Gn 14,18-20
Sl 109(110),1.2.3.4
1Cor 11,23-26
Lc 9,11b-17
Es connatural a la humanidad el hambre, un hambre que engloba a toda la persona — cuerpo, alma y espíritu —, que se siente insatisfecha y con un intenso deseo de “algo” que no todos, ni siempre, logran formular ni comprender de qué se trata. Y es que el ser humano no tiene sólo hambre de pan, del alimento material, sino sobre todo tiene en sí mismo un profundo anhelo de paz, de tranquilidad y de sosiego, de encontrar a alguien en quien confiar sin ser traicionado, de poder llenar el grito de su soledad con una permanente, amorosa y dialogante presencia, de lograr al fin liberarse de la esclavitud del dinero y de las pasiones que le rasgan el alma y le dejan aún más famélico al gustar que un penoso amargor y una mayor ansiedad machacan su conciencia. Y así podríamos continuar con un sin fin de aspectos materiales y morales que califican y caracterizan la hambruna que experimenta la persona humana.
A nuestra sociedad le sucede además, y de manera muy particular, lo que dice la Escritura acerca del pueblo de Israel, cuando, esperando el retorno de Moisés del monte Sinaí, “se sentó a comer y a beber, se levantó a divertirse” y se olvidó de su Dios (Cf. Ex 32,6; 1Cor 10,7). Y este olvido es el que produce un hambre profunda y ciega que abarca todos los ámbitos de la persona, aunque, por magnánima disposición divina, dicha hambre se convierte, consciente o inconscientemente, en una continua llamada a buscar y a retornar a Dios — verdadera fuente de vida y felicidad — y a abandonar todo aquello que es idolatrado y que queda simbolizado en el texto bíblico por la comida, la bebida y la diversión.
Pues bien, Dios quiere saciar el hambre humana, sobre todo la de aquellos que lo buscan con corazón sincero. Y es habitual que vaya saciándola de manera “gradual”. Primero, como señala el evangelio, a través de su Palabra. Una gran muchedumbre — símbolo de toda la humanidad — sigue a Jesús, hambrienta de escuchar sus palabras. Esta hambre, causada por el alejamiento en que se encuentra el hombre de Dios, comienza a ser mitigada desde la misma situación y estado de hambruna, tal y como Dios mismo lo anunció por medio de Amós: «He aquí que vienen días… en que Yo mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de YHWH» (Am 8,11). Es decir, “el alejamiento de Dios” causado por el pecado y por la misma precariedad humana, provoca el deseo de Dios y de escuchar su Palabra, conduciendo al alma sedienta y hambrienta a unirse al clamor mismo del salmista que dice: «Como jadea la cierva, tras las corrientes de agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios. Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo» (Sl 42,2-3a).
Esta Palabra de Dios tan anhelada se ha hecho carne en Jesús, que “acoge compasivamente a las gentes y les habla del Reino de Dios” (Lc 9,11), es decir, les desvela en su persona, en su obra y en sus palabras, quién es Dios, cómo actúa a favor del hombre y qué desea que éste haga. También hoy, en la celebración litúrgica, Jesús se hace presente a través de la palabra de Dios proclamada y predicada, y por medio de su Espíritu nos habla a nuestra situación concreta y al estado de necesidad que tenemos de Él.
Después de escuchar y acoger la palabra del Señor, el hambre se muestra bajo otro aspecto: el agudo y, a veces, desesperado deseo de ser sanados de todas las enfermedades, que no sólo hacen sufrir sino que recuerdan continuamente la fragilidad y finitud de esta vida, la cercanía de la muerte. Y Jesús también mitiga esta hambre sanando a «todos los que tenían necesidad de ser curados» (Lc 9,11).
Sin embargo, la escucha de la Palabra y la curación de las enfermedades no calman plenamente la hambruna humana. Existe todavía una tercera caverna más profunda que tiene que ser mitigada para que el ser humano se sienta completamente satisfecho. Este último aspecto se manifiesta “al declinar el día” (Lc 9,12) — como ocurrirá con los discípulos de Emaús (Lc 24,29) —, preludio simbólico de las “sombras de la noche” que se abaten sobre la humanidad. De este modo, el milagro profético que realiza Jesús manifiesta que el hambre de la muchedumbre va más allá de la dimensión física y se asienta como estado y realidad profunda del alma humana.
Ya el profeta Ezequiel había anunciado el modo como Dios iba a saciar esta hambre: «Infundiré mi Espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios. Os salvaré de todas vuestras impurezas, llamaré al trigo y lo multiplicaré y no os someteré más al hambre» (Ez 36,27-29). La multiplicación del trigo, es decir, la saciedad del hambre física, está unida al Dios que se dona a sí mismo y sana, purifica y derrama su Espíritu en el corazón humano, satisfaciéndolo moral y espiritualmente.
La solución no está, por tanto, en nuestras manos, como tampoco estuvo en aquellas de los discípulos. Ellos quisieron afrontar el problema de modo práctico y real: lo mejor era despedir a todos, y que cada uno se las ingeniase para encontrar alojamiento y comida. Pero Jesús, conocedor de nuestros corazones desamparados y hambrientos, sabe que la solución es otra, y la propone involucrando además completamente a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). La dificultad se percibe entonces como el imposible que es: ¿Cómo encontrar suficiente alimento para “más de cinco mil hombres”, si sólo se dispone de cinco panes y dos peces? Según un midrash, también Moisés, cuando fue llamado por Dios en el Sinaí para ir a liberar a su pueblo de Egipto, estuvo siete días planteando al Señor continuas excusas y dificultades para no realizar su voluntad, y el sexto día le dijo: «“Pero ¿cómo alimentarles en los largos caminos? ¿Dónde encontraré comida y agua para todo el pueblo? No tienen más provisiones que el luto y las lágrimas, ¡y el camino que lleva a ti atraviesa un desierto!” A lo que el Señor le respondió: “¿Acaso había trigo cuando la tierra no existía? ¿Había agua cuando el cielo no existía? El que sacó de la nada la tierra y el cielo puede sacar del desierto el agua y el pan”».
La muchedumbre que sigue a Jesús se encuentra en un descampado, en un lugar deshabitado, pero Él sí que sabe que cada hambre tiene que ser aplacada con el alimento adecuado y que esta del hombre tan sólo Dios la puede saciar. Por eso, haciendo caso omiso del número de hambrientos y de la escasez de alimentos, dice a sus discípulos que colaboren con Él del modo siguiente: «Haced que se acomoden por grupos de unos cincuenta» (Lc 9,14), es decir, les pide que transformen la masa ingente, informe e impersonal de la multitud, en grupos pequeños en los que la Palabra que les ha anunciado y las curaciones que ha realizado se hagan visibles y patentes entre ellos, ‘cara a cara’, y puedan contemplar claramente que el Reino de Dios está en medio de ellos, y que Dios es el Dios vivo que busca y desea activamente que el hombre viva porque le ama.
Después de que los discípulos organizaron a la gente, Jesús tomó con sus manos el poco pan y los pocos peces que tenía a disposición y, levantando los ojos al cielo y pronunciando la bendición, manifestó su unión filial con el Padre, el Único que hace posible la multiplicación (Cf. Lc 9,16). Seguidamente fraccionó los panes y los peces, y se los fue dando a los discípulos para que lo distribuyesen a la gente, que comió y quedó saciada. De este modo, se perciben a lo largo de este episodio los rasgos que caracterizan la koinonía de las comunidades cristianas y que Dios utiliza para saciar “el hambre” de los creyentes: la enseñanza evangélica, la comunión de bienes, la oración y la fracción del pan (Cf. He 2,42).
Jesús muestra, por tanto, que el hambre humana sólo puede ser apaciguada y colmada por Dios, cuya potencia y generosidad a favor de la humanidad quedan patentes en su Persona. De hecho, este episodio profético preanuncia la multiplicación del pan (‘trigo’) eucarístico, en el que se revela la entrega total de Jesús y se comprende que el ser humano sólo queda saciado cuando está unido verdadera y realmente al Padre a través de Jesús, en su Cuerpo y en su Sangre. Es lo que estamos celebrando ahora, pues cuando dijo a sus discípulos: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19; Cf. 1Cor 11,24), posibilitó la multiplicación del pan/trigo eucarístico en cada generación, hasta que Él vuelva.
Jesús anticipó su entrega a favor de toda la humanidad en la Última Cena. Plenamente consciente de lo que le iba a ocurrir, asumió la traición, el abandono, las humillaciones y los enormes sufrimientos que iban a caer sobre Él (Mc 14,18; 1Cor 11,23) para expresar concretamente, en su cuerpo y alma, el extremo de su amor (que es el amor de Dios) al hombre, transformándolos admirablemente en elemento de Alianza: “Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre” (Lc 22,20). De este modo, Jesús ofreció el sacrificio vivo y santo más perfecto posible. Aceptando que su cuerpo y sangre fuesen inmolados, venció, con su amor, la muerte y el pecado que esclavizan y destruyen al ser humano. Por eso ahora puede saciar el “hambre” de vida eterna de todos aquellos que le acogen en la fe. Sólo el sacrificio de Cristo, y no aquel de los animales veterotestamentarios, tiene un verdadero valor de mediación con Dios y, por tanto, de fundamento y fundación de la Nueva Alianza, pues sólo “por Cristo, con Él y en Él” entramos en plena y total relación con Dios y con el prójimo.
El pan y el vino transformados sacian al hombre desde dentro porque son el Cuerpo y la Sangre del amor extremo de Jesús. En efecto, el sacrificio de Cristo presente en el altar ofrece a todos los hombres de todos los tiempos la posibilidad de unirse a su ofrenda y de ver saciada por Él, con Él y en Él, el hambre de paz, de libertad, de alegría, de vida y de amor que anhela su corazón, al hacerles capaces de vencer, en su mismo Espíritu de amor, cualquier circunstancia por más injusta, humillante y dolorosa que les pueda sobrevenir.
Por eso hoy, al celebrar la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Jesús, alabamos y damos gracias a Dios por el amor con que nos ha amado en su Hijo Jesucristo, quien nos ha dejado el don de sí mismo y los frutos de su Pasión en la Eucaristía.