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Luz en mi Camino

14 julio, 2025 / Carmelitas
Decimosexto Domingo del Tiempo Ordinario (C)

Gn 18,1-10a

Sl 14(15),2-3ab.3cd-4ab.5            

Col 1,24-28

Lc 10,38-42

   A través de la parábola del buen samaritano, Jesús nos enseñaba el domingo pasado que todo hombre necesitado que encontramos en nuestra vida está situado bajo el arco del “amor al prójimo”. Sin embargo, sólo aquel que de modo concreto le ayuda actúa verdaderamente como prójimo, y se emplaza realmente en el camino que conduce a la “vida eterna”. El samaritano de la parábola se encarna, de modo perfecto y pleno, en Jesús: Él es el único que se acerca a cada hombre, plagado y herido en su cuerpo y alma, para sanarle con el “aceite” de su Espíritu y el “vino” de su Pasión, en la que nos ha amado hasta el extremo.

     El evangelio de este domingo continúa, de alguna manera, esa misma temática. Responde a la primera parte del Shemá relativa al amor a Dios, enseñándonos cómo ser prójimos, cómo estar cercanos, cómo acoger en la propia ‘casa’ (= persona) al más insigne y sublime de los huéspedes: a Jesús, Dios mismo, que se hace necesitado de alojamiento. Ya al iniciar su camino de ascensión a Jerusalén, Jesús había buscado posada en un pueblo de samaritanos en el que, como recordaremos, no quisieron recibirle. Ahora, sin embargo, Marta lo recibe en su casa, situada, según Jn 11,1, en Betania, un pueblecito muy cercano a Jerusalén.

     La hospitalidad era y es un rasgo característico de los pueblos del Próximo Oriente. Para ellos, aquel que era acogido pasaba a ser el centro de todos los actos de las personas que lo recibían. Así lo evidencia la primera lectura. Abraham deja entrever una prontitud y generosidad maravillosas al acoger, como huéspedes suyos, a los tres visitantes que se acercan a su tienda: «Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo» (Gn 18,3). E inmediatamente, una vez le dan el visto bueno, pone en movimiento a Sara, su mujer, y a los siervos, desviviéndose por los invitados: les lava los pies, les prepara un alimento abundante de pan, cuajada, leche y carne, y ordena matar un ternero cebado y hermoso (Cf. Gn 18,6-7).

     Abraham hospeda a los visitantes con total naturalidad, considerándoles, según la mentalidad semita, dignos de ser acogidos y agasajados, obsequiados y reconfortados en el camino. Pero el relato deja entrever una realidad más profunda: practicando la hospitalidad, Abraham ha entrado en contacto con Dios. Al acoger a los tres personajes, Dios mismo se ha dejado acoger por Abraham. Los Padres de la Iglesia quisieron ver un signo de la Trinidad en estos tres visitantes, a los que Abraham se dirige en singular: “¡Señor mío!”: tres personas pero un solo Dios y Señor.

     Abraham obró como un verdadero prójimo de los visitantes (cuya identidad desconocía) y su actitud permitió que Dios se aproximara a él. Y el Señor, por su parte, recompensó a Abraham haciéndole una promesa que, al mismo tiempo, le reclamaba la fe y le hacía crecer en ella, conduciéndole así a una unión más profunda e íntima con Él: «Cuando vuelva a ti, por estas fechas dentro de un año, Sara habrá tenido un hijo» (Gn 18,10). Aunque la vejez de Abraham y Sara ya no les hacía esperar ningún hijo, el Señor obra este milagro como gratitud a la generosa hospitalidad recibida. Podríamos decir, por eso, que acoger a Dios en la fe produce, irremediablemente, frutos de vida.

     En las personas de Marta y María, el evangelio ofrece dos modos diversos (y complementarios cuando el de Marta es impulsado por aquel de María) de acoger como huésped a Jesús. Marta es un ejemplo de generosa y abierta hospitalidad. Ella, haciendo honor a su nombre, actúa como la señora de la casa, como la principal responsable para atender a Jesús (y a sus discípulos) como conviene. Se multiplica en mil tareas, en “muchos servicios”, para que no le falte de nada, tratando de agasajarle del mejor de los modos (Cf. Lc 10,40). Marta obra como cualquier mujer de su tiempo hubiera hecho para que su huésped se encontrase bien.

     Es la actitud de María la que cambia radicalmente respecto a la costumbre habitual de entonces (y de ahora). Ella acoge a Jesús “sentándose a sus pies” (Lc 10,39) para escucharle hablar como una atenta e aplicada discípula. María considera que Jesús es el Maestro y que, por tanto, no existe otro modo mejor de acogerlo, profunda e íntimamente, que convirtiéndose en discípulo suyo.

     La reacción de Marta es comprensible: quiere que su hermana le ayude en los quehaceres que conlleva recibir a alguien en casa y a quien se quiere ofrecer todo lo mejor. María parece haberse olvidado de ello y desatender la hospitalidad, no importándole cómo pueden encontrarse Jesús (y sus acompañantes) (Cf. Lc 10,40). No obstante, Marta dirige la pregunta a Jesús como si pensara, de algún modo, que Él era el principal responsable de su agobiante situación al mostrarse indiferente respecto a la actitud tomada por su hermana María.

     Pero Jesús, con su respuesta, cambia radicalmente la perspectiva de Marta y de toda la cultura y mentalidad contemporánea (en la que también nosotros nos podemos ver reflejados). Este cambio se debe a la excelsitud de la persona de Jesús: Él es Dios, y se hace necesitado de posada no tanto para que nosotros le demos algo como para que nosotros podamos recibirle, acogerle a Él, en tanto en cuanto somos nosotros los verdaderos necesitados de su presencia.

     Jesús nos enseña, como a Marta, que Él debe ser acogido principalmente en el modo como lo hace María. Y ¿qué hace María?: estar sentada junto a Él y escuchar — lo que implica acoger, meditar y, llegado el momento, obrar — su Palabra (Cf. Lc 10,40). Jesús afirma, además, que acoger su Palabra es la única cosa necesaria, pues en ella Él mismo se entrega para hacernos partícipes de su misma Vida. Escuchar y acoger su Palabra, significa entrar en comunión con Jesús y, por medio de Él, con el Padre, con la Vida divina “que no nos será quitada” (Lc 10,42). Marta se preocupó de dar a Jesús todo lo que tenía, y eso está bien, pero se olvidó de acoger en sí misma al mismo Jesús, que es la Vida. María se mostró, por eso, la más próxima e íntima a Jesús. El obrar de Marta debe estar impulsado y orientado por la misma actitud de María: se sirve al Señor habiéndolo acogido antes, escuchando su palabra, en el propio corazón.

     En Marta y con Marta, todos hemos sido enseñados: este Huésped debe ser acogido haciéndose una cosa con Él, entrando en su camino como discípulo, identificándonos con Él porque es en Él en quien cada uno descubre quién es: hijo en el único Hijo de Dios. Marta, no obstante su sana intención, tenía empañada esa realidad y, en vez de servir con un corazón lleno de paz, se encontraba rebosante de ajetreo, nerviosismo y murmuración, y Jesús, con su respuesta, quiso hacerla volver a lo esencial, a una actitud de conversión y fe mediante la escucha de su palabra (Cf. Mc 1,15), para unirla, plena, libre y conscientemente, a Él. Sólo así el corazón de Marta iba a dejar de estar dividido, porque tendría en sí misma “acogido” al que es la fuente de la paz y de la alegría, al mismo por el que estaba completamente entregada en su servicio. El Huésped, por tanto, acogió un corazón ajetreado para transformarlo en un corazón apaciguado en el que “hospedarse”, en el que “hacer morada” (Cf. Jn 14,23)

     Hoy, en nuestro mundo, reina el estrés, las prisas, los afanes y, en gran medida, la desconfianza hacia los demás. Raramente nos detenemos a hablar de las cosas de Dios, y difícilmente acogemos y nos sentamos a escuchar a las personas que nos hablan de Dios, de Cristo y de la Iglesia, sean sacerdotes, religiosos o seglares. Pero Jesús acompaña a sus discípulos y reclama que éstos sean acogidos como si fuera Él mismo y del mismo modo: «quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,16); y en otro lugar dirá: «quien reciba a un profeta por ser profeta, recompensa de profeta recibirá, y quien reciba a un justo por ser justo, recompensa de justo recibirá. Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa» (Mt 10,41-42).

     Cada uno de nosotros tenemos que aprender a acoger a Cristo a través del hermano que, de uno u otro modo, nos lo anuncia; sabedores de que también cada uno de nosotros somos portadores y testigos de la Buena Noticia para todos los demás hombres. Pablo nos dice que estamos llamados a “anunciar a Cristo, amonestando y enseñando a todos con todos los recursos de la sabiduría, para que todos lleguen a la madurez en su vida en Cristo” (Col 1,28). Jesús mismo es el garante de que, a través del anuncio evangélico, se mostrará cercano y generoso para cumplir lo que Él mismo ha prometido. Por eso, el discípulo de Cristo es un testigo que anuncia a su Señor deseando convencer a las personas para que acojan la Palabra y el amor gratuito con que Jesucristo les ha amado.

     Por nuestra parte, es importante que — como signo de que nuestros oídos y corazones están abiertos y aunados en Cristo-Jesús como aquellos de María—, tengamos siempre abiertas las puertas de nuestras casas a los hermanos en la fe y a los testigos cualificados de la Buena Noticia, para acoger perma-nentemente el anuncio del Evangelio y, junto con él, al Huésped que quiere morar dentro de nosotros y darnos la plenitud de la vida de Dios que, consciente o inconscientemente, todos anhelamos.

 

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