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Luz en mi Camino

19 agosto, 2023 / Carmelitas
Luz en mi camino. 20º domingo del tiempo ordinario (A)

Is 56,1.6-7

Sl 66(67),2-3.5.6.8

Rm 11,13-15.29-32

Mt 15,21-28

La salvación universal es el tema fundamental que tratado en las lecturas de este domingo. En el proyecto salvífico divino está el conducir a los extranjeros, es decir, a aquellos que no pertenecen al pueblo de Israel, a su monte santo para colmarlos de alegría (Cf. Is 56,1; 66,21). El cumplimiento de esta verdad queda incoado en la curación de la hija de la cananea, cuya oración perseverante y confiada consigue arrancar de Jesús un beneficio que, en cuanto primicia, correspondía inicialmente a los judíos (Cf. Mt 15,24; He 13,46).

     Esta verdad de la salvación universal querida por Dios, ha ido depositándose muy lentamente a lo largo del tiempo en la conciencia del pueblo elegido. De hecho, no faltan los textos en las Escrituras que son hostiles a los extranjeros, pero Dios, en su inmensa paciencia, ha ido desvelando y haciendo comprender a Israel que su elección estaba en función de toda la humanidad. Así lo anuncia Isaías en la primera lectura: Dios conducirá a su templo a aquellos extranjeros que se hayan adherido a Él para servirlo y para amar su Nombre. De este modo deja sobrentendido que “todos los pueblos” están llamados a vivir en intimidad con Dios en su templo, lugar simbólico de la acogida y de la profunda e íntima relación que el Señor establece con los suyos. Jesús mismo hace suya esta profecía cuando, al expulsar a los vendedores del templo, pronuncia las palabras de Isaías: “Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las gentes” (Mc 11,17; Cf. Is 56,7), manifestando que, en su propio cuerpo, verdadero y definitivo Santuario (Cf. Jn 2,21), el culto vivo y santo al Dios vivo será extendido a toda la humanidad.

     La lectura evangélica testimonia que la futura expansión del Evangelio a todas las gentes comienza a realizarse en el obrar de Jesús. Ya Isaías había profetizado que el “Siervo del Señor”, en quien Israel se veía reflejado y que Jesús encarna plenamente, estaba llamado a ser “luz de las naciones” (Cf. Is 49,6; Lc 2,32).

     El fragmento comienza señalando que, llevando a cabo su misión evangélica, Jesús se desplaza fuera de Palestina, concretamente va a la región de Tiro y Sidón. También en toda esta zona se extiende su fama (Cf. Mt 4,24), por lo que no hemos de extrañarnos que una cananea “salga de ese territorio” para encontrarse con Él en Galilea, donde parece situarse todo el resto del relato (Cf. Mt 15,22.29). Sea como fuere, lo cierto es que esta mujer pagana se ve movida por una necesidad urgente que le traspasa de sufrimiento su corazón materno: “su hija está siendo atormentada cruelmente por un demonio” (Mt 15,22). Y ella, abandonando a los “baales” adorados en la región sirofenicia, opta por acogerse, con un grito suplicante, a Jesús: «¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David!» (Mt 15,22). Conocedora, a buen seguro, de que Jesús es compasivo y de que posee poderes taumatúrgicos, se dirige a Él con una oración insistente que le brota del profundo de su corazón lleno de fe y en la que le reconoce como el Mesías de Israel, el “hijo de David” esperado.

     Pero Jesús no le responde de inmediato, se muestra duro y no presta atención a la oración porque no tiene intención de intervenir y ayudar a esta madre sufriente. Son los discípulos los que intervienen y abogan por ella a través de una petición: «Concédeselo y despídela», que no está motivada por la compasión sino por la molestia que les causan los gritos de aquella mujer: «Que viene gritando detrás de nosotros» (Lc 15,23).

     Jesús les explica que no interviene porque su obrar se ajusta a la misión recibida del Padre, y ésta se limita, durante su vida terrena, a Israel, es decir, al pueblo depositario de las promesas divinas: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24). Para Jesús, la voluntad del Padre es primaria y a ella se ciñe con humildad y mansedumbre, sin apartarse de ella aunque su corazón esté henchido de compasión y misericordia hacia todos los desvalidos de la tierra (Cf. Mt 8,16-17).

     La mujer, sin embargo, no se detiene en su intención al escuchar estas palabras y, lejos de alejarse apesadumbrada, se aproxima más a Jesús, se postra ante Él, como signo de sometimiento y de entrega a Él, y le dirige nuevamente su plegaria: «¡Señor, socórreme!» (Mt 15,25). Jesús sí le responde ahora, pero para decirle la misma idea que ha referido previamente a los discípulos: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (Mt 15,26). Jesús quiere que ella comprenda que el evangelio debe llegar primero a Israel, a los hijos, y no a los paganos, llamados vulgarmente “perros”. Aunque Jesús suaviza la dureza de esta imagen utilizando el diminutivo “perritos”, deja claro a la sirofenicia que no tiene derecho alguno a participar del “pan”, es decir, de los bienes de Dios que corresponden en primer lugar a los judíos.

     No deja de sorprender que, a pesar de todos estos desplantes y aclaraciones, la mujer no se ofende, ni se enfada, ni responde con insultos a aquel nazareno que no quiere ayudarla, y, con humilde actitud, reconoce que es una pagana y que, por tanto, se encuentra fuera de la salvación depositada en el pueblo elegido. Se reconoce, por tanto, “perrito”, pero mantiene — como “animal” fiel —su inquebrantable confianza en Jesús, hasta tal punto de añadir un detalle a las palabras de Jesús que resultará crucial para el positivo y feliz desenlace de la situación: «Sí, Señor, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos» (Mt 15,27). Sí, ¡cuánta humildad y fe dejan traslucir estas sabias palabras! Esta mujer ama a su hija, la quiere salvar a toda costa y sabe que sólo Jesús puede curarla, por eso no escatima esfuerzos en expresar su dramática situación y su confianza sin límites en Él. Y consigue su objetivo. Jesús alaba la fe que esta pagana ha ido manifestando con su actitud y palabras, y consiente entonces en traspasar los márgenes de su misión curando a su hija: «Mujer, grande es tu fe: que te suceda como deseas» (Mt 15,28).

     Pero, podríamos preguntarnos, ¿acaso obrando de este modo no está actuando Jesús al margen de la voluntad del Padre que primero había expresado? De ningún modo, también aquí Jesús se amolda perfectamente al querer de Dios. Precisamente ha sido el Padre el que, a través de esta mujer, ha empujado a Jesús a tener compasión de ella para que esta curación se convirtiera en signo anunciador de la futura misión universal. La fe de la cananea proviene de Dios y así lo discierne y comprende finalmente, por eso accede a mediar la sanación de la hija, cuya realización efectiva la pone en manos del Padre: “Te sea hecho [pasivo divino: por Dios-Padre] como deseas”.

     La fe en el Evangelio será la clave que permitirá a los gentiles acceder a la mesa del Reino de Dios, junto con Abraham y los patriarcas (Cf. Mt 8,11). Por su comportamiento, la mujer cananea ya aparece asociada a la comunidad mesiánica, formada por los judíos y gentiles que creen en el Dios que tanto nos ha amado en su Hijo, Jesucristo.

     Jesús tenía que ejercer su ministerio en Israel, pero la fe trasciende toda barrera de raza o religión. Mateo, que ya ha señalado el tema de la salvación universal desde el principio, al indicar la conversión de los paganos en el episodio de los magos, lo subrayará definitivamente al concluir su evangelio, cuando el Resucitado enviará a sus discípulos a proclamar la Buena Noticia a todas las gentes (Mt 28,19-20). Por su medio, todos los que crean en Jesús y se conviertan, serán purificados, reconciliados con Dios y salvados (Cf. He 11,17; 15,7-11). Abrámonos también nosotros al amor universal de Dios del que somos beneficiarios y pidamos al Señor que nos dé un corazón como el suyo, capaz de dejarnos amar por el Dios que a todos ama y capaz de amar a todos los que Él ama, sin distinción de sexo, raza, cultura, condición social o religión (Cf. Ga 3,28).

 

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