo se realiza la comunión plena con Dios sino también la comunión con los hombres. En el Reino de Dios, los hombres serán bienaventurados porque, entre otras cosas, la relación entre ellos será plena y profunda, sin fisuras ni sinsabores; precisamente la imagen del ‘banquete’ (sentarse a la mesa) expresa el carácter de fiesta y la alegría de tal comunión.

Con su enseñanza, Jesús quiere “despertarnos” a todos de nuestra vida insulsa y de nuestro espíritu adormecido en las cosas mundanas y en una vida “religiosa” infructuosa, e impulsarnos a caminar seriamente por el camino que conduce a la vida eterna. Y lo hace con estas palabras porque no desea, en absoluto, que alguien se pierda. El Señor rebosa amor, bondad y misericordia hacia nosotros, y sabe que lo que es imposible para el hombre lo hará posible el amor de Dios. Pero este amor divino, que Jesús encarna, es exigente porque es auténtico, verdadero, sin reservas. Y esta exigencia del amor es la que nos pide “esfuerzo” por amar como somos amados, dado que dicho “esfuerzo” (caracterizado por la conversión y la fe) es ya en sí mismo positivo, salvífico, causa de auténtica alegría y fuente de confianza en el amor misericordioso y todopoderoso de Dios, en el que manifiesta abiertamente su voluntad de que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4).

 

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