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Luz en mi Camino

2 septiembre, 2022 / Carmelitas
Vigésimo Tercer Domingo del Tiempo Ordinario

Sb 9,13-18

Sl 89(90),3-6.12-14.17

Lc 14,25-33

Flm 9b-10.12-17

Sólo Dios puede darnos a conocer su voluntad y sólo Él puede darnos la gracia de adherirnos a ella y ponerla por obra en nuestra vida. La primera lectura del libro de la Sabiduría ilustra esta verdad, preguntando sobre la voluntad divina y afirmando que al hombre le resulta imposible conocerla por sí mismo. Y así lo pone de manifiesto también el Evangelio, cuando Jesús desvela las condiciones del seguimiento y, por tanto, la voluntad de Dios que Él revela. Su enseñanza desconcierta, no concuerda con nuestros pensamientos limitados, con nuestros deseos aferrados a las cosas de este mundo, con nuestros afectos movidos por los lazos de carne y sangre. Sólo el Espíritu Santo desvela en los corazones bien dispuestos la verdad de esta enseñanza y les conduce a responderla con veracidad en la propia existencia.

La segunda lectura desvela, por su parte, otro aspecto del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo: la grandeza de su amor, su magnanimidad, que irrumpe en los corazones y es capaz de cambiar las relaciones que previamente se basaban únicamente en miras humanas, transformándolas en relaciones de amor en conformidad con el Dios que nos ama y se nos da en el Hijo como Padre nuestro.

El libro de la Sabiduría puede dividirse en tres partes. La primera (capítulos 3–5) muestra la función de la sabiduría en el destino de los hombres y compara la situación de los buenos y de los malos en la vida eterna y después de la muerte; la segunda parte (capítulos 6–9) expone el origen y la naturaleza de la sabiduría y el modo para alcanzarla; la tercera parte (capítulos 10-19) exalta la obra de la sabiduría y de Dios en la historia del pueblo elegido. El texto hodierno se emplaza al final de la segunda parte y ofrece un fragmento de la oración que, puesta en boca de Salomón, es dirigida por dicho rey a Dios para obtener la sabiduría.

Esta oración constata que la sabiduría excelsa de Dios sólo puede ser conocida por los hombres si Dios mismo la revela. Los pensamientos, proyectos, diseños eternos de Dios, que jamás improvisa en lo que hace porque todo lo penetra, conoce y gobierna, superan sobremanera a nuestra inteligencia, son “misterio”, es decir, secreto divino. El texto afirma, por eso, la transcendencia de Dios, ante la cual sólo la adoración puede ofrecer un puente que establezca un cierto contacto o relación con Él. El pensamiento de Dios sólo se comprende si se recibe el don de la Sabiduría, don que capacita para entender el modo como Dios actúa en la historia humana y que solemos denominar: providencia. Esta Sabiduría, revelada definitivamente en Jesucristo, nos ha sido dada a los cristianos mediante la infusión del Espíritu Santo en nuestros corazones.

La segunda lectura ofrece unos versículos de la breve y también extraordinaria carta que Pablo dirige a su amigo Filemón, a su (probablemente) mujer Apfia, a Arquipo (Cf. Col 4,17) y a la iglesia doméstica que se reúne para escuchar la Palabra y celebrar la eucaristía en casa de Filemón. Pablo está en prisión (quizá en Éfeso) y escribe rebosante de amor fraterno, de amistad y de la gracia de Cristo sobre una cuestión que afecta a las relaciones entre cristianos más allá de los estatus sociales vigentes.

Así es, el apóstol propone la fraternidad en la fe entre personas de muy diversa condición social: el patrón y el esclavo. El sacramento del bautismo hace a todos hijos de Dios, y en cuanto tales nos sitúa en una relación recíproca en la que los estatus y condiciones sociales son superados y trascendidos por el amor de Dios de un modo eficaz y concreto en la existencia de los creyentes. Pablo hace que Onésimo regrese de nuevo a la casa de su patrón Filemón, de quien era esclavo y de quien había huido. Y quiere que retorne porque, después de haber escuchado la proclamación evangélica por boca del apóstol, ha recibido la fe y se ha convertido también en cristiano.

Si Onésimo hubiese sido apresado por la policía tras haber huido, Filemón podía haberlo castigado como hubiera querido, hasta incluso matarlo o revenderlo. Pero Filemón era cristiano y lo era gracias a Pablo, por lo que es muy probable que Onésimo también conociera a Pablo, al menos de oídas, y que hubiese ido a verlo, a pedirle ayuda tras haberse escapado. Pablo, después de haberle acogido y anunciado el Evangelio, quiere que Onésimo ponga orden en su situación y le ayuda a volver a casa de su amo mediante esta carta, en la que emplea la sabiduría de la fe cristiana que, con gran fuerza y creatividad, abría caminos nuevos en medio de las rígidas relaciones sociales del mundo pagano circundante.

Pablo ya ha anunciado que en Cristo no existe ni libre ni esclavo (Cf. Ga 3,28) y que es “el amor fraterno cristiano” el que debe unir en lazos de afecto y amistad las relaciones entre cristianos (Cf. Rm 12,10). Y ahora, en este caso concreto, quiere que Onésimo sea considerado un miembro más de la Iglesia y, por tanto, de la familia de Filemón, un hermano querido. En Cristo acontece la transformación del esclavo y del oprimido en un hermano, y se hace evidente así que la defensa de la libertad, de los derechos y de la dignidad humana es algo propio del cristiano porque, a la luz del Evangelio, el otro es para él un hermano.

El patrón-jefe y el esclavo-empleado cristianos, más allá de la situación social del mundo en el que viven, deben tratarse como hermanos que sirven al mismo Señor. Por eso Pablo, al dirigirse a Filemón, lo hace como un prisionero de Cristo a quien sirve y por quien vive. Y porque la autoridad apostólica y la debilidad humana van juntas en Cristo-Jesús, Pablo interviene con una súplica a favor de Onésimo, diciéndole a Filemón que aunque Onésimo retorne como esclavo (puesto que la fe y el bautismo no cambian la condición social externa), él debería recibirlo como hermano.

Este cambio del esclavo que huye al hermano en Cristo que regresa, significa un cambio mucho más significativo que lo que supondría el cambio externo de la condición social. La fraternidad cristiana, basada en el bautismo, se enraíza en la filiación divina recibida a través de Cristo. Y Pablo añade una afirmación en la que se entrevé la posible intención divina que permitió la huida de Onésimo: «Quizá fue alejado de ti [por Dios] por algún tiempo, precisamente para que lo recuperaras para siempre» (Flm 15). Esa renuncia temporal da a comprender que, en relación con Dios, se gana mucho más y con vistas a la eternidad. Además, fundándose en la fe y en el amor que unen los corazones en la comunión del mismo Espíritu Santo, dirá Pablo a Filemón que «si me tienes como algo unido a ti, acógele [a Onésimo] como a mí mismo» (Flm 17). Esta identificación sigue el pensamiento de nuestro Señor, que enseña que “quien os acoge a mí me acoge” (Cf. Lc 10,16; Mt 10,40) y, en relación con el juicio final, se identifica con el hambriento, el sediento, el prisionero, el pobre (Cf. Mt 25,37-40). Pablo, por tanto, unido a Cristo y unido, en Él, a Onésimo y a Filemón, dirá que si Filemón recibe a Onésimo, a quien tanto quiere (Flm 16), está haciendo palpable la acogida del mimo Pablo.

El paso evangélico lucano se emplaza en el viaje de Jesús a Jerusalén y contiene enseñanzas sobre las condiciones del seguimiento. Seguir a Jesús comporta la renovación de las relaciones personales con todo, sea con las personas más queridas, sea con los bienes poseídos o deseados, sea con la propia vida. El discípulo debe renunciar a basar su vida en cualquier otra cosa que no sea Jesús. Nada, al margen de Él, puede ser considerado lo esencial de la propia existencia. El centro de la vida de quien quiera seguir a Jesús será Jesús mismo y todo lo demás tendrá que ser orientado para que esta centralidad, en el propio corazón y mente del discípulo, sea auténtica, veraz, sin doblez.

Las exigencias son absolutas y no dejan margen de duda. Caso contrario ese tal “no podrá ser discípulo de Jesús” (Cf. Lc 14,26.27.33). Jesús las presenta en tres ámbitos que deben ser considerados conjunta e inseparablemente, y que sirven para discernir y garantizar la autenticidad del discipulado.

Jesús se dirige a la gente que caminaba con Él de modo muy realista. No es populista el Señor, no busca que le aplaudan y hablen bien de Él al margen de la verdad de Dios, lo que desea es ganar el corazón del hombre para Dios y, por eso, establece las condiciones innegociables del seguimiento que introducen al hombre en el Reino de los Cielos y le conducen, por tanto, a la comunión con Dios.

La primera condición afecta a los lazos familiares (Cf. Lc 14,26). Habla de cortar drásticamente los lazos con el pasado. Es necesario “odiar” al padre, a la madre, a la mujer, a los hijos, a los hermanos, a las hermanas e incluso la propia vida. Esta enseñanza parece contradecir al mismo Evangelio que se basa en el amor de Dios y que reclama amar al prójimo como a uno mismo. Además el cuarto mandamiento ordena “honrar al padre y a la madre”, un mandato que, como enseña Jesús, no puede ser transgredido por ninguna tradición de los antepasados; y el discípulo está llamado a amar incluso a los enemigos y a los que le persiguen si quiere ser verdadero hijo del Padre celestial (Cf. Mt 5,44). ¿Cómo es posible entonces que ahora Jesús nos mande “odiar”?

Considerando el trasfondo de la mentalidad semita (proclive a las exageraciones verbales y al simbolismo), teniendo en cuenta asimismo que al carecer la lengua aramea-hebrea del comparativo relativo “amar menos” utiliza el contrario “odiar”, y no olvidándonos de la verdad evangélica del amor de Dios que Jesús encarna y enseña, este “odio” que Jesús pide aquí para ser verdaderos discípulos suyos significa que es necesario rechazar absolutamente acomodamientos, medias tintas y negociaciones en nuestra relación con Él. La fe que Jesús pide es radical, una respuesta vital al Dios que se relaciona con la hombre por medio de (y en) Jesús, una respuesta que engloba e ilumina y condiciona toda la existencia del creyente y el valor primario sobre el que lo demás debe ordenarse. Jesús, por lo tanto, urge este cambio de mentalidad y lo hace al modo semita, en cuanto que se ha encarnado en un pueblo e historia concreta, utilizando palabras ásperas, fuertes, impactantes e intensas, que sacuden las conciencias.

Los lazos familiares e incluso la propia vida son secundarios respecto a Jesús si verdaderamente tanto los familiares como la propia vida quieren ser ganados para Dios y, por tanto, conservados para la vida eterna. Jesús, por consiguiente, no niega la legitimidad y necesidad que tenemos de los afectos paterno-filiales y fraternos entre los miembros de una misma familia, de lo que se trata es de comprender que el seguimiento exige un amor absoluto hacia su persona, por lo que si apareciesen conflictos entre los afectos a Él o a los demás, el amor por Él debe prevalecer. Esta exigencia tan absoluta, que el uso del verbo “odiar” (con trasfondo semita y que debe entenderse como “amar menos”) subraya, deja entrever quién es Jesús, su pretensión de ser el Mesías y Dios mismo. De hecho, sólo Dios debe ser adorado y, por tanto, sólo Él puede exigir que toda la persona se entregue a Él de modo absoluto en el cumplimiento de su voluntad. Los primeros discípulos, en particular los Doce, se comportaron así, y el seguimiento de Jesús hizo que todo lo demás asumiese para ellos un valor secundario respecto al discipulado (Lc 18,28).

La vida eterna que Jesús nos da es inseparable de su propia persona, de ahí que, por amor, nos enseñe de qué modo hemos de acogerle para obtener esa vida que anhelamos. Y afirma, asimismo, que esta entrega a su persona comporta participar de su mismo destino, compartir su cruz, sufrir como Él sufrió para, de ese modo, lograr la victoria que Él mismo logró. Tal es el segundo ámbito a tener en consideración. Para seguir a Jesús siendo un verdadero discípulo suyo es necesario “llevar la propia cruz” (Lc 14,27). Seguir a Jesús no es la elección de un momento, del “instante” que dura el entusiasmo inicial ante sus palabras y persona todavía no suficientemente ponderadas, ni tampoco el deseo de seguirle para participar de su éxito entre las multitudes o de los iniciales parabienes de quienes ven la valiente decisión tomada en la vida; el Señor deja bien claro que el seguimiento no es cosa de un momento de exaltación o ilusionamiento, sino que reclama el “sí” y la entrega total de uno mismo cada día, la adhesión cotidiana, continua y perseverante a Él, en todo tiempo y circunstancia (Cf. Lc 9,23: “tome su cruz cada día”). Esta determinación por seguir a Jesús es la que marca la vida del discípulo con la cruz y la que hace que su vida sea aquella de un crucificado, de uno que participa en el mismo destino de su Maestro y Señor.

La dificultad y seriedad que uno encuentra diariamente para seguir fielmente a Jesús, “esta cruz” cotidiana, la ilustran de algún modo las dos parábolas sucesivas sobre la edificación de una torre y sobre el rey que está en guerra contra otro (Lc 14,28-33). Ambas dejan claro que uno no debe determinarse en seguir a Jesús de modo fugaz, inconsciente, superficial, pues el fracaso puede provocar mucho amargor. Es necesario que quien se decida a seguirle comprenda sobre todo que no puede poner su corazón en la posesión de bienes, sino todo lo contrario: debe renunciar de modo efectivo a todos ellos.

Lucas aplica dicha enseñanza, por tanto, al ámbito de las riquezas, que conforma la tercera y última condición relativa al seguimiento. Quienquiera seguir a Jesús debe sopesar lo que esto supone, debe reflexionar prudentemente como el hombre que quiere edificar una torre y calcula cuanto dinero le va a costar, o como el rey que sale a luchar contra otro y considera con qué fuerzas cuenta para luchar y vencer o si es mejor pedir la paz. El que quiera ser discípulo de Jesús debe ser consciente de lo que se le pide: de las renuncias, sacrificios, sufrimientos que ello le supone, y sólo entonces decidir si aceptar o no el ser discípulo. Aquí subraya Jesús la renuncia concreta, y sin auto-engañarse a uno mismo, de los bienes materiales, de las riquezas, de las posesiones terrenas.

El amor radical por Jesús, por el Reino de Dios y su justicia, la necesidad de “llevar la propia cruz” y la renuncia consciente a todos los bienes son las condiciones fundamentales del seguimiento de Cristo que caracterizan al verdadero discípulo. El egoísmo, la superficialidad y la codicia no sólo deforman el seguimiento, sino que lo hacen ineficaz, semejante a los que lo rechazan. Ante las palabras de Jesús no hay falsas ilusiones que valgan o prevalezcan, son claras y cada uno debe confrontarse ante ellas y decidir.

 

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