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Luz en mi Camino

26 agosto, 2022 / Carmelitas
Vigésimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario

Sir 3,17-18.20.28.29

Sl 67(68),4-7.10-11

Lc 14,1.7-14

Heb 12,18-19.22-24

El Sirácida puede organizarse en dos grandes partes. La primera (1,1–42,14) reúne sentencias sapienciales, y la segunda (42,15–51,30) se centra en la gloria de Dios desplegada en la creación y en la historia. La lectura de este domingo es tomada de la primera parte y ofrece normas de tipo sapiencial para la vida práctica, concreta y real en la que uno se desenvuelve. Aconseja la moderación, la modestia y la humildad, como comportamientos adecuados para relacionarse bien con los otros. Y para que esto sea así, es necesario tener en cuenta el valor de la persona humana y disponerla y educarla no sólo para que ponga por obra esos comportamientos, sino también para que reciba con estima y afecto a quienes así obran.

La humildad abre al hombre a todos los dones de Dios, dado que el fiel, movido por esta virtud, tiene como finalidad en su vida conocer y realizar la voluntad divina. Además, esta virtud le da, por una parte, la capacidad para discernir su propia grandeza y valor y para crecer en ellos, y, por otra, al tener siempre delante de sí al Señor, es consciente de su pequeñez y se sabe necesitado y deudor en todo de Él. De un corazón humilde brota la auténtica alabanza, gloria y agradecimiento a Dios.

Las expresiones últimas delinean la personalidad de quien se hace sabio meditando las parábolas, es decir, de quien se hace discípulo de la sabiduría que procede de Dios y que le hace estar atento a ponerla por obra en la realidad que vive (Cf. Sir 3,18.20.28-29). La docilidad a la voluntad de Dios en la realidad concreta que se vive es lo que caracteriza al sabio.

La segunda lectura contrapone la relación con Dios en el AT, emplazada en un escenario de teofanía grandioso que causaba miedo y pavor a los que a ella asistían, con la relación establecida en la nueva alianza, en la que la actitud de los fieles es de total confianza filial, pues se fundamenta en la mediación del Hijo de Dios, Jesucristo, el único Sumo Sacerdote (Cf. Heb 12,22-24).

El autor de esta epístola establece la contraposición aludiendo a dos ambientes litúrgicos, religiosos. Sobre aquel del AT, subraya el aspecto terreno y terrorífico de los elementos: realidad o lugar sensible, fuego ardiente, oscuridad, tinieblas, huracán, sonido de trompetas, ruido de palabras (Cf. Ex 19,16-19; Dt 4,11-12; 5,23-27). Describe, de este modo, la manifestación de Dios en su majestad trascendente y misteriosa, ante la cual los presentes suplicaron a Dios que no les hablara más (Heb 12,18-21).

Sobre el contexto litúrgico neotestamentario, enfatiza su aspecto de serenidad y de paz. Ya no acontece en el Sinaí, sino “en la montaña de Sión, en la Ciudad Santa, en la Jerusalén celeste”, es decir, en la Iglesia, representada como una ciudad fundada por Dios y el Señor Jesucristo (Cf. Heb 12,22-24). Se nos emplaza, por tanto, en el tiempo escatológico que ya ha irrumpido con Cristo y en el que los creyentes participan por medio de la fe en Él, de la esperanza que Él les suscita y de la caridad que de Él reciben y obran. En efecto, en esta Ciudad Santa, los cristianos se relacionan personalmente con Dios, con Jesucristo, con los ángeles y los elegidos, y gustan así la salvación. Encuentran, por lo tanto, en este ámbito litúrgico, a toda la comunidad de creyentes, de santos, que están en la tierra y en el Cielo. Y en medio de dicha asamblea está Dios como Juez y Jesucristo como Mediador de la nueva alianza en su sangre; sangre que ya no pide venganza como la de Abel, sino perdón y purificación de los corazones pecadores, obrando en ellos la redención y la salvación. Por consiguiente, los fieles cristianos, unidos a Dios, ya gustan aquí la bienaventuranza que, en el Cielo, alcanzará definitivamente su plenitud.

La lectura evangélica, que pertenece a la sección que narra la subida de Jesús a Jerusalén (Cf. Lc 9,51–19,27), expone la enseñanza del Señor sobre la elección de los primeros puestos en los banquetes y de los invitados (Cf. Lc 14.7-14). Esta instrucción se vincula a la primera lectura en cuanto retoma la enseñanza sobre la modestia, la humildad y la moderación. Subraya, además, la verdadera sabiduría de quien, enraizado en el obrar de Dios y en la esperanza de su recompensa en el mundo venidero, hace bien a los pobres y a aquellos que no pueden devolverle el beneficio recibido.

El primer versículo introduce y contextualiza los dichos de Jesús: «Y sucedió que, habiendo ido en sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos le estaban observando» (Lc 14,1). Entre este inicio y su enseñanza, Jesús ha sanado a un hidrópico en la casa del jefe de los fariseos que le ha invitado a comer (Cf. Lc 14,2-6). Sus palabras, por tanto, se dirigen a los fariseos que le han invitado y que actúan hipócritamente con Él, observando si actúa transgrediendo la Ley, con el fin de tener un motivo para denunciarlo y deshacerse de Él.

La enseñanza, sin embargo, vale para todos y para siempre. La norma dada por Jesús de obrar con modestia y de no buscar los primeros puestos donde sentarse cuando uno es invitado, es de algún modo algo obvio y natural. Es una norma que viene desde antiguo, que está presente en las relaciones humanas y que resuena, por ejemplo, en el libro de los Proverbios: «No te des importancia ante el rey, no te coloques en el sitio de los grandes; porque es mejor que te digan: “Sube acá”, que ser humillado delante del príncipe» (Pr 25,6-7). Sin embargo, no es fácil ponerla por obra, pues buscamos habitualmente los primeros puestos en todo al margen de los demás y no aceptamos con buen corazón ser modestos y ocupar el último puesto como servidores, esperando que los honores nos los den los demás y, sobre todo, no aguardamos a que sea Dios el que, cuando llegue el momento por Él establecido, nos honre y glorifique.

Jesús inserta esta sabia enseñanza y conducta humana dentro de la predicación del Reino de Dios y profetiza que, en la vida eterna, las situaciones actuales serán cambiadas: el que ahora se exalta será humillado, y el que ahora se humilla será exaltado (Lc 14,11; Cf. Jr 21,31). Pero, ¿qué significan estas palabras? La regla del convite sobre la elección del puesto establece una condición para entrar en el Reino de Dios y para ser ubicado dentro del mismo. Una condición que debemos poner por obra ahora, en nuestra vida terrena, sabiendo que en el banquete del Reino, la distribución de los puestos difiere de aquella que está en vigor en las comidas oficiales terrenas. Son los últimos, los que menos cuentan, los que reciben un tratamiento preferente en el Reino de Dios.

Esta sentencia la ilumina y cumple perfectamente Jesús mismo. Él se humilló a sí mismo obedeciendo a Dios-Padre hasta la muerte de cruz, por lo que el Padre le exaltó en su resurrección y ascensión al Cielo (Cf. Flp 2,8-9). Ante esta exaltación de Jesucristo, los fariseos (en quienes debemos vernos reflejados) fueron humillados por causa de su incredulidad y obrar pecador contra el amor que, en Jesucristo, Dios les mostraba. Lo que en la pasión-resurrección hemos contemplado, y es proclamado ahora por medio del Evangelio, será definitivo al final de la historia para aquellos que rechacen obstinadamente acoger el amor misericordioso de Dios en su Hijo, humillado y glorificado, y ajustarse, en consecuencia, a Él que es “manso y humilde de corazón” (Cf. Mt 11,28-30).

La segunda enseñanza, concerniente a la elección de las personas que deben ser invitadas a comer, no sólo muestra el amor generoso y desinteresado de Jesús hacia aquellos que no cuentan, sino que también manifiesta, al mismo tiempo, un conocimiento profundo del ser de Dios y de su callada acción. Es bueno, dice Jesús, invitar a comer y, por tanto, es bueno hacer el bien, a aquellos que no pueden devolver esa generosidad, pues de este modo Dios mismo se establece como garante de la recompensa (Cf. Lc 14,13-14). Jesús mismo se identifica o, mejor, está presente en los pobres y necesitados, por lo que el bien hecho a ellos es un bien hecho al mismo Jesús, el Hijo del hombre e Hijo de Dios (Cf. Mt 25,34-40).

Jesús, el crucificado y resucitado, es para todos el modelo a seguir. Además de hacer resonar sus palabras, obras y persona, en todos los corazones arrogantes, altivos, egoístas y corruptos, para que cambien de conduzca y actitud porque tales actitudes y acciones les impiden crecer en el amor, su Evangelio muestra el rostro de Dios, el modo como es Dios en sí mismo, el modo-rostro que Jesús encarna y revela y al que nos invita a imitar siguiéndolo en su humillación, generosidad y servicio por amor a todos los hombres (Cf. Mc 10,45).

 

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