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Luz en mi Camino

10 diciembre, 2022 / Carmelitas
Tercer domingo de Adviento

Is 35,1-6.8.10

Sl 145(146),7-10

Mt 11,2-11

Sant 5,7-10

Al igual que la semana pasada, también el evangelio de este domingo está marcado por la figura de Juan el Bautista, sólo que hoy aparece junto a él, y como figura central, Jesús, es decir: «Aquel que tenía que venir», el Mesías, el Señor y Salvador.

Fue inmediatamente después del arresto y encarcelamiento de Juan (Mt 4,12), cuando Jesús inició su predicación y vida pública. Estando en prisión, el Bautista escuchó que Jesús predicaba y enseñaba (Sermón de la Montaña: Mt 5–7), que sanaba a leprosos, enfermos, endemoniados, paralíticos, ciegos, y que comía con publicanos y pecadores (Mt 8–9), todo lo cual no parecía concordar con aquello que él anunciaba y esperaba, y no sabía qué pensar: “¿Es realmente Jesús el Mesías cuya venida he preparado?; y si es así ¿por qué no muestra su fuerza y poder frente a los opresores y me libera de la cárcel?; ¿Por qué no talla los árboles que no dan fruto?; ¿por qué no actúa como juez y separa definitivamente el ‘grano’ de la ‘paja’, el justo del injusto, asignando a cada uno el destino que le corresponde?; ¿O quizá hay que esperar a otro que se ajuste mejor a las profecías anunciadas?”. Y entonces Juan, considerando su propia situación y su conocimiento de las acciones de Jesús, envía algunos de sus discípulos para plantearle a Jesús la pregunta decisiva: “¿Quién eres realmente?”.

Jesús va a ofrecer una doble respuesta a la cuestión planteada por Juan. En primer lugar, hace testigos a los discípulos de Juan de sus acciones, a las que caracteriza como cumplimiento de las promesas veterotestamentarias; en segundo lugar, interpreta para la gente la persona y la obra de Juan, reivindicando así su pretensión de ser el Señor cuya venida había preparado el Bautista.

Sin responder claramente, Jesús remite a Juan — a través del testimonio de sus propios discípulos: «Id y contad a Juan lo que oís y veis» (Mt 11,4) —, a considerar las mismas obras que le han suscitado el interrogante (Mt 11,2). Jesús describe sus actos aludiendo al cumplimiento de las promesas del AT proclamadas en la primera lectura: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11,5-6; Cf. Is 35,5-6). Jesús sostiene que dicha promesa se cumple en su obrar, en el que Dios interviene con potencia y misericordia, acercándose verdaderamente al hombre (Cf. Mt 4,17). Pero esta señoría de Dios en la persona de Jesús, no se manifiesta por el momento como destrucción o sometimiento de los poderes humanos que le son contrarios; tanto es así que Juan será decapitado (Mt 14,10) y el mismo Jesús crucificado (Mt 27,32-50), y a los discípulos se les anuncia un futuro marcado por las persecuciones (Mt 10,16-25); tampoco se manifiesta como una radical e inmediata separación del ‘grano’ y la ‘paja’, porque el juicio definitivo queda diferido hasta la venida gloriosa del Hijo del hombre (Mt 13,36-43.47-50). Ahora con Jesús ha dado comienzo el Año de Gracia del Señor, el “Gran Jubileo”, en el que los necesitados son redimidos y se anuncia las bienaventuranzas a los pobres de espíritu, a los mansos, a los que sufren persecución, a los que lloran, a los misericordiosos, a los hambrientos de justicia,…

También es cierto, sin embargo, que, ante esta Buena Noticia, cada uno establece ya su propio juicio según la posición que tome en relación con Jesús (Cf. 11,20-24), tal y como Él mismo afirma al decir que es: «Bienaventurado aquel que no se escandaliza de mí» (11,6).

El término “escándalo”, que procede del griego (skándalon), expresa literalmente “una piedra de tropiezo” o un “obstáculo” colocado para hacer caer a una persona. Semejante a la tentación, el escándalo presenta en la Biblia dos aspectos.

Un aspecto positivo, en el que Dios mismo se erige como “piedra de tropiezo” (Cf. Is 8,14), juzgando las estructuras impías y vergonzosas de este mundo, a las que destruye. También se convierte Dios en “escándalo” para el justo, cuando se ve cegado por el misterio del sufrimiento (Job 16; Sl 73). Jesús mismo “escandaliza” a sus paisanos por sus humildes orígenes (Mt 13,57), a los fariseos con su enseñanza (Mt 15,12), y a sus discípulos con su muerte miserable (Mt 26,31). Y Pablo afirma que “Cristo crucificado es un escándalo para los judíos” (1Cor 1,23). De igual modo, el verdadero cristiano es también “sal y luz” que “escandaliza” a los inteligentes y sabios de este mundo, por su sincera entrega a favor del hombre y de la vida: cuidando a los enfermos, a los pobres, y a los extraviados por las múltiples ofertas que los desvían hacia el inframundo de la droga, del desenfreno de las pasiones o del culto a la propia inteligencia.

El aspecto negativo se vincula a toda una serie de escándalos que aparecen en la Biblia y que continúan presentes en la historia de cada generación. Una ‘piedra de tropiezo’ son los ídolos (Sl 106,36): la absolutización del poder, del dinero, del sexo, de las nuevas tecnologías, etc., continúa arrastrando y sometiendo bajo sus nefastas redes a multitud de personas en todo el mundo. También existe un escándalo negativo provocado por el mal ejemplo de los cristianos, y, en particular, de los obispos, sacerdotes y personas consagradas (Cf. Ez 44,2; Ml 2,8); un escándalo que puede afectar a los pequeños, es decir, a los que tienen una fe frágil o débil (Mt 18,6). Otro escándalo es aquel que brota dentro del hombre y que se alimenta de los vicios y malicias que, a menudo, anidan en su corazón; sobre este particular Jesús será radical: «Si tu ojo derecho te es ocasión de escándalo, sácatelo y arrójalo de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna. Y si tu mano derecha te es ocasión de escándalo, córtatela y arrójala de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo vaya a la gehenna» (Mt 5,29-30).

Jesús, que en nuestro texto alude al aspecto positivo del “escándalo”, indica a Juan que su obrar, el obrar de Dios encarnado, no se impone con la fuerza de una total y diáfana evidencia, o con la violencia que destruye al malvado y separa ipso facto la ‘paja’ del ‘grano’. Él, con sus palabras y acciones, no obliga ni se impone, sino que crea un espacio para que el hombre lo acoja o rechace libremente, y manifieste de ese modo su fe o su incredulidad al amor de Dios.

Después de que los discípulos de Juan se marcharon, Jesús ofrece a la gente, de modo indirecto, una segunda respuesta a la pregunta de Juan, haciendo un retrato de su persona y obra (Mt 11,7-15). El carácter enérgico y la vida austera del Bautista, unidos a la fidelidad a su misión — hasta dar la vida (Cf. 14,3-12) —, ya lo mostraban como un verdadero profeta que hablaba en nombre de Dios (Cf. Mt 21,26.32). Jesús afirma, sin embargo, que Juan es “más que un profeta”, porque los que le precedieron pertenecían al tiempo de la promesa y anunciaban para el futuro su venida (Mt 11,13), mientras que Juan es el mensajero que precede inmediatamente al Señor y prepara su inminente venida (Mt 11,10): el Bautista es el profeta Elías que iba a venir delante del Señor (Mt 11,14).

Por eso “el que tenga oídos tiene que entender” que si Juan está cercano al tiempo del cumplimiento, entonces con Jesús llega ese tiempo; y que si Juan es el mensajero que prepara la venida, entonces Jesús es el Señor esperado, aunque en el modo como Dios lo ha establecido. En comparación con los que le precedieron, Juan es el más grande de todos, pero en comparación con los que pertenecen a Jesús y ya experimentan, en comunión con Él, la cercanía del Reino de los cielos, Juan es más pequeño.

En este tercer domingo de Adviento, la Iglesia nos ayuda — a través de Juan el Bautista — a formular la pregunta que todos, en un momento u otro de nuestra existencia, podemos plantear: “¿Es Jesús el Mesías que vino, viene y ha de venir, o no?”. Jesús mismo nos responde diciéndonos que hay que comprender, por sus obras y por la persona de su Precursor, que Él es el Mesías, y que acogerlo — sin escandalizarnos de su humildad y simplicidad —, significa entrar en la “bienaventuranza”, es decir, en la comunión de vida con Dios Padre, tal y como Él mismo dirá un poco más adelante en el evangelio: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). Pero quien quiera acoger a Jesús tiene que estar dispuesto, como Juan, a corregir y a abandonar, si fuera necesario, las ideas y esperanzas deformadas o equivocadas que tenga.

Juan pone fin al AT, a lo “velado”, y da paso a Jesús, que es lo “revelado”, la luz del Sol. Este paso, sin embargo, nos resulta a todos difícil, fatigoso: venimos del hombre viejo, de la Ley, del Antiguo Testamento, y caminamos hacia Jesús que es la “novedad” absoluta. De ahí que, con sus obras, muestre la necesidad de que todo el ser humano, en cuerpo y alma, sea transformado por Él: las enfermedades corporales, la ceguera del espíritu, la cojera de los vicios, la lepra de la soledad, de la incomprensión y del aislamiento, la muerte existencial por falta de toda esperanza. Pero es necesario sufrir, en uno mismo, este arduo paso, pues, como dice Orígenes, “dos gentes y dos pueblos están dentro de cada uno de nosotros: la Sinagoga y la Iglesia, Caín y Abel, Esaú y Jacob, Agar y Sara” (Homilías sobre el Génesis 12.3).

Escuchando el evangelio y siguiendo a Cristo, los cristianos vencemos el “escándalo” del mundo que nos hace morder continuamente el polvo, y acogemos la plenitud del “escándalo” de la Cruz de Cristo que nos purifica, eleva y salva, sacándonos de nuestras falsas, pobres y paralizadas ideas y expectativas, y enseñándonos a dirigir todo nuestro ser hacia Jesús, para recibirlo como realmente viene: como el mensajero de la Buena Noticia, como el redentor de los humildes y necesitados, y como el único mediador del Reino de Dios.

 

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