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Luz en mi Camino

17 diciembre, 2022 / Carmelitas
Cuarto domingo de Adviento

Is 7,10-14

Sl 23(24),1-2.3-4ab.5-6

Mt 1,18-24

Rm 1,1-7

En este cuarto y último domingo de Adviento, se proclama el evangelio que podríamos llamar de “la anunciación de José”. La Iglesia nos emplaza de este modo en el quicio mismo de la Navidad, recordándonos la presencia del Mesías en su propio seno y orientándonos a vivir en la esperanza de su definitiva venida. La figura de José hace presente la actitud del creyente ante el misterio y la promesa divina, así como la fe que tiene que caracterizar la vida de todo aquel que quiera entrar en relación con Dios, el Dios encarnado.

El término griego misterio (mystērion) se aplicaba en un principio al plan militar que conocían exclusivamente los altos mandos. En el ámbito bíblico-cristiano, pasó a aplicarse al proyecto salvífico de Dios, que Él mismo iba revelando al hombre. Dentro del marco de tal revelación, la promesa de la venida del Mesías encuentra en el oráculo de Isaías al rey Acaz uno de los momentos más relevantes. El evento se desarrolla en el s. viii a.C., en torno al año 734, cuando el reino de Judá, gobernado por Acaz, estaba enfrentado a Siria y Samaria. Esta guerra siro-efraimita, que amenazaba seriamente la autonomía política de Judá y la misma existencia de Jerusalén, suscitaba múltiples amenazas e intrigas políticas, y creaba terror y angustia grande en el pueblo llano. En este ambiente, el profeta hace al rey una propuesta de índole teológica, política y militar, que podría parecer propia de un romántico, de alguien carente de experiencia y muy simple en sus razonamientos: Isaías pide al rey que rechace todos los pactos y maquinaciones diplomáticas, y se apoye únicamente en la fidelidad de Dios, auténtica fortaleza del pueblo hebreo. Además el profeta, para que el rey tenga la certeza de que Dios estará cercano y le ayudará, le ofrece un signo: «Pide una señal al Señor, tu Dios: en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo» (Is 7,11). Todo signo exige, precisamente, la fe, reclamando por eso al rey su completa entrega y total adhesión al pacto divino.

Pero Acaz, movido por sus intereses políticos, prefiere representar una pantomima en la que aparecer ante los demás como un auténtico hombre religioso: «No quiero — dice — tentar al Señor» (Is 7,12). La política de entonces, como la de ahora, puede corromper, alejar el temor de Dios del corazón de aquellos que gobiernan, e implantar, en su lugar, la hipocresía y el egoísmo. Acaz pretende hacer creer con sus palabras que la fe es la única motivación que gobierna su vida y aquella del pueblo, pero lo único que desea es, en realidad, que no haya signo alguno, porque eso le obligaría a cambiar todo su proyecto-misterio político, y a admitir su política interesada, egoísta y errada. Acaz no quiere contar ni con la fidelidad ni con la bondad de Dios, que superan y sanan la miseria humana encerrada en el propio egoísmo.

Sin embargo Dios, por la boca del profeta, anuncia “a la casa de David” el nacimiento de un redentor: «He aquí que una doncella está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7,14). Se trata de un signo cuyo fin ya no será fundamentar la fe del monarca, sino aquel de confirmar la fidelidad del Señor que supera la incredulidad humana y lleva a cabo su plan-misterio de salvación. En la dinastía davídica, con la que Dios ha pactado una alianza perenne, se vislumbra, para los contemporáneos del profeta, el nacimiento de un nuevo rey: el justo y piadoso Ezequías, hijo de Acaz. Éste reflejará en su vida, de un modo más luminoso que su padre, la presencia del Emmanuel, es decir, del Dios que acompaña a su pueblo. Pero Ezequías no será sino un pálido reflejo del Mesías futuro prometido.

Dicha promesa se cumple en Jesús, descendiente, como señala Mateo en la genealogía, de David, de Acaz y de Ezequías (Mt 1,6.9). Pero el desarrollo y cumplimiento del proyecto de Dios, como vemos en el evangelio, supera la comprensión y las perspectivas humanas.

“La anunciación de José” testifica la dignidad que Dios quiere reconocer en José y el importante papel que éste juega en la obra divina. Pero antes de que Dios desvele su proyecto, la situación de José es angustiosa. Está desposado con María conforme al derecho judío, pero todavía no viven juntos. Se encuentran dentro del periodo intermedio de desposorios que duraba más o menos un año. Y precisamente en ese tiempo, José viene a saber que María, su esposa, está en cinta.

El impacto que esto ha tenido que suponer para José y la espada que ha tenido que atravesar su corazón es difícil de entender. Y más aún teniendo en cuenta que María era una personalidad extraordinaria, sin parangón con ninguno de nosotros: sencilla, humilde, pura, santa. “¿Cómo es posible que esté en cinta?; ¿Qué ha podido ocurrir?”, preguntas semejantes a estas han tenido que ser “espinas” que coronaban la mente de José, haciéndola derramar “sangre” de desconcierto. Y José, sin llegar a comprender lo que ha ocurrido pero siendo un hombre justo — por su obediencia a la Torah y también por su mansedumbre y piedad —, decide repudiar, es decir, divorciar oficialmente a María en secreto, del modo más delicado y respetuoso para ella (Cf. Dt 22,20-21). Tan sólo estarían presentes los dos testigos necesarios para que el divorcio fuese válido y pudiera recibir el “acta de repudio”. Con todo, las consecuencias penales y sociales que esto acarrearía a María serían también nefastas: marginada y rechazada por casi todos y recogida, posiblemente, por el clan paterno, junto con el hijo bastardo.

La vida se había convertido para José en un enigma, en un misterio formulado en una realidad concreta: “María y el hijo que lleva en su seno”. Y María, en su inocencia y pureza, guarda silencio respecto a aquello que José debe hacer en relación con ella y al Niño que ha engendrado. Y Dios también calla. Ha dejado que José forje su plan y que, angustiado y preocupado, pase sus noches en un continuo duermevela. ¿Qué espera José?; ¿Qué horizonte de vida vislumbra ante sí?; ¿Qué sentido tiene su fe israelita? La oscuridad y la sombra nublan sus ojos y aferran su alma, y en su mente y corazón no encuentra el reposo. ¡Ojalá entendamos que, frente a María (= la Iglesia) y su hijo (= Jesús), todos seremos llevados, de un modo u otro, a la misma situación de José! Sí, José ha sido puesto en el umbral de la “muerte”, ha sido introducido por Dios en “la noche del espíritu”, en la realidad más profunda de su ser, y allí es donde está preparado para que Dios le exponga su misterio, su proyecto de salvación en el que es invitado a colaborar. Sólo cuando la mente, las fuerzas y el corazón han sido puestos al límite, pueden entregarse a Dios con todo el amor que reclama el Shemá.

Precisamente en la misma noche en que José ha decidido abandonar a María en secreto, Dios — a través de su mensajero — irrumpe en su sueño como un rayo, comunicándole el mensaje que pacificará y ensanchará su corazón. Dios no sólo quiere impedir a José que realice su plan, sino que desea “imponerle” el suyo propio, que, por otra parte, es lo único que José, siendo justo, desea realizar. Quiere que el destino de José esté en sus manos, y José, sin comprenderlo totalmente pero a diferencia de su antepasado Acaz, acepta y obra movido por la fe, por su plena confianza en (la palabra de) Dios: «Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer» (Mt 1,20), i.e. llevó a cabo el segundo acto del desposorio.

Las primeras palabras del ángel presentan a Dios como conocedor de quién es José (a quien llama por su nombre) y de su proyecto, y como amigo y fuente de paz: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1,20). La misión de José está ligada a su origen davídico: “José, hijo de David”, pues por su paternidad, Jesús se enraíza en la estirpe davídica, hasta el punto de que en su vida pública será llamado “hijo de David”; seguramente que entonces Jesús recordará a su “padre” José (Cf. Mt 9,27; 12,33; 15,22; 20,30-31; 21,9.15), pues dicho título enlazaba estrechamente el destino mesiánico de Jesús al destino del humilde artesano de la estirpe de David.

El mensaje es imponente en lo que anuncia y en lo que manda: «La criatura que hay en María proviene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados» (Mt 1,20b-21). José es invitado a confirmar el papel para el que ha sido creado y que ahora le es desvelado: ser padre legal de un niño cuya paternidad sólo podría asumir Dios. El ángel exhorta a José a tomar, precisamente, el lugar de Dios, por eso le dice “no temas”, es decir, no tengas reparo de responsabilizarte en una paternidad que debería ser patrimonio exclusivo de Dios. Al padre, según las costumbres judías, le correspondía poner el nombre al niño, y tal es lo que se le ordena hacer a José. El nombre del niño, Jesús (= Dios salva, Dios es salvador), evidencia su destino: Él es el Mesías, el Salvador del pueblo. José deja de ser así un mero testigo del misterio de salvación, para pasar a ser colaborador del mismo como padre del Salvador.

Liberado del problema que le angustiaba y lanzado al futuro maravilloso del proyecto divino, José entiende que el Mesías ya está presente en el seno de María, en medio de su pueblo, para liberarlo de los pecados. Aquel niño diminuto que previamente había sido motivo de desasosiego, no separaba a José de María, sino que establecía entre él y María, su esposa amada, el vínculo de unión más excelso y definitivo. Jesús mostraba ya, en su pequeñez, la grandeza a la que estaba destinado, al reconstruir la intimidad de José y de la Virgen María. A buen seguro que, después del anuncio, José contemplaba a María con más respeto y admiración que antes, y comprendía mucho más su santidad, pues sabía que su maternidad, llena de pureza virginal, se debía al Espíritu Santo. María era el “arca santa” que portaba dentro de sí al Santo.

Mirando a José comprendemos en este domingo de Adviento, próximos ya a la Navidad, que tenemos que aprender a esperar la irrupción del ángel y del mensaje de Dios en medio de nuestras “noches” y crisis, motivadas por dudas de fe, o por dificultades económicas, incomprensiones matrimoniales, o conflictos con los hijos. Como hombres justos tenemos que buscar y proyectar siempre un plan “ajustado” a la voluntad divina, confiados en que su cercana presencia desatará, en el momento apropiado, los nudos de sufrimiento y de inmadurez que nos atenazan, y hará brillar en nosotros el esplendor de su amor.

José y María son también una lección viva para las relaciones matrimoniales. Varón y hembra deben ser “una sola carne”, esto es, una única existencia, una auténtica comunión de vida, pero cada uno debe conservar siempre, también en la más profunda intimidad, su propia identidad y misterio personal. Ambos, fundiéndose en la unidad del amor, no deben anularse recíprocamente sino complementarse en ese amor que es conforme a la voluntad de Dios. José es admirable en el respeto que muestra hacia María y el misterio que vive, e igualmente María es sublime respetando a José y el misterio en que se sume. El amor no es una cadena, sino el medio vital en el que cada uno debe crecer en su unicidad; los corazones se dan y ofrecen mutuamente, pero no para poseerlos o dominarlos, ya que sólo la inmensa mano de Dios que los creó puede contenerlos.

Por medio de la figura de José, el Custodio, la Iglesia nos sitúa hoy ante el misterio del Dios hecho carne en el seno de la Virgen María. Misterio desvelado por el ángel pero nunca entendido ni penetrado del todo, sino siempre abierto a una comprensión mayor. Ese Niño — que la Iglesia lleva en su seno y va gestando en sus fieles por obra del Espíritu Santo, a través de la predicación y los sacramentos —, es la vida, la esperanza y la plenitud de todo hombre. Frente a este misterio y este Hijo, la respuesta apropiada es aquella de la fe, aquella de ajustar — como un activo discípulo y un fiel colaborador —, la propia vida y los propios planes a la vida y proyecto del Mesías. Y esto nos reclama, también, amar y proteger a la Iglesia, al igual que José amó y cuidó de María.

 

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