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¡Ven, Espíritu divino!
8 junio, 2019 / Carmelitas
Música a capella… ¡Ven, Espíritu divino!

Espíritu Santo | Ven Espíritu Divino
Letra: Secuencia de Pentecostés, adaptación de Pablo Coloma

Música: Pablo Coloma
Adaptación y producción : Fundación Canto Católico

Esta canción, compuesta por el chileno Pablo Coloma, es una adaptación de la Secuencia de Pentecostés, una oración tradicional de la Iglesia que clama para que el Espíritu Santo venga en auxilio de la humanidad profundamente necesitada. Muchas son las situaciones de sufrimiento que se recogen en esta preciosa oración: pobreza, desconsuelo, cansancio, llanto, vacío, culpa, suciedad, sequedad, enfermedad física y psíquica, rigidez, frialdad y extravío. ¿Quién está libre del dolor? La condición humana está íntimamente ligada a todas estas expresiones de una naturaleza que quedó herida de muerte tras el pecado de los primeros padres. Como una hermosa basílica que ha quedado en el suelo tras un terremoto, nuestra naturaleza ha quedado en ruinas, a la espera del Único que es capaz de reconstruirla.

Es justamente desde las ruinas de nuestra humanidad, simbolizadas en el silencio inicial, que surge un ruego desde lo hondo: “Ven Espíritu”. Las voces masculinas, con su gravedad y con el unísono, tratan de escenificar la profunda necesidad de Dios. Luego se suman las voces femeninas, que con su tono agudo manifiestan la urgencia de la necesidad de Dios, de modo que el clamor ya no sólo es hondo, sino también amplio. El estilo del canto, inspirado en los ostinatos de Taizé, favorece la creación de una atmósfera de recogimiento y oración. Las voces entran lentamente, y se van sumando siempre en intensidad piano, como velas que se van uniendo en medio de una densa oscuridad. La actitud es de humildad: se está clamando la venida del Espíritu Santo, en pequeñez, en la pobreza de nuestra humanidad.

Para resaltar aún más esta pobreza, la canción ha sido ejecutada en el formato a capella. La voz, desvestida de los instrumentos musicales, expresa con justicia la belleza singular del género humano, pero también su gran debilidad. Es una voz limitada, que necesita callar y respirar para volver a emitir sonido. Es una voz que se cansa, que va perdiendo su calidad debido al esfuerzo que implica. Y es una voz inexacta, que desafina, que pierde el tono: de hecho, si es escucha con atención, puede notarse que la tonalidad con que termina la canción es más grave que la inicial. Ninguna de estas características de la voz fue evitada en esta producción: nos hemos abstenido de usar efectos digitales complejos para que así se manifieste mejor la pobreza de nuestra condición humana.

Desde este mar de clamores emerge una voz dulce que entona el contenido de la súplica humana: “¡Ven Espíritu Divino, manda un rayo de tu lumbre desde el cielo!” No se trata de una entrada triunfal, no es un aria operática. Es una voz que surge de entre las demás, con humildad, con recogimiento, como un pobre que ruega por una moneda. No hay competencia entre las voces del mar y la solista, pues todas están hechas del mismo barro.

“No hay consuelo como el tuyo, dulce Huésped de las almas, mi descanso”. El mar de súplica levanta la voz, cantando a unísono este reconocimiento: que de entre todos los consuelos ninguno se compara al que regala el Espíritu Santo cuando éste mora en el alma. La necesidad urgente de su consuelo se manifiesta en la nota más aguda de la solista, que se mantiene en una larga nota que dura más de la mitad del compás.

“Suave tregua en la fatiga, fresco en horas de bochorno, paz del llanto”. La monofonía es retomada, pero se corta súbitamente para dar paso a una dulce cadencia de la solista. Este cambio en la textura vocal aporta frescura al canto, imitando el modo en que el Espíritu Santo trae sabe poner frescor en los momentos de bochorno. La paz del llanto es coronada con el regreso a la invocación inicial, retomándose así de manera decidida el clima de oración y recogimiento con el que comenzó esta canción.

“Luz santísima penetra por las almas de tus fieles hasta el fondo”. La canción entra en una región nueva. Las primeras frases de la Secuencia iban acompañadas por un movimiento gradual ascendente del bajo. Ahora el movimiento del bajo es descendente, sugiriendo una profundización de la intención. El canto es ahora menos tímido, con algo más de seguridad y fuerza. Nada de triunfalismos: sigue la atmósfera de oración. Pero si antes era más parecido a un susurro, ahora es más impetuoso. Aparecen los primeros fortes de la partitura.

“Qué vacío hay en el hombre…” En contraste con las frases anteriores, ésta es interpretada por el mar de clamores. Es la única frase de la Secuencia interpretada sin la solista. Da la impresión de que la solista callara avergonzada: en este momento la humanidad está admitiendo el infinito vacío, la pobredumbre de su corazón. El coro canta esto a voz baja, con humildad y arrepentimiento. “Qué dominio de la culpa sin tu soplo”. ¡Cómo nos vence el pecado cuando confiamos en nuestras propias fuerzas! Los acordes escogidos varían levemente respecto de la versión original: se introduce un acorde dominante, generándose así una tensión que ayuda a reflejar la ausencia de descanso que produce el pecado. Con estas dos frases el coro manifiesta gran dolor y vergüenza. Pienso especialmente en el dolor que debiésemos sentir como Iglesia por el daño que hemos hecho a los más indefensos. Pienso en los abusos sexuales y los abusos de poder. ¿Qué podemos hacer además de expresar nuestro dolor y comprometernos para que estas situaciones dejen de repetirse? Sin duda hay algo más: clamar al Espíritu Santo para que sea Él quien lave el rostro de lo inmundo, quien llueva nuestra sequía, quien venga y nos sane.

Justamente éste es el ruego con el cual la solista vuelve a emerger. Sólo Dios puede lavar nuestras suciedades, sólo Dios puede hacer fecundo nuestro suelo estropeado: no nuestro voluntarismo. Es el Espíritu Santo quien viene al corazón y lo sana. La solista entra anticipada, saltándose un compás entero, lo que habla de un clamor verdaderamente necesitado. El coro la acompañará también con clamor y necesidad, como quien espera ansiosamente la llegada del anhelo más hondo: “Ven y sánanos”. Éste es el compás de mayor humildad y pequeñez. Implica admitir que se está enfermo, en riesgo de muerte. El coro canta con notas largas y tenidas, como exhalando sus últimos alientos antes de morir, lleno de cansancio y anhelo.

Pero la muerte no llega. Justo cuando la melodía de la solista va muriendo vuelve a emerger el ostinato que ruega: “Ven Espíritu”. Pero ahora surge con renovado brío. Ha aparecido un rayo de esperanza, y la esperanza pone ardor en la súplica. No se trata de una simple reiteración, sino de un ruego que crece a medida que se reitera. Ya no son cuatro voces, sino cinco, y luego seis. Esto es signo del Espíritu Santo, que ya va actuando en sus fieles, y los mueve para que pidan con más insistencia y con más fervor su venida. La necesidad y la impaciencia van creciendo, al punto que ya no cantan “Ven Espíritu”, sino “Ven, ven, ven”, expresando cada invocación con más fuerza, dando la impresión de que ya no se puede clamar más fuerte.

Entonces se retoma la letra de la Secuencia de Pentecostés. “Doma todo lo que es rígido, funde el témpano, encamina lo extraviado”. La melodía es la misma del comienzo de la Secuencia, pero los acordes se han modificado. También hay novedad en los protagonistas. Ahora es el coro el que interpreta la letra de la oración, mientras la solista entona un fervoroso y expresivo contracanto. Es llamativo que aparezca este tipo de flexibilidad en un momento que se pide sanar la rigidez. ¿Cómo puede ser que un corazón duro ruegue para ser dócil? Sólo la acción del Espíritu Santo es capaz de mover el corazón para pedir la propia conversión. Y este mismo ruego es signo de que la conversión ha empezado a operar.

“Da a los fieles que en Ti esperan tus sagrados siete dones y carismas”. Esta frase es interpretada con ansiedad. La súplica va haciendo su efecto en el orante, pero éste no se ha dado cuenta de que su corazón ya no es el mismo que al comienzo. El fervor aumenta la impaciencia, ya que el corazón hierve en su expectativa de que el amado llegará en cualquier momento. Por eso, se expresa de manera cortada la espera de los fieles, como diciendo: “¡cuánto más tendré que esperarte!”. Tras la impaciencia, el ruego comienza nuevamente desde la humildad, desde la nada, desde la suavidad hasta el canto entero. Se produce un gran contraste entre el piano y el mezzoforte. La petición es ahora como una ola que brota pequeña y que crece de tamaño antes de reventar en la playa.

“Da su mérito al esfuerzo, salvación e inacabable alegría”. En esta última frase de la canción se renueva la certeza de que Dios vendrá y donará su alegría, y con esta certeza se experimenta ya una alegría. La palabra “alegría” es cantada con recogimiento, pero no un recogimiento triste, sino gozoso. El amén se pronuncia con paz, con alegría serena, con profunda convicción de que todo lo que se ha pedido no sólo ha sido escuchado, sino que será concedido, todo a su tiempo.

Aún no se ha apagado el amén cuando el mar de clamores ya ha retomado su ostinato: “Ven Espíritu”. El regreso a esta invocación puede ser interpretado de dos maneras. Por una parte, en el sentido de que la oración nunca debe cesar. Mientras seamos peregrinos en esta vida terrena siempre tendremos necesidad del Espíritu Santo para poder caminar hacia la meta. Sólo al llegar a la vida eterna dejará de ser necesario este clamor, pues Él mismo será nuestra morada.

La otra manera de interpretar el regreso del clamor aparece al considerar la dinámica musical que continúa. Podemos fijarnos que la fuerza de las voces va disminuyendo, como volviendo a ese pianissimo inicial con el que empezó la canción. Esto no simboliza un retorno al polvo, donde abunda la muerte y reina el silencio de la aniquilación. Por el contrario, simboliza el descanso en el bien conseguido, que está lleno de vida y donde reina el gozo sin tiempo. La luz de las velas se va apagando, no porque la fe decaiga, sino porque ha llegado la luz del día, y ya no hace falta la vela para ver. Los últimos tres “ven” son interpretados con un marcado ritardando: el coro se toma su tiempo para terminar el canto. Cada “ven” es intercalado por un silencio lleno de vida. Finalmente, el último “ven” tiene una indicación de partitura -un calderón- para que sea prolongado durante más tiempo. Esto permite saborear por algunos segundos esa sensación de eternidad gozosa que se nos ha prometido, y hacia la cual nos conduce el Espíritu Santo.

¡Oremos al Espíritu Santo con esta Secuencia! ¡Acerquémonos con confianza a su oído, que está a la espera de nuestra súplica! Así iremos abriendo las puertas para que el Espíritu Divino lleve a plenitud nuestro mundo, nuestros corazones y nuestra querida Iglesia. Amén. (JP. Rojas).

Espíritu Santo | Ven Espíritu Divino

(Ven Espíritu) x5

Ven, Espíritu Divino,
manda un rayo de tu lumbre
desde el cielo. (Ven Espíritu)

Ven, oh Padre de los pobres,
luz profunda en tus dones,
Dios espléndido.

No hay consuelo como el tuyo,
dulce huésped de las almas,
mi descanso.

Suave tregua en la fatiga,
fresco en horas de bochorno,
paz del llanto. (Ven, Espíritu)
(Ven, ven, luz santísima…)

Luz santísima penetra
por las almas de tus fieles
hasta el fondo.

Qué vacío hay en el hombre,
qué dominio de la culpa sin tu soplo.

Lava el rastro de lo inmundo,
llueve Tú nuestra sequía,
¡ven y sánanos! (Ven, Espíritu) x3
(Ven, ven, ven, ven)

¡Ven! Doma todo lo que es rígido,
funde el témpano,
encamina lo extraviado.

Da a los fieles que en ti esperan
tus sagrados siete
dones y carismas.

Da su mérito al esfuerzo,
salvación e inacabable alegría.

Amén. (Ven, Espíritu) x4
(Ven, ven, ven)

 

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